Saturday, January 29, 2022
Pérdidas y soledades
Graneros, balcones y nostalgias
Adrián Acosta Silva
(Laberinto-Milenio, 29/01/2022)
https://www.milenio.com/cultura/laberinto/graneros-balcones-y-nostalgias
En El futuro de la nostalgia (2015), la pensadora de origen ruso Svetlana Boym explora cuidadosamente el origen, historia, funciones y contextos de la nostalgia en las sociedades antiguas, modernas y contemporáneas. La “añoranza del hogar” es el significado etimológico de la palabra, pero con el tiempo la experiencia nostálgica ha sido considerada como una enfermedad, un estado de ánimo, una ilusión. La inmigración masiva, las revoluciones sociales, las catástrofes o las guerras, señala la autora, suelen producir “pandemias de nostalgia”, y este sentimiento puede no sólo estar referido al pasado remoto o reciente, sino también puede relacionarse, paradójicamente, con el futuro.
Ese es quizá el enfoque que puede ayudar a comprender cómo la añoranza de tiempos mejores y la esperanza de nuevas normalidades futuras alimentan los espíritus nostálgicos de nuestro tiempo. A dos años de encierros, vacunas y aislamiento social como medidas obligadas para enfrentar la pandemia del COVID- 19 en todas su variantes, la sensación de ansiedad, hastío emocional y fatiga social y política, son los fantasmas que recorren con distintas intensidades poblaciones y territorios del mundo contemporáneo. Causas, consecuencias y confusión forman una madeja tejida atropelladamente en los últimos años, una red de tensiones que configura la base subjetiva y sociocultural de la nueva pandemia de nostalgia que se esparce sin pausas pero sin prisas por todos lados.
Uno de los efectos visibles de esta prolongada combinación de crisis sanitaria y económica ha sido el incremento exponencial de nuestras incertidumbres y la multiplicación de las pérdidas individuales y sociales. La gestión sanitaria ha significado también la gestión de la muerte: más de 300 millones de contagios, 5 millones de muertos, enfermos con secuelas graves o de lenta recuperación, desempleo masivo, abandonos escolares en todos los niveles de los sistemas educativos, niños huérfanos, ancianos abandonados, forman parte de los recuentos básicos de estos tiempos malditos. En esta prolongada trayectoria de pérdidas, la depresión, la melancolía y la nostalgia son emociones que gobiernan el ánimo cotidiano de no pocos estratos y grupos sociales.
A lo largo y ancho de este ciclo de pérdidas constantes e incertidumbres acumuladas, las voces de la ciencia, la literatura y las artes expresan de modos distintos esperanzas y nostalgias edificadas sobre las arenas movedizas del presente. Son voces diversas, concentradas en distintas percepciones y con diferentes propósitos. Desde la esquina del piso duro del rock clásico, por ejemplo, Neil Young y Eric Clapton registran, a sus 76 años, desde el encierro obligatorio, sus impresiones de época con dos discos recientes: Barn (Reprise, 2021) y The Lady in the Balcony. Lockdown Sessions (Mercury/Universal, 2021), respectivamente. Ambas obras son un par de piezas sueltas del espejo fragmentado de la crisis. Una refleja el peso de la soledad; la otra, el de las pérdidas. Una se refugia en las sombras del pasado remoto y reciente; la otra, en la imaginaria reinvención de tiempos mejores. Ambas se alimentan de la “ética de la nostalgia” de la que habla Boym, esa “nostalgia reflexiva” que permite imaginar, legítimamente, pasados y futuros como re-hechuras de algunas certezas básicas.
