Monday, August 26, 2013
La república invisible
Estación de paso
La república invisible
Adrián Acosta Silva
Como sucede puntualmente en cada ciclo escolar desde hace ya demasiados años, la publicación de las listas de admitidos para ingresar a estudiar alguna carrera en las universidades públicas generó malestar, descontento e indignación entre aquellos que no pudieron aparecer en las listas. El resultado es lo que hoy vemos en el DF o en Oaxaca: movimientos estudiantiles de protesta por el hecho, que reclaman al gobierno y a las autoridades universitarias modificar las políticas de admisión, ampliar el cupo en las universidades, eliminar las barreras de exclusión (o criterios de selección) a los miles de solicitantes que no alcanzan los puntajes mínimos requeridos para inscribirse en las opciones de su preferencia. Es un hecho extraño y triste. El fenómeno tiene su origen, su historia y sus complejidades, pero, como ocurre en otros casos de la vida social, también forma parte de lo que puede denominarse como parte de la república invisible, ese conjunto de prácticas, de acciones, de sonidos, símbolos y significaciones que ordenan los comportamientos sociales dentro y en los alrededores de las instituciones.
La organización del reclamo es por supuesto un acto político, que intenta incidir en la gestión de una solución satisfactoria en el corto plazo. En las próximas semanas veremos que sucede, pero se puede anticipar que no pasará más de lo que vemos hoy: movilizaciones callejeras, declaraciones bien intencionadas, instalación de alguna mesa de diálogo, en el extremo, toma de instalaciones como en la UABJO. Pero lo que quizá vale la pena tratar de identificar es qué tipo de factores inciden en la recurrencia del fenómeno, las causas de su potente instalación en el paisaje socioeducativo nacional, las raíces profundas del mal. Después de todo, ello forma parte de una paradoja maestra de la república invisible en el terreno de la educación superior mexicana: mientras que gobierno, especialistas, empresarios, partidos políticos y autoridades universitarias reconocen la necesidad de incrementar el número de jóvenes que ingresan a la educación superior como un mecanismo estratégico para elevar la productividad, competir en la economía del conocimiento, mejorar la calidad de la democracia mexicana, o para impulsar la cohesión y la movilidad social, al mismo tiempo se confirma la imposibilidad de que se amplíe indiscriminadamente (es decir, sin restricciones) el acceso a la educación superior universitaria, bajo consideraciones de que ello significaría sacrificar la calidad de la selección meritocrática. En otras palabras, queremos aumentar el número de jóvenes universitarios (la cantidad) pero al mismo tiempo solo deseamos que ingresen los mejores, los más calificados (la calidad).
El problema ha intentado ser resuelto, razonablemente, con la diversificación de la oferta pública en el nivel superior. Desde hace por lo menos dos décadas, se ha impulsado desde el gobierno la creación de nuevas instituciones de educación superior que enriquezcan el menú de la oferta para los estudiantes universitarios y sus familias. Ahí están los cientos de universidades e institutos tecnológicos federales y estatales, que ofrecen carreras técnicas y profesionales de ciclos cortos, que anuncian vinculación casi instantánea con mercados labores específicos, que se adaptan, dicen, a las necesidades de la demanda con adecuaciones de la oferta. También están las opciones virtuales que con entusiasmo insuperable promueven autoridades universitarias y gobiernos locales, como la verdadera solución a los males de la admisión: son de bajo costo, flexibles, que inducen al autoaprendizaje, montadas en plataformas tecnológicas modernísimas, que ofrecen un nuevo mundo de posibilidades para la formación universitaria. Y detrás de esa cruzada por desincentivar la atracción de las universidades públicas entre los egresados del nivel medio superior, está también el florecimiento espectacular de la educación superior privada, sobre todo la de bajo costo y escalas pequeñas, que han logrado conformar un mercado que suele alimentarse rutinariamente de los ejércitos de rechazados que no logran alcanzar un sitio en las universidades públicas.
