Estación de paso
La respuesta no está en el viento
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 17/11/2016)
La sorprendente y preocupante victoria electoral de Donald Trump en los Estados Unidos ocurrida la semana pasada cierra prematuramente un annus horribilis para las democracias contemporáneas. Luego del triunfo del Brexit en Gran Bretaña y del No por la paz en Colombia, y en el contexto del resurgimiento de microclimas neo-puritanos y no democráticos en distintas sociedades locales, el panorama luce desolador para las fuerzas de la izquierda, pero también para intelectuales, medios de comunicación y políticos más o menos tradicionales. Ningún esfuerzo de economía explicativa es capaz de ofrecer una visión comprensiva de lo que ocurre hoy en el mundo de las relaciones entre política y cultura, entre estado y sociedad, en distintas partes del mundo y con diversas circunstancias nacionales. La perplejidad, la incredulidad y el asombro se consolidan como signo de los tiempos.
Pero es sin duda el fenómeno Trump el que más atrae la atención por sus implicaciones regionales y globales. Su triunfo electoral revela a la vez la profundidad de las fracturas sociales en el subsuelo cultural norteamericano, la distancia entre los hechos económicos y las percepciones sociales, la soberbia de académicos, intelectuales y comentaristas profesionales y amateurs de la vida pública norteamericana, el nuevo fracaso de los pronósticos que la mayoría de las encuestas y medios anunciaban incluso unas horas antes de las elecciones del 9 de noviembre. En el inventario negro de los hechos habría que añadir la acumulación de los déficits cognitivos sobre la cultura política en las democracias contemporáneas, la falta de nuevos anteojos teóricos y empíricos para analizar las fuerzas en tensión que producen comportamientos anti-sistémicos, la ridiculización de la política y de la vida pública, la ruptura con los valores, las creencias y los códigos básicos de la vida democrática moderna.
De pronto, el nuevo panorama político norteamericano y mundial dan la sensación de un regreso al futuro, la inescapable impresión de un retorno al siglo XIX más que un avance al siglo XXI. El lenguaje del odio, la xenofobia y la intolerancia impregna los relatos políticos que triunfan en el ánimo público. Y con ellos, la tentación de soltar los perros de la guerra racial y bélica acompaña el sonido y la furia de los nuevos liderazgos emergentes en distintas partes del planeta, de Manila a Washington, de París a Mosul, de Caracas a Moscú. Con asombro y curiosidad, o con preocupación y ansiedad, asistimos al triunfo multicolor de la simulación y de los simuladores, a la alucinación y alienación de la política como el arte de conquistar a las masas. Los políticos profesionales han cambiado de ropajes, de estilos y de sus posiciones en las apreciaciones del público. Las viejas profesiones tachadas como indignas o como deshonestas han mudado de piel y se han convertido en modelos a seguir e incluso idolatrar en los tiempos que corren, y Trump representa esa transición carnavalesca mejor que nadie.
Hans Magnus Enzensberger, fiel a su estilo, lo ha escrito recientemente de manera a la vez ácida y profunda: “El charlatán ascendió, en el siglo XX, a jefe de consorcio publicitario; el payaso se mudó en animador, moderador y presentador de espectáculos; incluso el humilde barbero sangrador se ha metamorfoseado en cirujano estético, y el adivino de feria en bien retribuido economista jefe(…) Los sucesores de los tahúres y fulleros se han dignificado como asesores inversionistas” (“Profesiones honestas y menos honestas”, en Panóptico, Malpaso, 2016, p.73). Esa mutación ha ocurrido en medio del estruendo de la globalización y del mercado, entre las voces que alababan el fin de la historia y el triunfo de la americanización del mundo, con invitados incómodos expresados en sangrientos estallidos de terrorismo, la persistencia de los fantasmas de la desigualdad y la pobreza, la profunda insatisfacción con la democracia y las cíclicas crisis o déficits de representación política de los partidos y de los políticos de profesión.
