Estación de paso
Calvino en bicicleta
Adrián Acosta Silva
La imagen del gran escritor italiano es justamente esa: montado en una bicicleta, mirando hacia la lente, con los pies en el aire y las manos firmemente asidas al manubrio. Es la portada de una colección de escritos suyos publicados o pronunciados en distintos medios y lugares entre 1952 y 1985, reunidos en Mundo escrito y no escrito (Siruela, 2006). La escritura precisa del autor de Las ciudades invisibles, estimula la atención por los detalles y las cosas cotidianas, la reflexión sobre los problemas del escritor y el mundo que le rodea, la tensión esencial entre literatura y realidad, sus vínculos discretos, sus conflictos, sus misterios e imposibilidades.
Pero la lectura de los textos calvinistas representa también la oportunidad para colocar bajo resguardo un par de viejas certezas y colocar la mirada en la perspectiva que sugiere el autor: referir al “mundo no escrito” escribiéndolo, justamente. Es decir, reconocer que la descripción, ese viejo y olvidado arte, es el principio de todas las cosas que unen al lenguaje con el conocimiento y, probablemente, con la acción. Esta perspectiva desafía, entre otras cosas, aquella onceava tesis sobre Feuerbach que escribió Marx, y que algunos aprendimos a recitar de memoria para no olvidar nuestra misión en el mundo político visto desde la izquierda: “Hasta ahora, los filósofos se han dedicado a interpretar al mundo; de lo que se trata es de transformarlo”. Describir e interpretar antes que transformar: ese es el desafío calvinista.
Calvino posa su mirada sobre figuras, imágenes, libros y autores. La materia prima de sus escritos la constituye la interpretación de sensaciones, fantasmas, frustraciones y deseos. En “Los buenos propósitos”, por ejemplo, la figura de El Buen Lector describe la fantasía acerca del momento en que un hombre decide tomar unas vacaciones para leer aquellos libros que ha acumulado en su biblioteca personal y que desea leer, pero al que el azar le arrebata la posibilidad de dedicarse solamente a la lectura. Eso lo hace formular el propósito firme de que en las próximas vacaciones ahora sí lo podrá hacer. Ese es, justamente, el Buen Lector: el que busca y aspira a la lectura, aunque nunca logra cumplir sus propósitos.
El buen lector que fue Calvino puso también la atención sobre las discusiones y hallazgos científicos. Al reseñar y comentar la obra “Perturbar al universo” del científico inglés Freeman Dyson, el escritor italiano transmite su asombro y emoción por el razonamiento lógico de un científico que se inicia y termina con una moralidad consistente con la reflexión científica. Y se maravilla al encontrar una cita que Dyson atribuye a Einstein: “Se puede afirmar que el eterno misterio del mundo es su comprensibilidad”
Mundo escrito y no escrito es un inventario pero también una hoja de ruta. Son las notas de un autor cuya curiosidad y lucidez gobiernan sus percepciones, sensaciones y reflexiones. Frente al vértigo de los tiempos que corren, es bueno recordar a Calvino, ese italiano que recorrió el siglo XX montado en una bicicleta.
Thursday, August 23, 2007
En defensa propia (Nexos, 356)
En defensa propia
Adrián Acosta Silva
Las tormentas del verano humedecieron el perfil firmemente barroco de nuestra agitada vida pública. Asuntos como la iniciativa de reforma fiscal presentada por el ejecutivo y sus variadas reacciones políticas, las encrucijadas y desafíos del PRD, el adiós a Tony Blair como Primer Ministro de la Gran Bretaña, y los recordatorios de fuego de que el Ejército Popular Revolucionario aún vive por ahí, habitan parte de la agenda plástica de nuestra vida pública en tiempos nublados. Variadas lógicas, cálculos y razonamientos de los actores políticos se entrecruzan en el campo generalmente fangoso de nuestras arenas públicas, intentando dictar y conducir la agenda, o tratando de bloquear iniciativas y razonamientos. Entre la confusa marea de los problemas de coyuntura, es posible observar la fuerza de viejas estructuras ideológicas, la persistencia de prejuicios enmohecidos, y el triunfo de pragmatismos al mayoreo. Todo, bajo la luz mortecina de las incertidumbres que habitan el mapa político nacional, de fronteras borrosas y dúctiles, y cuyos actores representan fielmente el día a día de la política nacional.
La propuesta fiscal
El 20 de junio, el Secretario de Hacienda entregó a la Cámara de Diputados la propuesta de reforma fiscal que tendrán que discutir, analizar y modificar o aprobar los legisladores en estos meses. Como suele ocurrir en este campo de la acción pública, se trata de una propuesta inevitablemente polémica, producto de las restricciones de la coyuntura y de la estructura política nacional, pero también por ser una iniciativa demasiado modesta para ser considerada como una reforma hacendaria, pero demasiado grande para ser considerada una miscelánea fiscal, digamos, tradicional. Se trata de una propuesta que descansa en cuatro grandes pilares, según lo explicó el Secretario Carstens: a) mejorar sustancialmente el ejercicio del gasto público y la rendición de cuentas; b) establecer las bases de un nuevo federalismo fiscal; c) combatir la evasión y la elusión fiscal; y, d) fortalecer la recaudación de impuestos tributarios (La Jornada, 21 de junio de 2007). El propósito de la reforma es “abatir privilegios” y que “las empresas que no contribuyen lo hagan”.
Las reacciones no se hicieron esperar. Desde el PRD de AMLO sonaron los tambores de guerra para condenar la propuesta y rechazarla sin discutirla (“Cero negociación” afirmó en tono de orden el tabasqueño en el mitin del Zócalo del 1 de julio), mientras que otros sectores del mismo partido ofrecieron analizarla y discutirla (como señaló Amalia García en “La reforma fiscal necesaria”, El Universal, 5/07/07). Desde el sector empresarial una misma vieja canción sonó en los medios (“es una amenaza contra la productividad y el empleo”), y entre analistas y asesores se extendió una sombra de insatisfacción por el tamaño y orientación de las propuestas.