Young volvió a reunir a parte de su banda original (Crazy Horse) para grabar un puñado de canciones elaboradas a lo largo del 2020 y comienzos del 2021. Recorre sus temas habituales sobre el amor (Don´t Forget Love, Shape of You), la identidad (Canamerican), los hallazgos y las pérdidas (They Might be Lost). Pero también recupera los territorios cruzados de la nostalgia y la esperanza (Welcome Back), los elogios a la vejez y a la resistencia (Tumblin´ Thru The Years), la reiteración de los ciclos vitales, los motivos y las razones de la existencia (Song of the Seasons). Fiel a su estilo minimalista y austero, Young y sus tres acompañantes (Ralph Molina, Nils Lofgren y Billy Talbot) ejecutan con la simpleza de largos requintos melancólicos, una bateria discreta y un bajo casi imperceptible, cantos hechos desde la soledad de un viejo granero campesino, lejos de la ciudad, perdido en el horizonte de algún paisaje bucólico californiano.
Before your computer turns on you/ and walking through the garden/ you remember something you´ve been through/ and mingle with the stars in the sky
El ciclo de activismo ecologista feroz y del antitrumpismo de Young entra en pausa al escuchar las 10 canciones incluídas en Barn. El oficio de un músico experimentado se filtra a través de las letras y notas que gobiernan el tono crepuscular del disco, en un esfuerzo por reinventar el pasado frente a un presente marcado por la ansiedad, la incertidumbre y el silencio. La experiencia sedentaria de la pandemia ha dejado huellas en el disco número 50 de la larga trayectoria del rockero canamerican, mezclando impresiones con ilusiones gobernadas por la voz melancólica de áquel joven veinteañero que cantaba con Buffalo Springfield el epitafio de los años sesenta: For What It´s Worth.
Clapton ofrece por su parte The Lady in the Balcony, un ejercicio terapeútico derivado de la abrupta interrupción de su gira 2020/2021 en Europa y los Estados Unidos debido a la pandemia. Al igual que Young, Clapton incluye sólo a tres músicos como acompañantes: Chris Stainton (una leyenda del rock, tecladista que ha acompañado a músicos vivos como Steve Winwood, o ya difuntos como Jim Capaldi, Joe Cocker o Leon Rusell), a Nathan East en el bajo, y a Steve Gadd en la batería. El disco incluye una versión espléndida de Black Magic Woman (hecha famosa por Santana en los años setenta), y nuevas versiones de canciones como After Midnight (de J.J. Cale), Rivers of Tears, Layla, o Kerry. Es un disco en tono acústico, grabado en la sobriedad de un estudio modesto, en la soledad del aislamiento pandémico, en West Sussex, Inglaterra. Las 17 canciones incluidas son el recuerdo de recorridos sonoros pretéritos asentados sobre los viejos rieles del largo tren claptoniano.
Los ecos lejanos de The Yardbirds, Cream o Blind Faith resuenan en los acordes de la guitarra acústica de Clapton, evocando la fuerza del blues que inspiró al guitarrista desde muy temprano. Lejos de las multitudes y del sonido espectacular de la guitarra eléctrica Stratocaster que solía llevar a sus conciertos, el joven “mano lenta” que muchos creían que era dios en los años sesenta y setenta, reaparece al inicio de la tercera década del siglo XXI conservando la habilidad de sus experimentados dedos y muñecas en Bell Bottom Blues o Man of the World. A pesar de los problemas artríticos en sus manos y de la sordera que le aqueja desde hace tiempo, Clapton el viejo aún conserva el toque mágico de una inspiración a prueba de balas.
Es posible que las ansiedades de estos tiempos sombríos se reflejen en las prácticas y los imaginarios emocionales de los rockeros clásicos que todavía componen y ejecutan canciones, “hijos de la guerra” (la segunda mundial por supuesto), personajes que han vivido tiempos peores y mejores. También es probable que los que les hemos seguido la huella a lo largo de los años veamos reflejadas nuestras propias impresiones en sus discos. Pero con la experiencia pandémica, la búsqueda urgente de soluciones se ha combinado con el pesimismo sobre el futuro en el corto y mediano plazo. El encierro obligatorio es una experiencia de secuelas y emociones que dejarán cicatrices perdurables durante un largo tiempo en los individuos y las sociedades a las que pertenecen. Si hay algo de cierto en eso, Young y Clapton se han unido a otros miembros de su generación como Van Morrison y su Latest Record Project, vol. 1 (Exile/BMG, 2021) para tratar de seguir los registros de un tiempo líquido cuyas aguas revueltas y oscuras configuran nuevamente la vieja sensación de que todo lo sólido se disuelve en el aire.
