Estación de paso
La autoridad del fracaso
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 16 de agosto, 2012.
Las recién concluidas Olimpiadas de Londres, con la majestuosidad de sus espectáculos, sus récords, el medallero, las grandes y pequeñas hazañas de sus deportistas, las emociones que sólo dan las competencias entre individuos, equipos y países, pueden ser un pretexto adecuado para mirar como la ideología del éxito ha calado hondo en la imaginación y en muchas de las prácticas de las sociedades modernas. Está también el asunto de la política y de los negocios, de la mercantilización salvaje de los deportes y de los deportistas profesionales y amateurs, de la gran fiesta de la publicidad y del capitalismo deportivo. Pero de eso se puede hablar de manera independiente. Lo que aparece como relevante aunque poco apreciado es algo que puede ser visto como el lado oscuro de los juegos: el papel del fracaso.
La ideología del éxito posee, como se sabe, la flexibilidad del mármol. Supone que los individuos, los grupos, las empresas, los países compiten todo el tiempo entre sí, y sólo sobreviven los que son más hábiles, los más capaces, los más preparados, pertinentes u oportunistas. Una amplia oferta de esa ideología puede encontrarse en las estanterías de cualquier Sanborns, en los revisteros de los aeropuertos, o en los stands de cualquier Feria de Libro municipal, nacional o internacional que se visite. Ese sentido de competencia, se supone, está en la base del progreso y la prosperidad, el enriquecimiento, el liderazgo individual o colectivo. La cumbre de esta forma particular del pensamiento único son las competencias deportivas, con toda la parafernalia que las acompaña. Y son los deportistas los que recogen y expresan la presión ubicua del éxito, del triunfo, de obtener reconocimientos y medallas, que luego pueden volverse contratos de exclusividad con marcas de ropa deportiva, la promoción de refrescos o automóviles, el inicio de una carrera como comentarista deportivo en radio, televisión o medios impresos.
Y sin embargo, el éxito suele ser pobre, azaroso, improbable o imposible, justo como sucede en la vida misma, más allá de los estadios y de los mercados. Lo que predomina de manera absoluta es el fracaso, esa fuente legítima de autoridad de la que hablaba Fitzgerald. Y los individuos, los grupos y las sociedades lidian permanente con distintas maneras de sobrellevar el fracaso, de amortiguar sus efectos, de proporcionar esperanzas de que no todo está perdido, que la vida no se juega en un volado, es decir, en un acto fallido, en un fracaso.
Justo ese tema alimenta poderosamente a la literatura, al cine o a la música. El mundo de los perdedores, de los fracasados, es una fuente de inspiración tan potente como una droga. De Bukowski a McCarthy, de Robert Musil a Joseph Roth y de Borges a Rushdie, de Bob Dylan o Bruce Springsteen a Nick Cave, de Buñuel a Polanski o a Woody Allen, el fracaso es el objeto de narrativas inquietantes, divertidas, descarnadas, a veces convulsivas. Justo por estos días, por ejemplo, circula ya el último libro del escritor catalán Enrique Vila-Matas, cuya trama central es justamente la historia de un congreso internacional sobre el fracaso, en la que uno de sus personajes es un documentalista que trabaja en crear una película de la cual solo tiene el título: “Archivo General del Fracaso”. A manera de ensayo, presenta una ponencia que aspira a representar el fracaso total de un escritor y de un individuo: terminar su lectura con un auditorio vacío, donde la indiferencia y el aburrimiento han ahuyentado a los pocos asistentes.
Esta autoridad que sólo proporciona el fracaso ha tratado de ser exorcizada por los sacerdotes de la ideología del éxito. De hecho, suele ser una invocación incómoda y perturbadora para quienes han hecho de la adoración del triunfo y la condena de los perdedores una práctica habitual. Y sin embargo, como muestra la novela Aire de Dylan, de Vila-Matas, el fracaso es una práctica digna, un remedio contra el activismo desmesurado y contra las expectativas imposibles, propio de “indiferentes sin fisuras e ideólogos de la desgana”, como aspira a ser considerado Vilnius, el personaje central de la novela.
Ahora que aún resuenan los ecos olímpicos, con sus pocas victorias y muchísimas derrotas, el fracaso es el invitado incómodo de la fiesta, el demonio en el convento. A la ideología del éxito habría que oponer en estos casos la ideología del fracaso como elogio de los perdedores, de las fallas humanas y del imperio del sentido común. No tiene el glamour de la fama ni de la victoria, ni atrae la atención de los publicistas de ocasión, pero posee, en cambio, el poder de la amargura, del desencanto, que bien pueden disfrutarse en la penumbra de cualquier ventana con una taza de café y un buen libro a la mano, escuchando alguna canción con el requinto lúgubre de Neil Young como música de fondo.
Wednesday, August 15, 2012
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