Wednesday, July 21, 2010
Un trago por Cat Stevens
Estación de paso
Un trago por Cat Stevens
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 22 de julio, 2010.
La geografía sonora del rock contemporáneo está forjada por historias extrañas. Por “contemporáneo” me refiero al que inició a finales de los años sesenta y que se alargó hasta bien entrado el siglo XXI. Las poco más de 4 décadas que cubre el período contienen un conjunto de trayectorias vitales brillantes, de orientaciones sonoras diversas y coloridas, y una zona grisácea cubierta de rutas imprecisas, que configuran un mapa barroco en el que se pueden identificar estilos, grupos y cantantes que han expandido las fronteras del “cantar de los cantares” del siglo XX, como suele denominarle Jaime López al rock de estos años. Así, al lado del panteón de los héroes muertos del rock –Jim Morrison, Jimi Hendrix, Janis Joplin, John Lennon, Kurt Cobain-, permanecen también una colección de desvanecimientos estilísticos y de pequeñas historias de abandono de convicciones sonoras y estéticas, que coexisten con las conversiones espirituales de los que se rebelaron a su manera frente a la dictadura del negocio musical en que terminó convertida una buena parte de la producción, distribución y consumo de grupos y cantantes del género.
Una de esas célebres conversiones está representada por la figura de Cat Stevens. Nacido en Londres el 21 de julio de 1948, Steven Demetre Georgiou (el verdadero nombre del Gato) es hijo de madre sueca y padre greco-chipriota. Convertido por méritos propios en miembro distinguido del star-system rockero en los primeros años setenta, hacia finales de esa década decidió cambiar de nombre, de vida y de hábitos para convertirse en el musulmán Yusuf Islam, establecerse en una mezquita londinense, adoptar a decenas de niños para formarlos en esa religión, y dedicarse a promover por todo el mundo las enseñanzas de Alá y los mensajes del Corán. Las generaciones que crecieron escuchando Wild World, Father and Son, o Hard Headed Woman, presenciaron con cierto asombro el proceso de conversión de su ídolo, de su fuga hacia la búsqueda de la luz espiritual, aunque nunca dejaron de comprar y escuchar sus discos como Cat Stevens. Back to Earth , de 1978, fue su último disco grabado con ese nombre, con lo que se cerraba un ciclo como gran estrella pública , y se iniciaba otro como discreto creyente privado.
En la década de los ochenta y noventa no se supo más del buen Gato. Sin embargo, la condena a muerte del Ayatollah Jomeini al escritor inglés Salman Rushdie por su libro Versos satánicos, y la guerra del Golfo iniciada por el Presidente Bush padre a principios de los años 90 invadiendo la Irak de Sadam Hussein, trajeron nuevamente al ámbito público la voz y la figura del cantante y compositor de obras emblemáticas del folck-rock como Mona Bone Jackon, o Tea for the Tillerman (ambas de 1970). Los medios recogieron las impresiones de Stevens apoyando la condena al libro de Rushdie (aunque no estaba de acuerdo con la sentencia del Ayatollah), o condenando la invasión de los infieles occidentales a una nación musulmana como Irak (aunque reconocía los crímenes de Hussein). De pronto, decenas de irritados adultos norteamericanos o ingleses salieron a las calles para destrozar los discos de Stevens, y para renunciar a la devoción que en los años de su juventud profesaban a sus canciones. El sueño, otra vez, había terminado.
No fue sino hasta 2006 cuando Yusuf Islam reapareció con un nuevo disco bajo el brazo: An Other Cup, en el que muestra que el talento de un compositor excepcional se conservaba intacto. Más recientemente, en el 2009, con Roadsinger, el hoy sesentón Cat Stevens volvió a mostrar una obra cuidadosamente trabajada con manos de orfebre, dominada por guitarras, piano y sax, y con los ecos místicos de sus convicciones musulmanas. En los últimos años, ha hecho presentaciones con conciertos en diversos lugares de Londres, Nueva York o Montreal, como el que hizo en 2007 en el homenaje al fallecido Jim Capaldi (exmúsico de la banda Traffic, liderada por Steve Winwood), con una versión extraordinaria de la canción Man With No Country, del propio Capaldi. Estos registros muestran que el cambio de piel que experimentó Cat Stevens hace tres décadas, no eliminó al músico brillante que se conserva bajo el nombre de Yusuf Islam. Y quizá más aún: que bajo las creencias y la fe de un musulmán de orígenes múltiples, permanece un cantante gobernado por los impulsos de un talento irrenunciable.