Como apuntó Héctor Aguilar Camín en Milenio (“Astucias recaudatorias”, 26/06/07), existen dos novedades importantes en la propuesta: el impuesto alternativo mínimo (a través del CETU, Contribución Empresarial de Tasa Única), y la iniciativa de gravar los depósitos bancarios de dinero en efectivo mayores a 20 mil pesos. Uno está dirigido hacia lograr una mayor recaudación entre empresas como las agroalimentarias o el transporte, mientras que el segundo puede interpretarse como “un impuesto a la informalidad”. Estas novedades, de serlo, pueden tener implicaciones importantes para incrementar la tributación entre quienes tradicionalmente pagan menos de lo que deben (los elusivos), y entre quienes jamás declaran su ingresos y menos pagan sus impuestos (los evasores). Más allá del contenido específico de la propuesta, el éxito o el fracaso de la negociación de esta reforma marcara sin duda el rumbo del sexenio calderonista en uno de los aspectos cruciales de la economía y la política mexicana. Los diputados tienen la palabra.
Paradojas perredistas
El 1 de julio el PRD, el FAP y la Convención Democrática Nacional revivieron la mítica derrota del López Obrador con una marcha y mitin en el Zócalo, mientras que en tres entidades de la república (Chihuahua, Durango y Zacatecas) se efectuaban elecciones locales. El cuadro de ese domingo es sintomático de lo que ocurre a esa franja de la izquierda mexicana realmente existente. Mientras que miles de seguidores de AMLO se reunían en el Zócalo para celebrar un recuerdo, un ritual y un compromiso, en los tres estados en donde se efectuaban las elecciones ocurría un desplome electoral del PRD y sus aliados en las elecciones locales. En Chihuahua, dominada por un gobernador priista, ese partido ganaba 49 de 69 alcaldías y retenía la mayoría del Congreso local, mientras que el PRD no lograba ganar una sola diputación de mayoría relativa; en Durango el priismo arrasaba en elecciones municipales y diputaciones locales, mientras que el PRD se confirmaba como una fuerza marginal: no ganó un solo distrito y sólo logró un triunfo municipal. Zacatecas mostró la factura mayor al PRD: perdió 14 municipios conquistados hace tres años (incluyendo la capital del estado y Fresnillo) y pierde también la mayoría del Congreso local (tiene 3 distritos menos en comparación con el 2004) (Milenio, 5 de julio, 2007).
Los acontecimientos de ese primer domingo de julio mostraron con crudeza y sin eufemismos la gran paradoja perredista. Por un lado, una intensa movilización en su principal bastión político-electoral para reafirmar su presencia nacional y para exigir su lugar en el escenario político. Por el otro, el partido pierde elecciones locales importantes, justo cuando requiere confirmar su proyecto zocaloense con votos y posiciones en todo el país. La reducción del poder de convocatoria del obradorismo parece confirmar lo que varias encuestas señalan en distintos tonos: la pérdida significativa de las simpatías electorales que cosechó AMLO hace un año, y la debilidad organizativa y política del PRD en los espacios locales. Para una izquierda que quiere recuperar el proyecto y el aire popular que la llevó casi al triunfo aquel 2 de julio, estas son señales preocupantes de cara no solamente a lo ocurrido en las tres entidades, sino en la perspectiva de las elecciones federales del 2009, en las que se renovará el congreso.
Blair: el diciembre del decano
Diez años después de asumir la oficina de Downing Street, Tony Blair, el carismático líder laborista deja el puesto, la batuta, los logros económicos y los déficits políticos a su colega Gordon Brown. Una década después de haberse instalado en medio de la fiesta y jolgorio en la silla principal de Primer Ministro, Blair termina políticamente desgastado por el tema de la guerra de Irak, pero deja fortalecido al laborismo como fuerza política dominante en la vieja Albión. La fuerza de una idea –la tercera vía- que sirvió de palanca y combustible para su triunfo electoral y para su despegue internacional, comenzó a extinguirse cuando decidió unirse a Bush y a Aznar para invadir Irak. Las consecuencias terribles para su país con los atentados terroristas en el metro londinense, la creciente oposición internacional y local para mantenerse unido a Bush en Bagdad, mostraron el tamaño de las implicaciones políticas de una decisión cuyas razones nunca quedaron claramente establecidas. En algún momento se despejarán las dudas en torno a esas razones, pero, ya se sabe, “nada es demasiado raro para ser verdad”, como sentenció uno de los personajes de la novela de Below.
El dueño de la sonrisa eterna, capaz de gastar bromas en la punta de un cuchillo, el protector de un crecimiento económico extraordinario, el amigo de Keith Richards y admirador confeso de Van Morrison, cruzó la verja del viejo edifico de Westminster de la mano de su esposa con rumbo a Israel, con la frente en alto, mientras una muchedumbre le reclamaba y le aplaudía al mismo tiempo. Detrás deja un legado de claroscuros, difíciles de interpretar y calibrar, pero que significaron el triunfo sobre el neoliberalismo que revolucionó los cimientos del Welfare State en los años ochenta, bien representado por el viejo tatcherismo. Habrá tiempo y contexto para valorar con justeza el papel de Blair en la política británica, europea y mundial, pero es posible apuntar que bajo su figura la izquierda occidental confirmó las dificultades para configurarse una identidad en un mundo donde, como fue apuntado por Marx y Engels hace siglo y medio, “todo lo sólido se disuelve en el aire”. Crecimiento económico, mercados regulados, prosperidad y bienestar social, pero también fuerza política, capacidad institucional para producir progreso y estabilidad, son parte de los logros innegables del laborismo británico de la era de Blair. Incapacidad para descifrar la ecuación del nuevo terrorismo, resistencia a la plena integración europea, dificultades para diferenciarse y desmarcarse del amigo americano, son parte de su déficit. La izquierda democrática europea y mundial habrá de aprender bien y pronto de las lecciones de un político y su circunstancia, si es que desea no repetir la historia como comedia o, peor, como farsa.