Mientras se digiere la amarga experiencia electoral norteamericana, nuevas nubes intelectuales y políticas se ciernen sobre el sueño americano, que se tornan pesadillas en el clima ideológico y político mundial. Paul Krugman, un economista inteligente y elegante que estaba muy seguro de la imposibilidad ética, política y económica del triunfo del candidato republicano hasta unos pocos días antes de la elección, lo señaló en la versión digital del New York Times con una mezcla de amargura, preocupación e ironía la noche del martes 9 de noviembre, justo cuando se comenzaban a confirmar las tendencias del triunfo de Trump frente a Hillary Clinton: “¿Será acaso que estamos frente a una sociedad y un Estado fallidos?”. Y como Krugman, muchos más se preguntan qué pasó, qué filtros fallaron, cuáles diques se rompieron, cuántas cosas no sabíamos. Habrá que revisar los anteojos sociológicos, las brújulas económicas y los mapas politológicos para tratar de buscar las respuestas, que en política, contra lo que canta Dylan, nunca están, nunca han estado, soplando en el viento.
Thursday, November 17, 2016
Friday, November 04, 2016
Profetas de Silicon Valley
Estación de paso
Los profetas de Silicon Valley
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 3 de noviembre, 2016)
De cuando en cuando diversas voces anuncian en buen tono dramático el fin de la universidad. Decepción y entusiasmo se entremezclan en proporciones imprecisas en los mensajes que viejos y nuevos profetas realizan sobre el fin de las universidades en el futuro inmediato, argumentando su inviabilidad económica, su irrelevancia social, o su incapacidad institucional (pedagógica, académica, organizativa) para adaptarse a las circunstancias, los retos o los desafíos globales o locales. Siendo instituciones medievales -como las catedrales o el parlamento-, con casi mil años de existencia, las universidades son objeto de desahucio intelectual con relativa frecuencia. Pero con distinta intensidad, esas voces se han multiplicado en los últimos años bajo el clima del fetichismo nanotecnológico que a lo largo del siglo XXI se ha adueñado de los discursos e imaginarios de políticos, empresarios y técnicos relacionados con la educación superior.
El reclamo tiene su encanto y su historia. Si se revisa su trayectoria remota y reciente, juicios similares acompañan sistemáticamente los relatos apocalípticos sobre la desaparición de las universidades. Hay que recordar, por ejemplo, aquellas voces liberales que en México, hacia mediados del siglo XIX, bajo el clima intelectual y político que dominaba la lucha por el futuro de la independencia nacional, se pronunciaban por la desaparición de la Real y Pontifica Universidad de México “por inútil, perniciosa e irreformable”, lo que que llevó en 1863 a su clausura por parte del mismísimo Maximiliano de Hasburgo, uno de los villanos favoritos de nuestra historia de bronce. Sin embargo, la muerte de la universidad fue más bien un prolongado estado de coma. Menos de medio siglo después, en 1910, en el ocaso de la dictadura, Justo Sierra encabezaba junto a Porfirio Díaz (otro de los villanos legendarios de nuestra historia patria) la ceremonia de refundación de la Universidad como parte de los festejos del primer centenario de la independencia nacional. Un muerto (en esta caso, muerta) había renacido, con otro nombre, rostro y ropajes.
Pero nuevas voces se alzan en el horizonte mediático contemporáneo, global y cosmopolita. Una de ellas proviene de Silicon Valley, ese territorio californiano (casi) mítico al que muchos miran con fe, envidia y asombro como la cuna de la nueva civilización tecnológica, como el mapa del futuro de una sociedad sin política, sin conflictos y sin instituciones burocráticas pesadas, aburridas y costosas como el Estado o las universidades, donde las propiedades mágicas del mercado y de las nuevas tecnologías harán inservibles las bibliotecas, los profesores, los conocimientos y prácticas universitarias. Una de esas voces es la de un tal David Roberts, un entusiasta promotor de las propiedades intrínsecamente revolucionarias de las nuevas tecnologías en la educación superior. Entrevistado por el diario español El país en ocasión de la Oslo Innovation Week celebrada la semana pasada en la capital noruega, el profesor Roberts declaraba con el aplomo que sólo proporciona la fe ciega en las propias palabras: “La mayoría de las universidades del mundo van a desaparecer”.
