Friday, February 13, 2015
Certezas estadísticas y falsos amaneceres
Estación de paso
La educación superior en América Latina: certezas estadísticas y falsos amaneceres.
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus Milenio, 12/02/2015)
Acaba de ser publicado por la Comisión Económica Para América Latina y El Caribe (la CEPAL), el Anuario Estadístico de América Latina y El Caribe 2014. Como cada año, este documento es importante pues registra un conjunto organizado de datos que muestran la trayectoria económica, social y demográfica de la región y de cada uno de los países que la integran. Con una serie de datos que se originan en el año 2000, esta información permite apreciar, desde cierta perspectiva y con las limitaciones propias de las estadísticas, la evolución de algunos indicadores estratégicos del desarrollo, o el subdesarrollo, latinoamericano y caribeño. El tema educativo es uno de los temas obligados del Anuario. Y vale la pena detenerse un poco en algunas cifras que nos aproximan a la complejidad de nuestros logros y desafíos.
La transición demográfica y la desigualdad económica son dos factores que influyen directamente en la configuración de los comportamientos educativos de la población general. Respecto del primero, es importante resaltar que aunque se ha mantenido baja la tasa de crecimiento demográfica entre 2000 y 2014 (alrededor del 1.1% en la región), la presión de una población que se incrementa en varios miles o millones sobre la educación sigue siendo muy alta. Si en el año 2000 había un poco más de 526 millones de habitantes, hacia el 2015 se estima en 630 millones, es decir, en tres lustros se han agregado más de 100 millones de habitantes a la población latinoamericana y caribeña. De seguir esta tendencia, se estima también que para el año 2020 seremos 661 millones, para el 2025, 691, y para el 2030, poco más de 716 millones de habitantes en la región.
En esta dinámica de incremento global de la población destaca, sin lugar a dudas, la marca profunda de la transición demográfica que lo expertos ya habían detectado desde los años noventa del siglo pasado. Muy rápidamente, la población infantil tiende a disminuir y la población joven y adulta a aumentar su presencia absoluta y relativa. Es el conocido proceso de “envejecimiento poblacional”. El grupo etario de 0 a 14 años disminuye y se incrementa el de 15-34 años. Sin embargo, se calcula que este último grupo comience un lento declive hacia el año 2020, y sea mucho más pronunciado hacia el 2030. Esto, por supuesto, tiene enormes implicaciones en la configuración de la demanda hacia el sistema educativo inicial, básico y, sobre todo, medio y superior.
Pero son los factores de la desigualdad en el ingreso los que se combinan con los factores demográficos para producir los fenómenos asociados a la equidad en el acceso educativo. Y los datos del Anuario confirman también los hallazgos que economistas y sociólogos han encontrado desde hace décadas. Así, para el caso de la educación terciaria, el origen socioeconómico de las familias de los estudiantes determina en alto grado el acceso a la educación universitaria en toda la región. Así, para el caso mexicano, con datos del 2012, se observa que solamente el 6.9% de los estudiantes del quintil de ingreso más bajo de la población mexicana asiste a la educación superior, un porcentaje que contrasta contra el 18.3% de los quintiles medios, y, de manera brutal, contra el 42.2% de los estudiantes del quintil más alto; es decir, un estudiante que por las leyes del azar, de la desigualdad o de las herencias pertenece al grupo más alto de ingreso, tiene casi 7 veces más posibilidades de ingresar a la educación superior que un estudiante que nace en familias de los niveles de ingreso más bajos de la población.
Pero esta desigualdad se torna más interesante cuando se observa el peso del sexo en el acceso a la educación superior. Aunque el sexo masculino predomina en la población estudiantil perteneciente al quintil más pobre (9.7%, de los hombres asiste a la educación contra solamente el 4.7% de las mujeres), en los quintiles medio y alto la cosa cambia: 17.3% de hombres y 19.1% de mujeres, en el primer caso, y 39.2% de hombres contra el 45.8% de las mujeres, en el caso de los grupos “ricos”. En otras palabras, entre los más pobres, los hombres se incorporan más que las mujeres a la educación superior, pero en los sectores medios y altos de ingreso, las mujeres asisten más a la escuela que los hombres.
Con todo, la tasa bruta de la matrícula terciaria en el subcontinente ha llegado al 43%; sin embargo, las brechas entre países son muy significativas. Así, mientras que en Chile se ha alcanzado una tasa del 74.4% (lo que lo coloca, como país, en la universalización de la educación superior), en el otro extremo, se encuentra Guyana, con solamente un 12.9% de cobertura. En esta escala, México alcanza el 29%, que lo sitúa por encima de países como Honduras, El Salvador o Guatemala, pero por debajo de países como Cuba, Colombia, Argentina, Panamá o Bolivia.
Los datos, las cifras y los porcentajes que nos muestra la CEPAL nos ofrecen una visión de la complejidad del presente educativo latinoamericano y caribeño. Pero también nos muestran una imagen preocupante e incierta de las sombras del mañana. Con una población que sigue creciendo, pero también envejeciendo, en la que en unos 15 años más habremos agotado el bono demográfico que no hemos aprovechado en las últimas dos décadas; con una economía que crece poco y que no distribuye sus beneficios, generando o consolidando una desigualdad histórica en los ingresos de los individuos y sus las familias, y entre los estratos y las clases sociales, que determina fuertemente (y a veces fatalmente) el acceso a la educación superior. En estas circunstancias, y con estos datos, el peso del pasado y del presente anticipa futuros sombríos y falsos amaneceres. O como dice el hoy multicitado Thomas Piketti: parecemos condenados a las fuerzas invisibles de un pasado que devora irremediablemente el presente.