Bombas, terror y cirugía
“Acciones quirúrgicas de hostigamiento” llamó la comandancia general del EPR a las explosiones provocadas en los ductos de PEMEX en Guanajuato y Querétaro ocurridas el 5 y el 10 de julio. “Ejército”, “milicias populares”, que luchan contra el “gobierno ilegítimo” de las “oligarquías”, forman parte de un lenguaje bastante conocido entre la izquierda revolucionaria desde los años sesenta y setenta, y que reaparecieron espectacularmente desde la insurrección neozapatista de 1994 y con el resurgimiento público del Ejército Popular Revolucionario unos años después. La atención mediática y política es el objetivo de estas acciones, más que sus efectividad y potencialidad para conseguir la satisfacción de sus demandas (presentar con vida a dos de sus compañeros), pero lo que vale la pena registrar es el hecho mismo de la existencia de un grupúsculo radical, anclado en los años sesenta, aislado políticamente de la izquierda y de las sociedades y comunidades locales a las que dice proteger o representar.
Una mezcla de paranoia, morbo y espectáculo se adueñó de los titulares de varios medios periodísticos y electrónicos el 11 de julio. A ocho columnas anunciaron el acontecimiento y pusieron micrófonos y cámaras al Presidente, a los comandantes del ejército, al secretario de gobernación, a los dirigentes de partidos. Algunos columnistas recordaron calificativos del pasado (como la de “grotesca pantomima” con que se refirió el exsecretario Chuayfett al EPR, como señaló Ciro Gómez Leyva en Milenio ese mismo día), mientras que en las oficinas de inteligencia del gobierno federal se activaron las alertas rojas disponibles para este tipo de eventos. La izquierda agrupada en el FAP reaccionó condenando los ataques pero al mismo tiempo criticando “el abandono de las instalaciones de PEMEX”. La defensa de las instituciones democráticas, la condena a la violencia, el castigo a los culpables, se adueñaron del discurso oficial de coyuntura. Pero hubo quienes defendieron y justificaron también como “efectos de la guerra sucia” las acciones del grupo armado (Carlos Montemayor, La Jornada, 11/07/07). Estas reacciones dibujan el mapa de las reacciones que configuran también la manera en que se concibe el perfil y las acciones del EPR.
Pero más allá del hecho y las reacciones sorprende lo esencial: que siga existiendo ese grupo y que sea capaz de detonar explosivos en las venas que transportan el combustible del país. Aprisionado en un discurso circular, obsesivo y autocomplaciente, el EPR está condenado a seguir siendo una secta delirante y obsesiva. Pero que el estado mexicano sea incapaz de desactivar e inmovilizar a un grupo criminal, muestra también la fragilidad y los límites de “la fuerza del estado”, como suelen llamar la elite gubernamental a los poderes estatales. Al igual que sucede con el narcotráfico o con los secuestradores, el Estado es incapaz de actuar para dar seguridades esenciales a los ciudadanos y a sí mismo. Bajo el argumento que el mercado y la democracia resolverían todo en algún momento, reaparece de manera estelar el reconocimiento de que el estado importa, y mucho, para enfrentar los desafíos de las tribus, oligarquías, terroristas y delincuentes que han tomado por asalto varias franjas de la vida pública desde hace tiempo, con o sin cirugías.
Adrián Acosta Silva
Las tormentas del verano humedecieron el perfil firmemente barroco de nuestra agitada vida pública. Asuntos como la iniciativa de reforma fiscal presentada por el ejecutivo y sus variadas reacciones políticas, las encrucijadas y desafíos del PRD, el adiós a Tony Blair como Primer Ministro de la Gran Bretaña, y los recordatorios de fuego de que el Ejército Popular Revolucionario aún vive por ahí, habitan parte de la agenda plástica de nuestra vida pública en tiempos nublados. Variadas lógicas, cálculos y razonamientos de los actores políticos se entrecruzan en el campo generalmente fangoso de nuestras arenas públicas, intentando dictar y conducir la agenda, o tratando de bloquear iniciativas y razonamientos. Entre la confusa marea de los problemas de coyuntura, es posible observar la fuerza de viejas estructuras ideológicas, la persistencia de prejuicios enmohecidos, y el triunfo de pragmatismos al mayoreo. Todo, bajo la luz mortecina de las incertidumbres que habitan el mapa político nacional, de fronteras borrosas y dúctiles, y cuyos actores representan fielmente el día a día de la política nacional.
La propuesta fiscal
El 20 de junio, el Secretario de Hacienda entregó a la Cámara de Diputados la propuesta de reforma fiscal que tendrán que discutir, analizar y modificar o aprobar los legisladores en estos meses. Como suele ocurrir en este campo de la acción pública, se trata de una propuesta inevitablemente polémica, producto de las restricciones de la coyuntura y de la estructura política nacional, pero también por ser una iniciativa demasiado modesta para ser considerada como una reforma hacendaria, pero demasiado grande para ser considerada una miscelánea fiscal, digamos, tradicional. Se trata de una propuesta que descansa en cuatro grandes pilares, según lo explicó el Secretario Carstens: a) mejorar sustancialmente el ejercicio del gasto público y la rendición de cuentas; b) establecer las bases de un nuevo federalismo fiscal; c) combatir la evasión y la elusión fiscal; y, d) fortalecer la recaudación de impuestos tributarios (La Jornada, 21 de junio de 2007). El propósito de la reforma es “abatir privilegios” y que “las empresas que no contribuyen lo hagan”.
Las reacciones no se hicieron esperar. Desde el PRD de AMLO sonaron los tambores de guerra para condenar la propuesta y rechazarla sin discutirla (“Cero negociación” afirmó en tono de orden el tabasqueño en el mitin del Zócalo del 1 de julio), mientras que otros sectores del mismo partido ofrecieron analizarla y discutirla (como señaló Amalia García en “La reforma fiscal necesaria”, El Universal, 5/07/07). Desde el sector empresarial una misma vieja canción sonó en los medios (“es una amenaza contra la productividad y el empleo”), y entre analistas y asesores se extendió una sombra de insatisfacción por el tamaño y orientación de las propuestas.