Thursday, January 20, 2022
Universidades: política y conflicto
Estación de paso
Universidades: política y conflicto
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 20/01/2022)
¿Cuál es el peso relativo de las universidades en los sistemas de educación superior contemporáneos? ¿Cómo se han transformado durante las dos primeras décadas del siglo XXI? ¿Qué factores causales influyen para esas transformaciones? ¿Cuáles son sus déficits, incertidumbres y desafíos inmediatos? Estas preguntas forman parte de un debate largo y denso sobre el papel de las universidades en las sociedades contemporáneas, pero son cuestiones que no admiten respuestas simples.
El punto de partida de este debate es identificar el peso de las universidades en el subcontinente latinoamericano. Comencemos con algunos datos generales. Hoy, 4 de cada 10 instituciones de educación superior en América Latina y el Caribe son universidades públicas o privadas. El resto (6 de cada 10) son instituciones no universitarias, es decir, escuelas tecnológicas, centros formadores de profesionales calificados y especializados, institutos de formación de profesores (normales). Pero además, dentro de estre universo institucional de casi 11 mil IES, sólo 1 de cada 10 son universidades públicas. Esto significa que la universidad es una figura que ha perdido desde hace tiempo el monopolio de la educación superior en la región.
Ello no obstante, las universidades configuran un territorio de enorme atracción social para las poblaciones latinoamericanas. Hoy, 52% de los jóvenes entre 19 y 23 años están matriculados en alguna IES. Hace 20 años (en el 2000), sólo lo estaba el 23% (https://www.iesalc.unesco.org/publicaciones-2/).En 2015 había 26. 2 millones de estudiantes de la educación terciaria en la región, que aumentaron a 28.8 millones en 2020 (http://data.uis.unesco.org/). Es dificil estimar cuántos de esos estudiantes y en que porcentajes está inscritos en las universidades públicas, pero seguramente su peso es significativo y varía fuertemente en los distintos países. México, Argentina y Uruguay, por ejemplo, concentran más estudiantes universitarios que no universitarios, a diferencia de Chile, Brasil o Colombia.
Esas estimaciones generales permiten afirmar la hipótesis planteada hace unos años por José Joaquín Brunner de que durante el proceso de masificación del acceso a la educación superior en la región, las ideas y las representaciones de la universidad cambiaron significativamente. La masificación significó la “mesocratización” de las universidades, un proceso en el cual la feminización de los accesos y el arribo de nuevos estratos y grupos sociales pertenecientes a las clases medias urbanas y rurales, propiciaron un fenómeno de “modernización espontánea” de la educación superior latinoamericana. Los ejes de este complejo proceso sociológico, económico y político significaron varias cosas al mismo tiempo, pero algunas de las dimensiones clave son las siguientes:
Dimensión política: nuevos arreglos entre Estado y universidades. Se trata de un reordenamiento del peso del Estado en el comportamiento de las universidades. La expansión y diversificación de las ofertas no universitarias fue resultado de una decisión política que alentó la apertura de nuevas opciones de educación superior, disminuyendo el peso de las universidades públicas históricas en términos de matrículas y establecimientos.
Dimensión académica: centralidad de la investigación. Las universidades centradas en la docencia impulsaron desde finales del siglo pasado una reforma centrada en el fortalecimiento de la investigación. Con ese giro, la legitimidad institucional se desplazó desde la formación profesional hacia la productividad académica. La república de los licenciados fue desplazada por la república de los doctores; el énfasis en la docencia fue desplazado por la expansión de la investigación básica y aplicada. Es discutible la magnitud y efectividad de ese cambio, pero las políticas gubernamentales y el ascenso del capitalismo académico explican el fenómeno.