Roberts es profesor de la “Singularity University” (SU), creada en 2009 por la NASA y la empresa Google justo en el corazón de Silicon Valley, con el objetivo de que en 20 años resuelva los “12 desafíos planetarios” más importantes, entre ellos la exploración espacial, la pobreza, el cambio climático, la productividad económica, o la bilogía digital (https://su.org). Esa institución ya abrió sedes en Sevilla y en Tel Aviv. Una de las características de la SU es que no expide títulos ni créditos curriculares para sus estudiantes. Todos sus cursos son abiertos y en línea, y cualquier individuo puede inscribirse en ellos sin importar su escolaridad, origen social, raza, credo o color, pagando la cuota correspondiente (algunos miles de dólares por curso). Según el propio entrevistado, el modelo de la SU es exitoso porque, a) busca formar líderes en todos los campos, y b) asegura buenos empleos a sus estudiantes y egresados (tienen la garantía institucional de que así será, si no se les devuelve su dinero), y c) porque promueven la creatividad y la innovación como los ejes de sus prácticas universitarias. Por ello, “el negocio de las universidades tiene sus días contados”, afirma el orgulloso profesor Roberts con el aplomo de un pistolero académico a sueldo. (La entrevista completa se puede consultar aquí: http://economia.elpais.com/economia/2016/10/23/actualidad/1477251453_527153.html
Las palabras del entrevistado, y la entrevista misma (colocada en la sección digital de economía y negocios del diario español), son hechos que permiten identificar la dirección de los vientos contemporáneos que corren sobre la nueva muerte de la universidad. Ya no se trata de diagnosticar su lento o acelerado pero inexorable fallecimiento debido a su carácter inútil, pernicioso o irreformable, sino de decretar un día y otro también su muerte inevitable debido a causas naturales, tecnológicas o sociales, o a una mezcla de todas. Se trata de la emergencia de un relato espectacular, dramático, sobre la irrelevancia de las universidades en un futuro que se presenta como único, ineludible y homogéneo, es decir, un destino, interpretado correctamente por los nuevos profetas con la pequeña ayuda de sus oráculos nanotecnológicos y patrocinadores de ocasión. Frente a ellos, los escépticos son una legión de infieles, los restos de una civilización académica obsoleta crecida en el arte de la duda, cultivada a la luz de casi mil años de historia de las universidades en el mundo, que miran de reojo y con curiosidad los juicios de desahucio que proliferan en los círculos empresariales de la educación superior. Las creencias sobre la desaparición inminente de dichas instituciones en el mundo occidental enfrentadas a las prácticas cotidianas de millones de individuos que todos los días asisten a las universidades. Creyentes y agnósticos, fanáticos e infieles, políticos y científicos, se acomodan para mirar el espectáculo del juicio final que anticipan con seguridad envidiable los profetas de Silicon Valley.
Los profetas de Silicon Valley
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 3 de noviembre, 2016)
De cuando en cuando diversas voces anuncian en buen tono dramático el fin de la universidad. Decepción y entusiasmo se entremezclan en proporciones imprecisas en los mensajes que viejos y nuevos profetas realizan sobre el fin de las universidades en el futuro inmediato, argumentando su inviabilidad económica, su irrelevancia social, o su incapacidad institucional (pedagógica, académica, organizativa) para adaptarse a las circunstancias, los retos o los desafíos globales o locales. Siendo instituciones medievales -como las catedrales o el parlamento-, con casi mil años de existencia, las universidades son objeto de desahucio intelectual con relativa frecuencia. Pero con distinta intensidad, esas voces se han multiplicado en los últimos años bajo el clima del fetichismo nanotecnológico que a lo largo del siglo XXI se ha adueñado de los discursos e imaginarios de políticos, empresarios y técnicos relacionados con la educación superior.
El reclamo tiene su encanto y su historia. Si se revisa su trayectoria remota y reciente, juicios similares acompañan sistemáticamente los relatos apocalípticos sobre la desaparición de las universidades. Hay que recordar, por ejemplo, aquellas voces liberales que en México, hacia mediados del siglo XIX, bajo el clima intelectual y político que dominaba la lucha por el futuro de la independencia nacional, se pronunciaban por la desaparición de la Real y Pontifica Universidad de México “por inútil, perniciosa e irreformable”, lo que que llevó en 1863 a su clausura por parte del mismísimo Maximiliano de Hasburgo, uno de los villanos favoritos de nuestra historia de bronce. Sin embargo, la muerte de la universidad fue más bien un prolongado estado de coma. Menos de medio siglo después, en 1910, en el ocaso de la dictadura, Justo Sierra encabezaba junto a Porfirio Díaz (otro de los villanos legendarios de nuestra historia patria) la ceremonia de refundación de la Universidad como parte de los festejos del primer centenario de la independencia nacional. Un muerto (en esta caso, muerta) había renacido, con otro nombre, rostro y ropajes.
