Estación de paso
La furia del partidismo
Adrián Acosta Silva
Los partidos políticos siempre han gozado de una mala imagen pública. Con grados y excepciones que varían según tiempo y circunstancias, los partidos han sido vistos como organizaciones que incitan a la división, a la fractura de la unidad, al faccionalismo, a superponer los intereses egoístas sobre los altruistas. Detrás de esta desconfianza o recelo hacia los partidos está una imagen seductora, poderosa, fascinante quizá: la de una comunidad (un pueblo, una sociedad) esencialmente unida por creencias, valores, ideas, hábitos, costumbres. Si se mira bien, esa idea de unidad ha dado por resultado la creación de caudillos, partidos o movimientos que aspiran a representar a todos, a través de la confrontación, la persuasión o la violencia pura. Los mecanismos con los que suele operar la implantación del “singularismo” político son la descalificación o eliminación de los adversarios, la creación de sistemas de partido único, el autoritarismo o las dictaduras blandas o feroces, la creación de un clima ideológico y político en el cual se establecen los códigos básicos de una comunicación política que reduce el lenguaje y la política misma a unos cuantos clichés.
El pluralismo político es veneno para esa fantasía de la unidad a toda costa. Por eso resulta tan incómodo para las iglesias, los dictadores o para los jacobinos, que intentan reducir el problema de la conducción de almas, creencias e intereses atacando las expresiones de la diversidad social. La ecuación es elemental: al uniformar las conciencias y las creencias (o el ingreso económico), los problemas de la conducción serán menores, si no es que tenderán a desaparecer con el tiempo. La lógica de este razonamiento termina en una utopía milagrosa: la sociedad sin conflictos, es decir, la sociedad sin política. Así, el círculo se cierra. La creencia firme de una comunidad virtuosa, habitada por individuos esencialmente homogéneos, corresponde a un liderazgo político único, que terminará, si todo sale bien (es decir, sin traidores o conspiradores de por medio), en una sociedad cooperativa, armónica y unida tanto en sus valores como en sus prácticas. El nuevo mundo feliz huxleiano.
Pero aquí, como solía decir mi tía Lola, hay problemas. La desigualdad -derivada de la economía, la religión o el origen étnico- ha marcado desde siempre la historia social y sus expresiones nacionales y locales. Son los racionalistas liberales o socialistas los que han creado fórmulas políticas para que el inevitable pluralismo ideológico o político de las sociedades contemporáneas pueda coexistir en un marco institucional adecuado y productivo. Y son las organizaciones políticas partidistas las que han mostrado la mayor capacidad para convertir la diversidad social en pluralidad política democrática. Esa capacidad se desenvuelve en medio de la incertidumbre, los conflictos, negociaciones y acuerdos propios de esa actividad infernal que es la política sin adjetivos. La derecha gobernante y la izquierda beligerante que tenemos hoy y tendremos en los próximos años mostrarán nuevamente la maldición de la política en la sociedad mexicana contemporánea. Aunque nos recuerden las palabras expresadas por Saint-Just a finales del siglo XVIII en Francia: “Todo partido es criminal…por eso toda facción es criminal…Al dividir a un pueblo, las facciones sustituyen la libertad por la furia del partidismo”.
Friday, September 29, 2006
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