Dimensión organizacional: centralidad de la gobernanza. El enfoque de la nueva gobernanza pública dominó la implementación de nuevos esquemas de gobierno universitario. Se pasó de enfocar el problema del gobierno universitario como un problema de gobernabilidad política, hacia un problema de coordinación y cooperación de acciones dirigidas a mejorar la calidad, efectividad y eficiencia del desempeño institucional de las universidades. Las políticas basadas en incentivos y las métricas basadas en indicadores fueron los ejes de esas transformaciones.
Dimensión cultural: nuevas narrativas sobre la universidad. El lenguaje construido en torno a la universidad alteró sus tonalidades, y una nueva noción de cambio se desarrolló en el centro de los relatos sobre la universidad. Las ideas de la reforma y la autonomía que dominaron las narrativas universitarias durante buena parte del siglo XX, cedieron el paso a las ideas del emprendurismo, la innovación institucional y compromiso público del siglo XXI.
Estos campos de transformaciones ocurrieron en un complicado entorno de cambios políticos y sociales que impulsaron nuevos enfoques sobre la “misión de la universidad”, justo como hace casi un siglo José Ortega y Gasset se refirió a la necesidad de repensar a la universidad en una época de cambios convulsivos. Hoy, asoman en el horizonte nuevas exigencias que implican descalificaciones y cuestionamientos gubernamentales a la autonomía y las funciones intelectuales, académicas y culturales de las universidades públicas. Frente a esos cuestionamientos, frecuentemente realizados desde el cálculo político, la ignorancia o los prejuicios de las nuevas elites de poder, las dimensiones de los cambios parecen entrar en una nueva fase, con la incertidumbre instalada fuertemente en el centro de todas ellas.
En esas circunstancias, un ciclo de conflictividad parece abrirse paso en el mapa de las relaciones políticas entre las políticas gubernamentales y las universidades públicas. El caso del CIDE es quizá el más representativo y escandaloso del nuevo ciclo. Pero las frecuentes críticas presidenciales a las universidades públicas, las hiperrestrictivas políticas de financiamiento a esas instituciones y a los centros de investigación, el impulso a nuevas reglas del juego en la educación universitaria, pavimentan rápidamente el camino hacia la confrontación entre el gobierno federal y las universidades públicas.
Thursday, January 06, 2022
¿Para qué sirve la universidad?
Estación de paso
¿Para qué sirve la universidad?
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 06/01/2022)
No es fácil identificar el significado contemporáneo de la universidad. A pesar de los casi mil años de su historia en Europa (Bolonia), y de los casi quinientos de su aparición en el primer poblado europeo de la isla La Española en el caribe americano (hoy Santo Domingo), su definición institucional es complicada. No sólo es un asunto de caracterización amplia o detallada de su misión, de enunciar los valores que representa, de clasificar las funciones que cumple o debe cumplir en las sociedades contemporáneas. Tampoco se trata de medir la calidad de sus procesos de enseñanza o de investigación, o de ubicar sus posiciones en los rankings nacionales o internacionales, algo que está de moda desde hace algún tiempo. Se trata de un asunto más complejo: definir no sólo qué es hoy la universidad, cuál es su importancia social, qué representa.
Como siempre, las instituciones son siempre, en buena medida, una hechura de sus contextos, y las universidades no escapan a esta vieja afirmación sociológica. Expresan sus tensiones, arreglos y contradicciones, reproducen de manera original, a la vez similar y contradictoria, sus conflictos, incertidumbres y ambiguedades, evolucionan, cambian o se adaptan a exigencias externas o a sucesos inesperados. Pero las univesidades también desarrollan una vida interna propia, que ayuda a traducir los contextos en intereses, creencias y representaciones en los patios interiores de los campus universitarios. En este proceso se desarrollan tensiones, se acumulan contradicciones y se producen acuerdos más o menos estables. Hay comportamientos cooperativos pero también frecuentes estampas de conflicto, largos períodos de estabilidad y turbulentos episodios de movilización, rebelión y épicas de cambio. Los universitarios configuran comunidades extrañas, paradójicas, interesantes. Forman tribus y territorios en torno a disciplinas y áreas del conocimiento, construyen un “orden de lealtades” basado en afinidades electivas, políticas y afectivas, desarrollan instintos y códigos de adaptación que se traducen en rutinas, hábitos y costumbres.