Thursday, February 05, 2015
Joe Cocker: el oro y el óxido
Estación de paso
Joe Cocker: el oro y el óxido
Adrián Acosta Silva
(Señales de Humo, Radio U. de G., 5 de febrero, 2015)
El 22 de diciembre del año pasado, de manera discreta, sin mucho escándalo mediático, falleció a los 70 años de edad Joe Cocker, acaso el más intenso cantante de soul y de blues que nos han dado las tierras británicas. Originario de Sheffield, Inglaterra, (donde nació un 20 de mayo de 1944), una típica ciudad industrial especializada en la producción de acero, Cocker desarrolló desde su adolescencia un gusto especial por el blues norteamericano, al igual que lo hicieron muchos jóvenes ingleses de su propia generación como John Mayall, Keith Richards, Jack Bruce o Eric Clapton. Atrapado por las canciones de Muddy Waters, de John Lee Hooker y Ray Charles, la magia de Ella Fitzgerald o las canciones tristes de Billy Holliday, Cocker –según la biografía publicada por JP Bean en 1993- solía irse de pinta de su escuela secundaria y acostumbraba deambular por los bares y pubs cercanos a las acereras de Sheffield para reunirse con otros amigos y escuchar, en sesiones casi religiosas, los cánticos del godspell, de soul y blues que llegaban por la radio desde el otro lado del océano.
Muy tempranamente, Cocker se dio cuenta de sus limitaciones musicales y expresivas. No tenía habilidades para la ejecución de algún instrumento ni para la composición de canciones. Como Jim Morrison, sólo sabía manejar las maracas y el pandero. De componer canciones, ni hablar: no se le daba. Por ello, recurrió a explotar el único instrumento a su alcance: su propia voz, una voz curtida por el humo de las industrias acereras de una ciudad proletaria, pero también educada por la sonoridad del blues proveniente de las tierras lejanas de Georgia y del delta del Missisipi.
Ese talento vocal y sus afinidades sonoras aprendió a combinarlas precozmente con el alcohol y sus musas. Su carácter reservado se desvanecía al escuchar a B.B. King o a Bob Dylan, mezclando esa experiencia con unos buenos tragos de cerveza. Era la combinación perfecta: blues y cerveza, rock y whisky, un poco de humo, y el impulso insobornable de sus amigos, le llevaron en 1969 a grabar sus primeros dos discos como solista, aparecidos casi de manera simultánea, With a Little Help From My Friends –justo como la canción de los Beatles- y Joe Cocker!, grabaciones en las que desfilan las guitarras, las voces y los órganos ejecutados por Jimi Page, Steve Winwood y Chris Stanton. Esos discos mostrarían las texturas de una voz potente, profunda y aguardentosa, acompañada siempre por el espectáculo de una guitarra imaginaria entre las manos, bailes de sombra y extrañas contorsiones sobre el escenario. Luego, en Woodstock, en el verano del 69, la figura, la imagen y la voz de Cocker se conocerían en todo el mundo. Un año después, en 1970, emprendió una larga gira por los Estados Unidos, junto con Leon Russell, que quedó plasmada en uno de los discos emblemáticos de los años dorados del rock: Joe Cocker, Mad Dogs and the Englishman, en el cual el combustible del blues recorre la inspiración y las ejecuciones del entonces todavía veinteañero músico de Sheffield.
A lo largo de siguientes 44 años, Cocker continuaría una larga carrera como solista. Los años setenta serían, sin duda los mejores: I Can´t Stand a Little Rain (1974), Jamaica Say You Will (1975), y, sobre todo, Stingray (1976), consolidarían a Cocker como uno de los mejores intérpretes blancos de reggae, blues y soul de una década que sería dominada furiosamente por la música disco, el funk y, en el otro extremo, el punk. Posteriormente, los años ochenta serían marcados por un disco espectacular, potente, claramente instalado en los límites del Rithmin´ and Blues: Unchain My Heart (1987), y, pocos años después, al abrir los noventa lanzaría una pequeña joya cockeriana: Night Calls (1991), llamadas nocturnas para un siglo y una época que se desvanecía de manera acelerada. A lo largo del siglo XXI grabaría solamente 5 discos de estudio, que tuvieron menos suerte en ventas y en críticas, en pleno auge de iTunes, Facebook y demás brujerías tecnológicas. El último de ellos, Fire It Up (“Dispara hacia arriba”), fue lanzado en 2012, y era promocionado por Cocker en lo que a la postre sería su último tour de presentaciones en Gran Bretaña y los Estados Unidos.
La figura y la voz de Cocker son y representan una época del rock en el mundo. Su carácter reservado, casi tímido, contrastaron con la potencia de su voz y la intensidad de sus interpretaciones. Varias canciones de Leonard Cohen, Bob Dylan, Steve Winwood, Van Morrison, Ray Charles, Lennon y McCartney, Leon Russell, Randy Newman, y de grupos como Procol Harum, INXS o U2, fueron literalmente reinventadas por el cantante británico, volviéndolas casi irreconocibles: se convirtieron en la originalidad de la copia. Gracias a él, las aguas someras y profundas de los ríos turbulentos del rock, del blues y del soul, confluyeron en los mares de fondo que se pueden encontrar en los casi 50 discos grabados por el músico de Sheffield a lo largo de su carrera. Ahí, entre canciones y sonidos del oro y del óxido, la voz cavernosa, grave de Cocker estará irremediablemente ligada a la música de las emociones de los restos de un tiempo que quizá nunca existió.
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