Pero los resultados de estos esfuerzos de diversificación no han sido satisfactorios. Según datos oficiales, a nivel nacional 8 de cada 10 egresados de alguna prepa logra ingresar a alguna modalidad de educación superior (lo que se denomina el la jerga tecno-burocrática educativa “tasa de absorción”), aunque esta tasa promedio varía considerablemente en los estados del país. Pero de cada 10 ingresan, 4 están en alguna universidad pública tradicional, 3 en otra opción publica, y 3 en alguna institución privada. Eso es la distribución de la matrícula realmente existente, es decir la que fue aceptada luego de cierto proceso de selección. El asunto de fondo es saber cuánto de esa distribución es producto de la resignación, cuánto es el resultado de una selección deliberada, cuántos deciden aplazar su selección, y cuánto es el total de estudiantes que renuncia a cursar definitivamente alguna carrera en su vida. Aquí no tenemos más que especulaciones y vaguedades nacionales, amontonadas junto a historias sociales e individuales, regionales y locales, que esperan ser analizadas por alguien. Pero si se calcula que sólo 3 de cada 10 estudiantes logran ser aceptados en las universidades públicas, eso significa que acaso 5 o 6 de cada 10 estudiantes están inscritos en una institución no universitaria, pública o privada, porque no les quedó otra opción. Y esto representa problemas de desempeño académico, de expectativas personales, de entusiasmos individuales, de compromiso institucional.
Ante el paisaje, las universidades públicas se han transformado silenciosamente en universidades de élite, no populares, en la que sólo los mejores, muy pocos, logran ingresar. En eso nos parecemos mucho a las universidades públicas brasileñas, que experimentan el fenómeno desde mucho antes que nosotros. Esta zona de nuestra república invisible es una postal triste y poderosa de nuestra vida pública. Más aún: es una fotografía extraña, que causa la impresión de que algo está mal en el retrato. Es una sensación incómoda, de algo que no corresponde a la realidad, que bien puede ser acompañada por una canción de ese título, hoy olvidada, del viejo León de Belfast, Van Morrison. Claro: él se refería a otra cosa.
Thursday, August 01, 2013
JJ Cale: un pez de aguas profundas
Estación de paso
JJ Cale: ese pez de aguas profundas
Adrián Acosta Silva
They call me the breeze
I keep blowing down the road
I ain´t got me nobody
I ain´t carryin´ no load
JJ Cale, Call Me the Breeze, 1971
El fallecimiento de JJ Cale (1938-2013) el pasado 26 de julio justo a la hora del crepúsculo, fue un acontecimiento azaroso y sorpresivo, pero digno de la vida misma del sobrio guitarrista de Oklahoma: discreto, prudente, sin estridencias ni discusiones. Dueño de una obra parca pero extendida a lo largo de más de medio siglo, la música de Cale iluminó el mundo rockero de la segunda mitad del siglo XX con la exactitud de una guitarra más cercana a la mansedumbre que a la rebeldía, serena y reflexiva. Sin intenciones grandilocuentes ni ambiciones desmesuradas, Cale fue un artesano minimalista que ayudó a reconstruir parte de los senderos y rutas que habitan el mapa de las sonoridades contemporáneas, alimentando con el potente combustible de sus intuiciones una dilatada carrera que influyó decisivamente en las trayectorias de Ry Cooder, de Robbie Robertson y Levon Helm, de Mark Knopfler, de Leon Russell, de Eric Clapton, de Neil Young.
Como todo ermitaño que se respete, Cale fue un músico que prefirió siempre la soledad y el aislamiento que la fama o la fortuna. Como relata de manera oportuna Sergio Monsalvo en “JJ Cale: el hombre que vino del polvo” (publicado en el blog de música de de la revista Nexos, 27/07/2013, www.nexos.com.mx), la educación sentimental del oriundo de Oklahoma City se alimentó originalmente de la crisis provocada a finales en los años treinta por la sequía, el polvo y el “viento negro” del medio oeste norteamericano. Quizá eso explica sus hábitos gregarios, su preferencia por la seguridad de los lugares apartados y escondidos. Poseedor de un estilo ecléctico, curtido lentamente entre las aguas del blues, el sonido rockabilly, el folck sureño y el country del medio oeste, Cale fue un story-teller destacado, cuyas letras y ritmos lograron la producción de piezas magistrales como After Midnight o Cocaine, que luego popularizara con éxito Eric Clapton hacia finales de los años setenta.