Como apuntó Héctor Aguilar Camín en Milenio (“Astucias recaudatorias”, 26/06/07), existen dos novedades importantes en la propuesta: el impuesto alternativo mínimo (a través del CETU, Contribución Empresarial de Tasa Única), y la iniciativa de gravar los depósitos bancarios de dinero en efectivo mayores a 20 mil pesos. Uno está dirigido hacia lograr una mayor recaudación entre empresas como las agroalimentarias o el transporte, mientras que el segundo puede interpretarse como “un impuesto a la informalidad”. Estas novedades, de serlo, pueden tener implicaciones importantes para incrementar la tributación entre quienes tradicionalmente pagan menos de lo que deben (los elusivos), y entre quienes jamás declaran su ingresos y menos pagan sus impuestos (los evasores). Más allá del contenido específico de la propuesta, el éxito o el fracaso de la negociación de esta reforma marcara sin duda el rumbo del sexenio calderonista en uno de los aspectos cruciales de la economía y la política mexicana. Los diputados tienen la palabra.
Paradojas perredistas
El 1 de julio el PRD, el FAP y la Convención Democrática Nacional revivieron la mítica derrota del López Obrador con una marcha y mitin en el Zócalo, mientras que en tres entidades de la república (Chihuahua, Durango y Zacatecas) se efectuaban elecciones locales. El cuadro de ese domingo es sintomático de lo que ocurre a esa franja de la izquierda mexicana realmente existente. Mientras que miles de seguidores de AMLO se reunían en el Zócalo para celebrar un recuerdo, un ritual y un compromiso, en los tres estados en donde se efectuaban las elecciones ocurría un desplome electoral del PRD y sus aliados en las elecciones locales. En Chihuahua, dominada por un gobernador priista, ese partido ganaba 49 de 69 alcaldías y retenía la mayoría del Congreso local, mientras que el PRD no lograba ganar una sola diputación de mayoría relativa; en Durango el priismo arrasaba en elecciones municipales y diputaciones locales, mientras que el PRD se confirmaba como una fuerza marginal: no ganó un solo distrito y sólo logró un triunfo municipal. Zacatecas mostró la factura mayor al PRD: perdió 14 municipios conquistados hace tres años (incluyendo la capital del estado y Fresnillo) y pierde también la mayoría del Congreso local (tiene 3 distritos menos en comparación con el 2004) (Milenio, 5 de julio, 2007).
Los acontecimientos de ese primer domingo de julio mostraron con crudeza y sin eufemismos la gran paradoja perredista. Por un lado, una intensa movilización en su principal bastión político-electoral para reafirmar su presencia nacional y para exigir su lugar en el escenario político. Por el otro, el partido pierde elecciones locales importantes, justo cuando requiere confirmar su proyecto zocaloense con votos y posiciones en todo el país. La reducción del poder de convocatoria del obradorismo parece confirmar lo que varias encuestas señalan en distintos tonos: la pérdida significativa de las simpatías electorales que cosechó AMLO hace un año, y la debilidad organizativa y política del PRD en los espacios locales. Para una izquierda que quiere recuperar el proyecto y el aire popular que la llevó casi al triunfo aquel 2 de julio, estas son señales preocupantes de cara no solamente a lo ocurrido en las tres entidades, sino en la perspectiva de las elecciones federales del 2009, en las que se renovará el congreso.
Blair: el diciembre del decano
Diez años después de asumir la oficina de Downing Street, Tony Blair, el carismático líder laborista deja el puesto, la batuta, los logros económicos y los déficits políticos a su colega Gordon Brown. Una década después de haberse instalado en medio de la fiesta y jolgorio en la silla principal de Primer Ministro, Blair termina políticamente desgastado por el tema de la guerra de Irak, pero deja fortalecido al laborismo como fuerza política dominante en la vieja Albión. La fuerza de una idea –la tercera vía- que sirvió de palanca y combustible para su triunfo electoral y para su despegue internacional, comenzó a extinguirse cuando decidió unirse a Bush y a Aznar para invadir Irak. Las consecuencias terribles para su país con los atentados terroristas en el metro londinense, la creciente oposición internacional y local para mantenerse unido a Bush en Bagdad, mostraron el tamaño de las implicaciones políticas de una decisión cuyas razones nunca quedaron claramente establecidas. En algún momento se despejarán las dudas en torno a esas razones, pero, ya se sabe, “nada es demasiado raro para ser verdad”, como sentenció uno de los personajes de la novela de Below.
El dueño de la sonrisa eterna, capaz de gastar bromas en la punta de un cuchillo, el protector de un crecimiento económico extraordinario, el amigo de Keith Richards y admirador confeso de Van Morrison, cruzó la verja del viejo edifico de Westminster de la mano de su esposa con rumbo a Israel, con la frente en alto, mientras una muchedumbre le reclamaba y le aplaudía al mismo tiempo. Detrás deja un legado de claroscuros, difíciles de interpretar y calibrar, pero que significaron el triunfo sobre el neoliberalismo que revolucionó los cimientos del Welfare State en los años ochenta, bien representado por el viejo tatcherismo. Habrá tiempo y contexto para valorar con justeza el papel de Blair en la política británica, europea y mundial, pero es posible apuntar que bajo su figura la izquierda occidental confirmó las dificultades para configurarse una identidad en un mundo donde, como fue apuntado por Marx y Engels hace siglo y medio, “todo lo sólido se disuelve en el aire”. Crecimiento económico, mercados regulados, prosperidad y bienestar social, pero también fuerza política, capacidad institucional para producir progreso y estabilidad, son parte de los logros innegables del laborismo británico de la era de Blair. Incapacidad para descifrar la ecuación del nuevo terrorismo, resistencia a la plena integración europea, dificultades para diferenciarse y desmarcarse del amigo americano, son parte de su déficit. La izquierda democrática europea y mundial habrá de aprender bien y pronto de las lecciones de un político y su circunstancia, si es que desea no repetir la historia como comedia o, peor, como farsa.