Tuesday, July 06, 2010
El Estado y las tribus
El Estado y las tribus
Adrián Acosta Silva
(Texto publicado en sección “Debate”, del periódico “Mural”, Guadalajara, Jal., 4 de julio de 2010.)
El asesinato del candidato a gobernador tamaulipeco confirma a la violencia como uno de los grandes temas de la agenda pública nacional de una coyuntura que a fuerza de sangre y balas ya se volvió ciclo. Por el modo, el tiempo y el contexto, la ejecución del político priista es un asunto que coloca al límite la funcionalidad de las instituciones democráticas y la fortaleza o debilidad de los cambios experimentados en los últimos 20 años. El discurso y las prácticas contra la violencia que hemos atestiguado bajo la cruzada calderonista contra la delincuencia, no parece tener los efectos deseados, sino justamente efectos contra-intuitivos, no deseados o francamente perversos: la creación de un clima de confrontación y guerra con desenlaces fatales y potencialmente corrosivos de la vida política nacional.
¿Qué explica la fuerza que ha adquirido en los últimos años la delincuencia organizada - especialmente la derivada del narcotráfico- en la esfera pública del país? En realidad no se sabe muy bien, en primer lugar porque no es clara la magnitud de la presencia de estos grupos en las diversas actividades económicas, las estructuras políticas y las prácticas sociales. Ello no obstante, para el oficialismo panista, la “acción de los violentos” (como le gusta decir a los funcionarios de ocasión) es una efecto defensivo contra las acciones del gobierno federal. Esta hipótesis heroica trata de explicar, y justificar, la violencia legítima del Estado contra los poderes fácticos del narco y el crimen organizado. Sin embargo, los hechos muestran un par de cosas inquietantes y al parecer estrechamente relacionadas. La débil fuerza del Estado asociada a la creciente impunidad de los grupos delincuenciales. En otras palabras, la beligerancia policiaca y militar del gobierno es directamente proporcional al grado de impunidad de los poderes criminales que hoy tienen capturados territorios completos de la vida económica, social y política del país.
Si bien es cierto el hecho de que sólo la acción del Estado puede enfrentar y contener la acción de los criminales, también es un hecho que el desvanecimiento de la presencia del Estado en múltiples actividades y espacios de la vida pública ha propiciado la aparición de poderes alternativos y crecientemente influyentes en varios municipios y estados del país. Con estructuras de seguridad caracterizadas por bajos salarios, poca capacidad institucional, confusión en términos de coordinación y de operación policiaca e inteligencia criminal, las posibilidades de generar prácticas de impunidad que superan el costo de pagar por los delitos cometidos se ha impuesto en las aguas heladas del cálculo egoísta de los asesinos.
El desplazamiento de la violencia hacia los centros nerviosos de la política electoral coloca una perspectiva ominosa sobre la democracia mexicana realmente existente. El propósito de la violencia es intimidar, proveer de una imagen de miedo y riesgo a las actividades políticas que son por naturaleza públicas, incrementar la sensación de que todo lo sólido se desvanece en el aire. La delincuencia homicida también tiene sus rituales y sus rutinas, y parte de ellas no solamente consisten en ejecutar políticos, funcionarios, periodistas o ciudadanos, sino también llamar la atención pública sobre sus actos, sus motivaciones, sus chantajes.
Ello explica el hecho de que el discurso de las condenas, la indignación moral, las lamentaciones y los pésames al mayoreo se han instalado en el discurso habitual de las autoridades federales, estatales y municipales. Y eso en sí mismo es ya un síndrome preocupante de las limitadas capacidades del poder público, que ya forma parte de las rutinas esperadas por los depredadores. Las palabras también llegan a erosionarse y a perder fuerza y significado práctico. Por incapacidad, por corrupción, por cálculo, por efectos perversos o no deliberados, la criminalidad es una bestia indomable en las condiciones actuales. Y ya no importa tanto como, cuando y porqué llegamos aquí. Eso es tarea, quizá, de historiadores, sociólogos o antropólogos. Lo que importa es cómo diablos salimos de ella. Lo que hemos visto es que ahora, mal y tarde, se hacen llamados patrióticos para formar acuerdos políticos de unidad cuando las políticas de seguridad jamás se asentaron en una deliberación cuidadosa de sus alcances y costos. Es la hora del balance y las rectificaciones. De otro modo, el paisaje mexicano de estos años malditos recordará las palabras de Don Manuel Azaña, el último presidente republicano español antes del franquismo, cuando observaba con asombro la pérdida de las capacidades cohesivas de la política y de las instituciones democráticas de su tiempo: “Cuando desaparece el Estado, reaparecen las tribus”.