Un argumento de carácter explicativo es que el significado contemporáneo de la universidad puede construirse a partir del análisis de las diversas fuentes que alimentan su legitimidad institucional y la heterogeneidad de sus representaciones sociales dentro y fuera de los campus universitarios. Por legitimidad institucional de la universidad se puede entender, con Peter Burke, la “rutinización y trivialización” de las prácticas académicas que fortalecen la confianza en la autoridad de la universidad como institución social. Es una legitimidad que se construye entre poblaciones y territorios específicos, ahí donde el profesorado, estudiantes, egresados y directivos coexisten en campus universitarios locales, que establecen relaciones de intercambio, cooperación y conflicto con sus respectivos entornos sociales, económicos y políticos. Los códigos de la legitimidad son simbólicos (obtener un título, acreditar conocimientos, recibir recompensas monetarias, apoyos institucionales o satisfacciones intelectuales, alcanzar cierto prestigio profesional), pero también prácticos (habilidades, técnicas, instrumentos). Esa legitimidad institucional se traduce en un orden simbólico que establece reglas, rutinas y hábitos del homo academicus.
La legitimidad implica la construcción de relaciones de cooperación y confianza entre los miembros de una comunidad con sus entornos. Pero esa legitimidad se encuentra estrechamente asociada a las representaciones sociales que giran en torno a ciertas ideas sobre la propia universidad. Se trata de sistemas de creencias y valores que conforman el complejo imaginario universitario que fijan la atención en la universidad como una figura de autoridad intelectual y profesional, un mecanismo de movilidad social, una oportunidad para mejorar o mantener posiciones o estatus de los individuos en los diversos contextos sociales. El tránsito por la universidad proporciona a los individuos prestigio y reputación, la formación de deseos, expectativas e ilusiones poderosas, pero también experiencias formativas, culturales y morales que configuran las trayectorias vitales del profesionista, el científico y el ciudadano.
Si en el origen de las primeras universidades medievales las universidades funcionaban como monopolios que buscaban mantener fuera a los “francotiradores” y a los “especuladores intelectuales”(cono señalaron Norbert Elias o Vilfredo Pareto), en el siglo XXI las universidades son espacios abiertos a la inclusión de poblaciones diversas y heterógeneas. La universidad de masas es una creación del siglo XX que se ha transformado en el contexto de la estructuración de sistemas educativos diversificados, diferenciados y complejos. La universidad dejó de ser después de la segunda guerra mundial una institución monopólica de la educación superior. Hoy, es una figura institucional importante pero no monopólica.
Durante el siglo XX, el poder institucional de la universidad latinoamericana significó el desarrollo y consolidación del poder autónomo de estas organizaciones, que se basa en el ejercicio de las libertades de docencia y de investigación, la gobernanza colegiada y los distintos modos de vinculación de las funciones universitarias con los contextos locales y nacionales. Pero desde finales del siglo pasado y las primeras dos décadas del siglo XXI, fue posible advertir un cambio importante en el sentido y la fuerza del ideal autonómico universitario. Para algunos, eso significó el debilitamiento de la autonomía; para otros, la transición desde la autonomía hacia la heteronomía; para algunos más, la desaparición de la autonomía.
Hoy, el signficado de la universidad depende en cierta medida de las creencias de las élites políticas y gubernamentales al uso. Las épicas de la innovación tecnológica o la sacralización del pueblo como el principio de todas las cosas forman parte de las retóricas que intentan re-significar el sentido institucional, social o político de la universidad pública contemporánea. Son fuerzas que engrasan los engranajes de la heteronomía y erosionan el poder autónomo de la universidad. La búsqueda de una “gramática profunda” sobre la universidad es quizá el desafío intelectual y político más importante de los años por venir.
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