Bombas, terror y cirugía
“Acciones quirúrgicas de hostigamiento” llamó la comandancia general del EPR a las explosiones provocadas en los ductos de PEMEX en Guanajuato y Querétaro ocurridas el 5 y el 10 de julio. “Ejército”, “milicias populares”, que luchan contra el “gobierno ilegítimo” de las “oligarquías”, forman parte de un lenguaje bastante conocido entre la izquierda revolucionaria desde los años sesenta y setenta, y que reaparecieron espectacularmente desde la insurrección neozapatista de 1994 y con el resurgimiento público del Ejército Popular Revolucionario unos años después. La atención mediática y política es el objetivo de estas acciones, más que sus efectividad y potencialidad para conseguir la satisfacción de sus demandas (presentar con vida a dos de sus compañeros), pero lo que vale la pena registrar es el hecho mismo de la existencia de un grupúsculo radical, anclado en los años sesenta, aislado políticamente de la izquierda y de las sociedades y comunidades locales a las que dice proteger o representar.
Una mezcla de paranoia, morbo y espectáculo se adueñó de los titulares de varios medios periodísticos y electrónicos el 11 de julio. A ocho columnas anunciaron el acontecimiento y pusieron micrófonos y cámaras al Presidente, a los comandantes del ejército, al secretario de gobernación, a los dirigentes de partidos. Algunos columnistas recordaron calificativos del pasado (como la de “grotesca pantomima” con que se refirió el exsecretario Chuayfett al EPR, como señaló Ciro Gómez Leyva en Milenio ese mismo día), mientras que en las oficinas de inteligencia del gobierno federal se activaron las alertas rojas disponibles para este tipo de eventos. La izquierda agrupada en el FAP reaccionó condenando los ataques pero al mismo tiempo criticando “el abandono de las instalaciones de PEMEX”. La defensa de las instituciones democráticas, la condena a la violencia, el castigo a los culpables, se adueñaron del discurso oficial de coyuntura. Pero hubo quienes defendieron y justificaron también como “efectos de la guerra sucia” las acciones del grupo armado (Carlos Montemayor, La Jornada, 11/07/07). Estas reacciones dibujan el mapa de las reacciones que configuran también la manera en que se concibe el perfil y las acciones del EPR.
Pero más allá del hecho y las reacciones sorprende lo esencial: que siga existiendo ese grupo y que sea capaz de detonar explosivos en las venas que transportan el combustible del país. Aprisionado en un discurso circular, obsesivo y autocomplaciente, el EPR está condenado a seguir siendo una secta delirante y obsesiva. Pero que el estado mexicano sea incapaz de desactivar e inmovilizar a un grupo criminal, muestra también la fragilidad y los límites de “la fuerza del estado”, como suelen llamar la elite gubernamental a los poderes estatales. Al igual que sucede con el narcotráfico o con los secuestradores, el Estado es incapaz de actuar para dar seguridades esenciales a los ciudadanos y a sí mismo. Bajo el argumento que el mercado y la democracia resolverían todo en algún momento, reaparece de manera estelar el reconocimiento de que el estado importa, y mucho, para enfrentar los desafíos de las tribus, oligarquías, terroristas y delincuentes que han tomado por asalto varias franjas de la vida pública desde hace tiempo, con o sin cirugías.
La balada del santo y el bebedor
La balada del santo y el bebedor
Adrián Acosta Silva
A la memoria de Manuel Martínez Peláez,
maph histórico y rockero sólido
Como se sabe, buena parte de la educación sentimental de varias de las generaciones de la segunda mitad del siglo pasado ha sido marcada por el rock, sus sonidos y figuras. Desde las canciones que forman el anecdotario de las biografías personales hasta los rituales de adoración que lo colocan como un estilo de vida, el rock no solo puede ser considerado con todo merecimiento como parte importante de la “poesía popular del siglo XX” como señaló alguna vez Allen Gingsberg, sino también como una forma de expresión que ha ordenado o acompañado simbólicamente algunas de las ansiedades y angustias de individuos y sociedades en procesos de cambio.
Pero el rock, como todo en la vida, es también un territorio cruzado por paradojas, tensiones y contradicciones. Tras la amplia y luminosa fachada de la potente industria que se ha edificado bajo el cielo protector de sus actores, espectadores e intermediarios, existen trayectorias y biografías que señalan pasiones e intereses muy diversos. El glamour y la fama propias del espectáculo opacan con frecuencia esa diversidad, cuya riqueza radica no solamente en la variedad de sensibilidades, estilos y voces que la habitan y trascienden, sino también porque constituyen el reflejo de una complejidad estilística y estética que se rebela a los estándares y a la uniformidad propia de los intereses comerciales y mercadotécnicos que impone la industria. Un par de obras recientes, de orígenes, contextos y perspectivas diferentes, sirven, quizá, para ejemplificar lo anterior.
En la agonía de 2006 salieron a la luz pública un par de discos que recogen dos trayectorias paralelas pero contrastantes de la música contemporánea, y que registran rutas distintas de interpretar pasajes e impresiones de la vida contemporánea. An Other Cup, de Yusuf Islam , y Orphans, de Tom Waits, constituyen dos relatos sonoros inconfundiblemente modernos, producto de un par de biografías largas y respetables. Son historias de dos músicos que se acompañan pero nunca se tocan. Dos estados de ánimo, dos formas de lidiar con los demonios públicos y privados, dos estéticas para expresar los tiempos (pos) modernos. El primero es la reaparición estelar del viejo Cat Stevens, un músico de los años setenta que hipnotizó con su guitarra y sus letras a varias generaciones de seguidores. El otro, es la continuación de la larga y sinuosa carrera de Waits, un disco triple dividido en Brawlers, Bawlers & Bastards, esos fantasmas que habitan el universo simbólico del inclasificable autor, cantante y actor de discos memorables como Blood Money (2004), o de cintas como Bajo la Ley, de Jim Jarmusch (1986).
Sólo un año de diferencia marcan los nacimientos de ambos cantantes. Stephen Dimitri Georgiou nació 1948 en Londres, hijo de madre sueca y padre griego. Waits nació un año después, en 1949, pero en California, “en la parte trasera de un taxi, en el aparcamiento del Murphy Hospital, en Pomona”, como suele precisar el mismo Waits. Uno experimentó, desde finales de los años setenta, en la cúspide de su carrera y fama, su conversión al islamismo, para predicar las enseñanzas del Corán desde una mezquita ubicada al sur de Londres. Otro, formado sentimentalmente alrededor de las experiencias y figuras de la generación beat, se adentró en las profundidades de la vida urbana y sus laberintos y callejones, para relatar pequeñas historias desde congales sombríos sobre mujeres, alcohol y pianos borrachos.
