Thursday, August 19, 2010

Mártires y apóstatas




Estación de paso
Mártires y apóstatas
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 19 de agosto, 2010.

Hace casi doscientos años, el distinguido aristócrata y pensador francés Alexis de Tocqueville –quien es considerado por muchos expertos (Jon Elster, por ejemplo) como el primer “científico social” del mundo-, reflexionaba en torno a las circunstancias que rodean los tiempos del cambio revolucionario y de la paz conservadora. Desde el laboratorio estadounidense en el cual registraba sus observaciones –reunidas en su famoso libro La democracia en América, publicado originalmente en francés en 1835- y atormentado por la experiencia de la Revolución Francesa de 1789, apuntaba con lucidez la presencia de convicciones vigorosas pero no profundamente sostenidas en los tiempos revolucionarios, en tanto que las épocas posrevolucionarias se convertían en épocas de “duda y desconfianza universales”; en esas épocas, ”las personas no están tan dispuestas a morir por sus opiniones, pero no las cambian; además, se encuentran menos mártires y menos apóstatas” (Tocqueville, A. de, Democracy in America, Anchor Books, New York, 1969, p. 187).
Las palabras de Tocqueville parecen retumbar en los oídos del presente mexicano, en estos tiempos de monólogos al mayoreo. La duda y la desconfianza se han anudado en el centro de nuestra vida pública, y ni exorcismos presidenciales ni llamados patrioteros son suficientes para enfrentar las bestias negras de la incredulidad y el sinsentido. Sin mártires ni apóstatas en el horizonte inmediato, estos tiempos malditos son ganados por los canallas, los oportunistas y los timadores, que se desenvuelven con soltura entre medios de comunicación, partidos políticos, en el gobierno y en la sociedad civil.
Como se sabe, un mártir es alguien que está dispuesto a morir por una causa –una convicción, un hecho, una creencia-, mientras que un apóstata es quien ha renunciado justamente a sus creencias, un renegado, en algún sentido, un traidor a dogmas, principios, proyectos. Y de mártires y apóstatas está hecha la vida de las naciones y de sus agitadas pasiones políticas y sociales. La música ensordecedora del bicentenario y el centenario ha colocado en el centro las figuras de héroes y mártires, de traidores y apóstatas, como tratando de justificar cierto sentido de optimismo y orgullo nacional, en estos tiempo de desencanto político y de bajísimas expectativas individuales o colectivas sobre las posibilidades de mejoría económica, de bienestar social o de desempeño político.
El conservadurismo católico y el moralismo tradicional han resurgido en estos tiempos de escepticismo, a la voz de conocidos cardenales iracundos que alientan discursos de odio. Opuestos a cualquier discusión sobre el tema de matrimonio entre homosexuales, la legalización de la droga, o la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo, curas en busca de santificaciones futuras, y sus no pocossúbditos laicos, se han lanzado contra cualquier intento o decisión de quién sea, incluyendo a la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para modificar la legislación y las creencias en torno a temas de la vida privada que requieren de derechos públicos para proteger, justamente, decisiones que garanticen libertades de individuos, de minorías y también de mayorías. Predeciblemente, la corte de las sotanas y sus admiradores se ha lanzado a la defensa de principios abstractos, inmutables e inmortales, propios de mentalidades en busca de mártires para sus causas.
Por otro lado, la discusión en torno al tema de la violencia y la seguridad pública ha colocado las baterías políticas presidenciales en búsqueda de la legitimación mala y tardía de una estrategia que ha tenido efectos perversos. A prácticamente un año del inicio del proceso electoral federal para renovar la presidencia en 2012, y a poco más de dos para dejar Palacio Nacional, el calderonismo ha entrado en la recta final de su mandato con una retórica triunfalista, patriotera y hasta regañona que no se corresponde con los logros observados en los primeros cuatro años de su gestión. Los apóstatas se encuentran agazapados en las sombras y márgenes de este período.
Estas dos postales de tono gris sólido, parecen recordar los hechos y el ánimo con el que lidiaba aquel excéntrico francés que deambulaba con su diario en la mano por la costa este, los desiertos y las montañas de los Estados Unidos a principios del siglo XIX, tratando de entender las tensiones y dilemas de los hombres en períodos de agitación y turbulencia. Habitada por dudas, opiniones y creencias que pavimentan la sabiduría convencional de nuestro tiempo, en México necesitamos más herejes y apóstatas que mártires, capaces de desafiar los lugares comunes que nos han conducido al estancamiento y el hastío. Después de todo, la apostasía posee ese discreto encanto de la incomodidad que tanto molesta a los predicadores vueltos pescadores gananciosos en nuestras propias aguas revueltas.