Adrián Acosta Silva
(Texto publicado en sección “Debate”, del periódico “Mural”, Guadalajara, Jal., 4 de julio de 2010.)
El asesinato del candidato a gobernador tamaulipeco confirma a la violencia como uno de los grandes temas de la agenda pública nacional de una coyuntura que a fuerza de sangre y balas ya se volvió ciclo. Por el modo, el tiempo y el contexto, la ejecución del político priista es un asunto que coloca al límite la funcionalidad de las instituciones democráticas y la fortaleza o debilidad de los cambios experimentados en los últimos 20 años. El discurso y las prácticas contra la violencia que hemos atestiguado bajo la cruzada calderonista contra la delincuencia, no parece tener los efectos deseados, sino justamente efectos contra-intuitivos, no deseados o francamente perversos: la creación de un clima de confrontación y guerra con desenlaces fatales y potencialmente corrosivos de la vida política nacional.
¿Qué explica la fuerza que ha adquirido en los últimos años la delincuencia organizada - especialmente la derivada del narcotráfico- en la esfera pública del país? En realidad no se sabe muy bien, en primer lugar porque no es clara la magnitud de la presencia de estos grupos en las diversas actividades económicas, las estructuras políticas y las prácticas sociales. Ello no obstante, para el oficialismo panista, la “acción de los violentos” (como le gusta decir a los funcionarios de ocasión) es una efecto defensivo contra las acciones del gobierno federal. Esta hipótesis heroica trata de explicar, y justificar, la violencia legítima del Estado contra los poderes fácticos del narco y el crimen organizado. Sin embargo, los hechos muestran un par de cosas inquietantes y al parecer estrechamente relacionadas. La débil fuerza del Estado asociada a la creciente impunidad de los grupos delincuenciales. En otras palabras, la beligerancia policiaca y militar del gobierno es directamente proporcional al grado de impunidad de los poderes criminales que hoy tienen capturados territorios completos de la vida económica, social y política del país.
Si bien es cierto el hecho de que sólo la acción del Estado puede enfrentar y contener la acción de los criminales, también es un hecho que el desvanecimiento de la presencia del Estado en múltiples actividades y espacios de la vida pública ha propiciado la aparición de poderes alternativos y crecientemente influyentes en varios municipios y estados del país. Con estructuras de seguridad caracterizadas por bajos salarios, poca capacidad institucional, confusión en términos de coordinación y de operación policiaca e inteligencia criminal, las posibilidades de generar prácticas de impunidad que superan el costo de pagar por los delitos cometidos se ha impuesto en las aguas heladas del cálculo egoísta de los asesinos.
El desplazamiento de la violencia hacia los centros nerviosos de la política electoral coloca una perspectiva ominosa sobre la democracia mexicana realmente existente. El propósito de la violencia es intimidar, proveer de una imagen de miedo y riesgo a las actividades políticas que son por naturaleza públicas, incrementar la sensación de que todo lo sólido se desvanece en el aire. La delincuencia homicida también tiene sus rituales y sus rutinas, y parte de ellas no solamente consisten en ejecutar políticos, funcionarios, periodistas o ciudadanos, sino también llamar la atención pública sobre sus actos, sus motivaciones, sus chantajes.
Ello explica el hecho de que el discurso de las condenas, la indignación moral, las lamentaciones y los pésames al mayoreo se han instalado en el discurso habitual de las autoridades federales, estatales y municipales. Y eso en sí mismo es ya un síndrome preocupante de las limitadas capacidades del poder público, que ya forma parte de las rutinas esperadas por los depredadores. Las palabras también llegan a erosionarse y a perder fuerza y significado práctico. Por incapacidad, por corrupción, por cálculo, por efectos perversos o no deliberados, la criminalidad es una bestia indomable en las condiciones actuales. Y ya no importa tanto como, cuando y porqué llegamos aquí. Eso es tarea, quizá, de historiadores, sociólogos o antropólogos. Lo que importa es cómo diablos salimos de ella. Lo que hemos visto es que ahora, mal y tarde, se hacen llamados patrióticos para formar acuerdos políticos de unidad cuando las políticas de seguridad jamás se asentaron en una deliberación cuidadosa de sus alcances y costos. Es la hora del balance y las rectificaciones. De otro modo, el paisaje mexicano de estos años malditos recordará las palabras de Don Manuel Azaña, el último presidente republicano español antes del franquismo, cuando observaba con asombro la pérdida de las capacidades cohesivas de la política y de las instituciones democráticas de su tiempo: “Cuando desaparece el Estado, reaparecen las tribus”.
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