Campos verdes, arena dorada
¿Qué explicación hay para que un hombre decida quemar los barcos de su pasado para iniciar una nueva vida? ¿Qué poderosos motivos puede haber para que alguien abandone creencias, hábitos, expectativas y certezas, para cambiarlas por otras radicalmente diferentes? ¿Como mudar de vida y de creencias sin devastadoras consecuencias psicológicas, prácticas o simbólicas? Nadie sabe muy bien que provoca estos comportamientos, pero suelen presentarse con alguna frecuencia entre quienes gozan de alguna forma de fama o prestigio público. Algunos se suicidan, otros deciden cambiar drásticamente sus hábitos, varios se sumen en los sótanos de la depresión y el olvido, y sus abismos y desfiladeros pueden llevar a los hombres a la desesperación, como relató el recientemente fallecido William Styron en su espléndido Esa visible oscuridad.
Cat Stevens es un caso de esos, un tanto extremos y extraños. Agobiado, o hastiado, por el éxito y la fama, y tentado por la pasión religiosa que le ofreció la lectura del Corán durante unas semanas de estar postrado en cama víctima de la tuberculosis, el autor de Peace Train y Hard Headed Woman decidió, a finales de los años setenta, quemar sus barcos personales y musicales para iniciar la búsqueda de la luz y la verdad. Tres décadas después, ofrece a sus fieles (que con todo y sus transformaciones tiene y conserva), An Other Cup, una obra de 11 piezas de orfebrería musical, donde la legendaria destreza guitarrera y pianística de su autor se mezcla con la fe que hoy domina sus creencias. Midday (Avoid City Alter Dark) es la carta de presentación del disco, una canción que pone sobre la mesa la perspectiva de Yusuf Islam, gobernada por las preferencias en torno a niños que juegan en la lluvia y expresa su temor a las tinieblas urbanas. Grabado en Londres, Los Angeles, Estambul y Johannesburgo, participan algunos de sus músicos de los años setenta (Allun Davis, por ejemplo), junto a figuras contemporáneas como Youssou N´Dour (quien, por cierto, también es musulmán).
La reinvención de un par de canciones de sus tiempos de pop-star enlazan el pasado y el presente del exGato: Heaven/Where True Loves Goes (que corresponde a una canción de 1973, Foreigner Suite), y I Think I See the Light (incluida en el magnífico Mona Bone Jakon, de 1970). Además incluye una muy buena versión de Don´t Let Me Be Misundestood, una rola que hiciera famosa Eric Burdon a finales de los años sesenta, y que simboliza una suerte de explicación y corte de caja de Yusuf hacia sus seguidores y detractores. Fiel seguidor de las enseñanzas de Mahoma, adorador de Alá, y músico espléndido, Yusuf Islam representa una vertiente del rock que se rebeló a su modo a la modernidad consumista y a la dictadura del espectáculo para regresar, treinta años después, a un mundo que es al mismo tiempo igual y diferente. Cuando el año pasado el gobierno de Bush le negó la entrada a los E.U y lo regresó de Nueva York a Londres por extraños motivos políticos y de seguridad nacional, Yusuf Islam, con una sonrisa en los labios, declaró discretamente a los medios que no entendía el rechazo. An Other Cup es, quizá, parte de la respuesta que ofrece a quienes hoy le rechazan.
Diálogos de congal
“Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”, afirmó alguna vez Joseph Roth en alusión a un dibujo sobre sí mismo, y es una frase que retrataría muy bien a Tom Waits, el músico, el personaje y la persona. El cantante de voz gutural, acompañado de una acústica distorsionada y sonidos de guitarras viejas, dedicó un tiempo para volver sobre sus pasos y reunir 54 canciones distribuidas en tres discos, para ofrecer una espléndida obra habitada por sus nostalgias y alucines privados.
Huérfanos representa una selección, varias decisiones y tres estados de ánimo. Habitado por los fantasmas del sábado por la noche, lleno de frases envenenadas por la ironía y las paradojas de afectos imaginarios o reales, y con un estilo que está a salto de caballo entre Bob Dylan, Joe Cocker y Roy Orbison, el álbum es un muestrario del talento intacto del californiano. Con la voz aguardentosa y el sonido rasposo del piano, el sax y la guitarra, Waits, el crápula que muchos desearíamos ser o haber sido, nos ofrece un muestrario de las canciones que se quedaron en los archivos y en las grabaciones durante los últimos treinta años. Brawlers (“Bravucones”), con LowDown, Walk Away o Road To Peace como estrellas en la frente, es un inventario de calamidades y desvaríos, con optimismos desbordados y pesimismos documentados. “El diablo baila en los bolsillos vacíos”, dice en Lucinda, mientras que en Walk Away el buen Waits se confiesa: “Dejé mi biblia a un lado del camino/ grabé mis iniciales en un viejo árbol muerto/ Voy a irme pero regresaré cuando/ sea el tiempo de desaparecer y comenzar de nuevo”.
Bawlers (“Gritones”) reúne canciones que van de Widow´s Grove hasta una extraña versión de la popular Young at Heart. “¿El Diablo hizo el mundo/ Cuando Dios estaba durmiendo?, se pregunta en Little Drop of Poison, mientras que en Down There By The Train sentencia, desde la solidez de la sombras: “Puedes escuchar el silbato, puedes escuchar la campana/ desde los salones del cielo hasta las puertas del infierno/ y ahí habrá una habitación para el abandonado/ si llegas a tiempo podrás lavar todos tus pecados y tus crímenes”. El personaje que ha construido pacientemente Waits a lo largo de su carrera, exhibe en estas piezas varios de sus rasgos básicos: un lenguaje demoledor, música habitada por clarinetes, sax y guitarras espectrales, ambientes sórdidos, coherencia estética.