Monday, August 16, 2010

La música lúgubre de la violencia




La música lúgubre de la violencia
Adrián Acosta Silva
Revista Nexos, agosto de 2010.

El final de la violencia, de 1997, es una película inquietante del director alemán Wim Wenders. El argumento central de la cinta es que la violencia es una bestia indomable, cuya influencia y efectos se extienden a múltiples campos de la vida privada y de la vida social. Un director que se ha vuelto rico y famoso filmando justamente películas sobre la violencia, se ve envuelto poco a poco en una red de acontecimientos en los que la violencia que usualmente filma lo atrapa a él mismo. La separación de su mujer, el robo, el secuestro y el asesinato, son acontecimientos unidos por el hilo delgado de la violencia, que termina por consumir las vidas de los involucrados. El tema la película, la fotografía y las escenas, la pista sonora que la acompaña (en la que desfilan canciones de Ry Cooder, Tom Waits, Los Lobos, y Roy Orbison, entre otros), ilumina de manera espléndida el argumento básico de la obra: los efectos corrosivos, devastadores, a veces deliberados, en otras no intencionales o muchas veces perversos de la violencia en la vida de los individuos y de las sociedades.
El tema, por supuesto, es complejo. La perspectiva que ofrece Wenders permite asomarse desde la ventana cinematográfica a dicha complejidad, y sirve quizá para referir lo ocurrido en los últimos años en México –lo que va del siglo, para ser exactos-, que mucho le debe a la violencia. Crisis económicas, epidemias, desastres naturales, cambio político, personajes permanentes o de ocasión, han tenido como música de fondo el eco de balaceras, asesinatos, bombas, secuestros. Las imágenes de la época son dominadas por cuerpos descuartizados, hombres decapitados, sangre en las calles, cadáveres embolsados, amarrados, abandonados en baldíos, carreteras y barrancos. Miles de muertos acumulados, individuos y grupos viviendo en la zozobra, miedos extendidos entre poblaciones específicas, en algún sentido paranoias privadas vueltas esquizofrenia pública. El asesinato del candidato a gobernador de Tamaulipas, las muertes de policías en Guadalajara, las ejecuciones cotidianas que habitan la vida pública en Chihuahua, Sinaloa, Michoacán o Guerrero, forman parte de una espiral de violencia que se alimenta de varios fuegos en distintos lugares y territorios. No se sabe bien cómo y cuándo comenzó todo, y tampoco se sabe muy bien cómo enfrentarlo.
Como lo ha mostrado Fernando Escalante en Nexos, el índice de homicidios violentos, deliberados, se ha incrementado de manera espectacular en algunas ciudades del país, aunque la tasa general de mortandad por accidentes u homicidios imprudenciales de la población se mantenga en sus patrones históricos. Los medios registran todos los días las imágenes y los hechos, las autoridades manifiestan su indignación y sus lamentos, el oficialismo panista y sus opositores lanzan al aire sus reclamos y diatribas, mientras que los ciudadanos continúan con sus actividades habituales. Contener la violencia no sólo como un buen deseo, una noble intención, sino como necesidad básica para autoridades y ciudadanos, para políticos y gobernados.
El discurso dominante coloca a la violencia como una reacción frente a la acción del Estado. Pero eso no parece ser tan obvio, ni tan claro. La acción de los grupos criminales surge del rompimiento de los acuerdos viejos o recientes con las propias estructuras del Estado y de los aparatos de seguridad nacional o locales. La penetración de la delincuencia en las esferas del poder y en las prácticas sociales parece ser la hipótesis que explicaría la fuerza incontenible de la violencia en la vida pública mexicana de los últimos años. Ni la policía, ni las leyes, ni la retórica presidencial parece ser suficiente para enfrentar con posibilidades de éxito la amenaza de sicarios, asesinos y depredadores. Algo hay de ruptura de los códigos básicos de la cohesión social, la expansión de las conductas anómicas, el cálculo de que unos cuantos platos de sangre pueden ayudar a recomponer el orden perdido, que incluiría la consolidación de una variada colección de impunidades cotidianas y de transacciones sombrías. El resultado es parecido a la película de Wenders: la creación de un clima ominoso, a veces irrespirable, en el que el poder de las tribus y de los depredadores sustituye el poder del Estado y sus instituciones.