A lo largo de más de 50 años Cale grabó una veintena de discos en solitario. Era un pez de aguas profundas, capaz de deslizarse entre varios géneros sin perder el estilo. Dueño de un pulso inigualable con la guitarra, sus dedos expertos extraían notas y sonidos puros pero lentos, relajados, capaces de atrapar la atención tanto de los espectadores laicos como de los colegas consagrados. Cooder y Knopfler se referían a él como el verdadero dios de todas las guitarras, el hombre que vestido con Levis y camisas a cuadros representaba con lucidez y profundidad la sonoridad de la música Cajun, esa mezcla extraña de guitarras rítmicas y letras de blues con el inconfundible sabor terroso del desierto y las aguas lodosas del sur de Louisiana.
Creador del Tulsa Sound pero enemigo de toda clase de etiquetas, Cale poseía un estilo “indecible”, como lo describió Neil Young en sus memorias publicadas el año pasado, donde su obra era un “híbrido extraño”, que no era folck, ni blues, ni rock and roll, “sino algo por ahí en el medio”, según afirmó Clapton en una entrevista hace tiempo. En la última década de su vida, la fascinación por su música sólo era compartida por un pequeño grupo de iniciados, dado que desde los años ochenta Cale vivía en la sólida comodidad del anonimato, aunque seguía componiendo canciones en la intimidad de su estudio personal, y tocando aisladamente en algunos lugares de California, padeciendo dificultades económicas, viviendo entre los polvos de viejos lodos de la crisis, su compañera inseparable. Es en este contexto que Clapton invitó a Cale en el 2006 a grabar juntos un álbum (The Road to Escondido), que colocó nuevamente a Cale en la gran mesa del conocimiento público, un álbum espléndido inundado por las guitarras de dos de los virtuosos más importantes de la música contemporánea. Eso hizo declarar a Cale que, de no haber sido por su amigo Eric, “él estaría vendiendo zapatos en algún lado”.
En los tiempos de esas brujerías tecnológicas que representan You Tube y los buscadores de internet, las canciones e interpretaciones de Cale pueden encontrarse rápidamente, y vale la pena asomarse a cualquiera de sus clips para descubrir la magia de la música que el norteamericano compuso a lo largo de su vida. La figura de un hombre flaco y desgarbado aparecerá en la mayor parte de las veces con imágenes borrosas, de mala resolución, tomadas al azar por algún fanático en alguno de los pocos conciertos que solía ofrecer en los Estados Unidos. Ello no obstante, esas imágenes y sonidos son suficientes para apreciar la calidad de uno de los virtuosos anónimos más célebres de la historia del rock, que fue seducido, entre otras cosas, por los burdeles de Tijuana, las carreteras secas de Durango, o los placeres indómitos del alcohol, el abandono y el desamor.
Quizá JJ Cale representa, junto con la literatura de su contemporáneo Cormac McCarthy, la estética del desierto, ese cálido soplido del viento polvoriento que conserva el olor de las cosas que se desvanecen, pero es también una música que acaso produce una cómoda sensación de nostalgia del futuro. El hombre con la guitarra en la mano, tocando Travelin´ Light, o Cajun Moon, o Call Me the Breeze, o Danger, que narra historias breves con la discreta elegancia de un hombre sabio, acostumbrado a ver pasar la vida bajo la sombra protectora de una cabaña desvencijada, que acompaña el tiempo con una cerveza fría, mirando a lo lejos cómo se oculta el sol del verano entre los matorrales, las dunas y lo chaparrales que conforman el paisaje ocre y seco de un desierto infinito.
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