Bastards incluye finalmente algunos diálogos de congal, digamos, pequeñas conversaciones y monólogos de Waits con comensales de ocasión y con fans imaginarios, realizados a la sombra bienhechora de un Jack Daniel´s en las rocas, con el sonido lúgubre de un piano que ha conocido mejores tiempos. Con la colaboración constante de su musa y esposa, Kathleen Brennan, la interpretación de textos de Kerouac (Home I´ll Never Be y su clásico On the Road), y de Bukowski (Nirvana), Waits se desenvuelve con soltura en su medio natural: los tragos, la música y los amigos. Con el riesgo de los estereotipos que rodean al personaje de los sábados por la noche que ha construido Waits a lo largo de tres décadas, esta obra revela al músico Tom Waits realmente existente, desbordado, envolvente, provocador.
La música del cielo y el infierno
Es un hecho: Orphans y An Other Cup nunca estarán en las listas del Billboard ni competirán por ningún Grammy. El sonido de la música contemporánea está dominado abrumadoramente por otros estilos, voces y ritmos. Sin embargo, ambas obras representan muy bien la extraña metamorfosis de las voces del pasado, la persistencia que coloca en el presente la sensibilidad de quienes han forjado sus trayectorias desde hace más de treinta años, y que ahora observan los acontecimientos desde el privilegio del crepúsculo. A pesar de los estereotipos, los lugares comunes y las simplificaciones implícitas en torno a las trayectorias de Stevens y de Waits, los discos nos muestran más bien que los oficios de predicador y de notario son los que desarrollan hoy ambos músicos, uno mirando al cielo, otro mirando al suelo. En cualquier caso, esas miradas ofrecen dos fórmulas interpretativas del espíritu de nuestros tiempos.
Adrián Acosta Silva
A la memoria de Manuel Martínez Peláez,
maph histórico y rockero sólido
Como se sabe, buena parte de la educación sentimental de varias de las generaciones de la segunda mitad del siglo pasado ha sido marcada por el rock, sus sonidos y figuras. Desde las canciones que forman el anecdotario de las biografías personales hasta los rituales de adoración que lo colocan como un estilo de vida, el rock no solo puede ser considerado con todo merecimiento como parte importante de la “poesía popular del siglo XX” como señaló alguna vez Allen Gingsberg, sino también como una forma de expresión que ha ordenado o acompañado simbólicamente algunas de las ansiedades y angustias de individuos y sociedades en procesos de cambio.
Pero el rock, como todo en la vida, es también un territorio cruzado por paradojas, tensiones y contradicciones. Tras la amplia y luminosa fachada de la potente industria que se ha edificado bajo el cielo protector de sus actores, espectadores e intermediarios, existen trayectorias y biografías que señalan pasiones e intereses muy diversos. El glamour y la fama propias del espectáculo opacan con frecuencia esa diversidad, cuya riqueza radica no solamente en la variedad de sensibilidades, estilos y voces que la habitan y trascienden, sino también porque constituyen el reflejo de una complejidad estilística y estética que se rebela a los estándares y a la uniformidad propia de los intereses comerciales y mercadotécnicos que impone la industria. Un par de obras recientes, de orígenes, contextos y perspectivas diferentes, sirven, quizá, para ejemplificar lo anterior.
En la agonía de 2006 salieron a la luz pública un par de discos que recogen dos trayectorias paralelas pero contrastantes de la música contemporánea, y que registran rutas distintas de interpretar pasajes e impresiones de la vida contemporánea. An Other Cup, de Yusuf Islam , y Orphans, de Tom Waits, constituyen dos relatos sonoros inconfundiblemente modernos, producto de un par de biografías largas y respetables. Son historias de dos músicos que se acompañan pero nunca se tocan. Dos estados de ánimo, dos formas de lidiar con los demonios públicos y privados, dos estéticas para expresar los tiempos (pos) modernos. El primero es la reaparición estelar del viejo Cat Stevens, un músico de los años setenta que hipnotizó con su guitarra y sus letras a varias generaciones de seguidores. El otro, es la continuación de la larga y sinuosa carrera de Waits, un disco triple dividido en Brawlers, Bawlers & Bastards, esos fantasmas que habitan el universo simbólico del inclasificable autor, cantante y actor de discos memorables como Blood Money (2004), o de cintas como Bajo la Ley, de Jim Jarmusch (1986).
Sólo un año de diferencia marcan los nacimientos de ambos cantantes. Stephen Dimitri Georgiou nació 1948 en Londres, hijo de madre sueca y padre griego. Waits nació un año después, en 1949, pero en California, “en la parte trasera de un taxi, en el aparcamiento del Murphy Hospital, en Pomona”, como suele precisar el mismo Waits. Uno experimentó, desde finales de los años setenta, en la cúspide de su carrera y fama, su conversión al islamismo, para predicar las enseñanzas del Corán desde una mezquita ubicada al sur de Londres. Otro, formado sentimentalmente alrededor de las experiencias y figuras de la generación beat, se adentró en las profundidades de la vida urbana y sus laberintos y callejones, para relatar pequeñas historias desde congales sombríos sobre mujeres, alcohol y pianos borrachos.
Campos verdes, arena dorada
¿Qué explicación hay para que un hombre decida quemar los barcos de su pasado para iniciar una nueva vida? ¿Qué poderosos motivos puede haber para que alguien abandone creencias, hábitos, expectativas y certezas, para cambiarlas por otras radicalmente diferentes? ¿Como mudar de vida y de creencias sin devastadoras consecuencias psicológicas, prácticas o simbólicas? Nadie sabe muy bien que provoca estos comportamientos, pero suelen presentarse con alguna frecuencia entre quienes gozan de alguna forma de fama o prestigio público. Algunos se suicidan, otros deciden cambiar drásticamente sus hábitos, varios se sumen en los sótanos de la depresión y el olvido, y sus abismos y desfiladeros pueden llevar a los hombres a la desesperación, como relató el recientemente fallecido William Styron en su espléndido Esa visible oscuridad.