Pero nuevas voces se alzan en el horizonte mediático contemporáneo, global y cosmopolita. Una de ellas proviene de Silicon Valley, ese territorio californiano (casi) mítico al que muchos miran con fe, envidia y asombro como la cuna de la nueva civilización tecnológica, como el mapa del futuro de una sociedad sin política, sin conflictos y sin instituciones burocráticas pesadas, aburridas y costosas como el Estado o las universidades, donde las propiedades mágicas del mercado y de las nuevas tecnologías harán inservibles las bibliotecas, los profesores, los conocimientos y prácticas universitarias. Una de esas voces es la de un tal David Roberts, un entusiasta promotor de las propiedades intrínsecamente revolucionarias de las nuevas tecnologías en la educación superior. Entrevistado por el diario español El país en ocasión de la Oslo Innovation Week celebrada la semana pasada en la capital noruega, el profesor Roberts declaraba con el aplomo que sólo proporciona la fe ciega en las propias palabras: “La mayoría de las universidades del mundo van a desaparecer”.
Roberts es profesor de la “Singularity University” (SU), creada en 2009 por la NASA y la empresa Google justo en el corazón de Silicon Valley, con el objetivo de que en 20 años resuelva los “12 desafíos planetarios” más importantes, entre ellos la exploración espacial, la pobreza, el cambio climático, la productividad económica, o la bilogía digital (https://su.org). Esa institución ya abrió sedes en Sevilla y en Tel Aviv. Una de las características de la SU es que no expide títulos ni créditos curriculares para sus estudiantes. Todos sus cursos son abiertos y en línea, y cualquier individuo puede inscribirse en ellos sin importar su escolaridad, origen social, raza, credo o color, pagando la cuota correspondiente (algunos miles de dólares por curso). Según el propio entrevistado, el modelo de la SU es exitoso porque, a) busca formar líderes en todos los campos, y b) asegura buenos empleos a sus estudiantes y egresados (tienen la garantía institucional de que así será, si no se les devuelve su dinero), y c) porque promueven la creatividad y la innovación como los ejes de sus prácticas universitarias. Por ello, “el negocio de las universidades tiene sus días contados”, afirma el orgulloso profesor Roberts con el aplomo de un pistolero académico a sueldo. (La entrevista completa se puede consultar aquí: http://economia.elpais.com/economia/2016/10/23/actualidad/1477251453_527153.html
Las palabras del entrevistado, y la entrevista misma (colocada en la sección digital de economía y negocios del diario español), son hechos que permiten identificar la dirección de los vientos contemporáneos que corren sobre la nueva muerte de la universidad. Ya no se trata de diagnosticar su lento o acelerado pero inexorable fallecimiento debido a su carácter inútil, pernicioso o irreformable, sino de decretar un día y otro también su muerte inevitable debido a causas naturales, tecnológicas o sociales, o a una mezcla de todas. Se trata de la emergencia de un relato espectacular, dramático, sobre la irrelevancia de las universidades en un futuro que se presenta como único, ineludible y homogéneo, es decir, un destino, interpretado correctamente por los nuevos profetas con la pequeña ayuda de sus oráculos nanotecnológicos y patrocinadores de ocasión. Frente a ellos, los escépticos son una legión de infieles, los restos de una civilización académica obsoleta crecida en el arte de la duda, cultivada a la luz de casi mil años de historia de las universidades en el mundo, que miran de reojo y con curiosidad los juicios de desahucio que proliferan en los círculos empresariales de la educación superior. Las creencias sobre la desaparición inminente de dichas instituciones en el mundo occidental enfrentadas a las prácticas cotidianas de millones de individuos que todos los días asisten a las universidades. Creyentes y agnósticos, fanáticos e infieles, políticos y científicos, se acomodan para mirar el espectáculo del juicio final que anticipan con seguridad envidiable los profetas de Silicon Valley.
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