Cat Stevens es un caso de esos, un tanto extremos y extraños. Agobiado, o hastiado, por el éxito y la fama, y tentado por la pasión religiosa que le ofreció la lectura del Corán durante unas semanas de estar postrado en cama víctima de la tuberculosis, el autor de Peace Train y Hard Headed Woman decidió, a finales de los años setenta, quemar sus barcos personales y musicales para iniciar la búsqueda de la luz y la verdad. Tres décadas después, ofrece a sus fieles (que con todo y sus transformaciones tiene y conserva), An Other Cup, una obra de 11 piezas de orfebrería musical, donde la legendaria destreza guitarrera y pianística de su autor se mezcla con la fe que hoy domina sus creencias. Midday (Avoid City Alter Dark) es la carta de presentación del disco, una canción que pone sobre la mesa la perspectiva de Yusuf Islam, gobernada por las preferencias en torno a niños que juegan en la lluvia y expresa su temor a las tinieblas urbanas. Grabado en Londres, Los Angeles, Estambul y Johannesburgo, participan algunos de sus músicos de los años setenta (Allun Davis, por ejemplo), junto a figuras contemporáneas como Youssou N´Dour (quien, por cierto, también es musulmán).
La reinvención de un par de canciones de sus tiempos de pop-star enlazan el pasado y el presente del exGato: Heaven/Where True Loves Goes (que corresponde a una canción de 1973, Foreigner Suite), y I Think I See the Light (incluida en el magnífico Mona Bone Jakon, de 1970). Además incluye una muy buena versión de Don´t Let Me Be Misundestood, una rola que hiciera famosa Eric Burdon a finales de los años sesenta, y que simboliza una suerte de explicación y corte de caja de Yusuf hacia sus seguidores y detractores. Fiel seguidor de las enseñanzas de Mahoma, adorador de Alá, y músico espléndido, Yusuf Islam representa una vertiente del rock que se rebeló a su modo a la modernidad consumista y a la dictadura del espectáculo para regresar, treinta años después, a un mundo que es al mismo tiempo igual y diferente. Cuando el año pasado el gobierno de Bush le negó la entrada a los E.U y lo regresó de Nueva York a Londres por extraños motivos políticos y de seguridad nacional, Yusuf Islam, con una sonrisa en los labios, declaró discretamente a los medios que no entendía el rechazo. An Other Cup es, quizá, parte de la respuesta que ofrece a quienes hoy le rechazan.
Diálogos de congal
“Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”, afirmó alguna vez Joseph Roth en alusión a un dibujo sobre sí mismo, y es una frase que retrataría muy bien a Tom Waits, el músico, el personaje y la persona. El cantante de voz gutural, acompañado de una acústica distorsionada y sonidos de guitarras viejas, dedicó un tiempo para volver sobre sus pasos y reunir 54 canciones distribuidas en tres discos, para ofrecer una espléndida obra habitada por sus nostalgias y alucines privados.
Huérfanos representa una selección, varias decisiones y tres estados de ánimo. Habitado por los fantasmas del sábado por la noche, lleno de frases envenenadas por la ironía y las paradojas de afectos imaginarios o reales, y con un estilo que está a salto de caballo entre Bob Dylan, Joe Cocker y Roy Orbison, el álbum es un muestrario del talento intacto del californiano. Con la voz aguardentosa y el sonido rasposo del piano, el sax y la guitarra, Waits, el crápula que muchos desearíamos ser o haber sido, nos ofrece un muestrario de las canciones que se quedaron en los archivos y en las grabaciones durante los últimos treinta años. Brawlers (“Bravucones”), con LowDown, Walk Away o Road To Peace como estrellas en la frente, es un inventario de calamidades y desvaríos, con optimismos desbordados y pesimismos documentados. “El diablo baila en los bolsillos vacíos”, dice en Lucinda, mientras que en Walk Away el buen Waits se confiesa: “Dejé mi biblia a un lado del camino/ grabé mis iniciales en un viejo árbol muerto/ Voy a irme pero regresaré cuando/ sea el tiempo de desaparecer y comenzar de nuevo”.
Bawlers (“Gritones”) reúne canciones que van de Widow´s Grove hasta una extraña versión de la popular Young at Heart. “¿El Diablo hizo el mundo/ Cuando Dios estaba durmiendo?, se pregunta en Little Drop of Poison, mientras que en Down There By The Train sentencia, desde la solidez de la sombras: “Puedes escuchar el silbato, puedes escuchar la campana/ desde los salones del cielo hasta las puertas del infierno/ y ahí habrá una habitación para el abandonado/ si llegas a tiempo podrás lavar todos tus pecados y tus crímenes”. El personaje que ha construido pacientemente Waits a lo largo de su carrera, exhibe en estas piezas varios de sus rasgos básicos: un lenguaje demoledor, música habitada por clarinetes, sax y guitarras espectrales, ambientes sórdidos, coherencia estética.
Bastards incluye finalmente algunos diálogos de congal, digamos, pequeñas conversaciones y monólogos de Waits con comensales de ocasión y con fans imaginarios, realizados a la sombra bienhechora de un Jack Daniel´s en las rocas, con el sonido lúgubre de un piano que ha conocido mejores tiempos. Con la colaboración constante de su musa y esposa, Kathleen Brennan, la interpretación de textos de Kerouac (Home I´ll Never Be y su clásico On the Road), y de Bukowski (Nirvana), Waits se desenvuelve con soltura en su medio natural: los tragos, la música y los amigos. Con el riesgo de los estereotipos que rodean al personaje de los sábados por la noche que ha construido Waits a lo largo de tres décadas, esta obra revela al músico Tom Waits realmente existente, desbordado, envolvente, provocador.
La música del cielo y el infierno
Es un hecho: Orphans y An Other Cup nunca estarán en las listas del Billboard ni competirán por ningún Grammy. El sonido de la música contemporánea está dominado abrumadoramente por otros estilos, voces y ritmos. Sin embargo, ambas obras representan muy bien la extraña metamorfosis de las voces del pasado, la persistencia que coloca en el presente la sensibilidad de quienes han forjado sus trayectorias desde hace más de treinta años, y que ahora observan los acontecimientos desde el privilegio del crepúsculo. A pesar de los estereotipos, los lugares comunes y las simplificaciones implícitas en torno a las trayectorias de Stevens y de Waits, los discos nos muestran más bien que los oficios de predicador y de notario son los que desarrollan hoy ambos músicos, uno mirando al cielo, otro mirando al suelo. En cualquier caso, esas miradas ofrecen dos fórmulas interpretativas del espíritu de nuestros tiempos.
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