Estación de paso
Porros: política y violencia
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 13/09/2018)
Los acontecimientos ocurridos en la UNAM la semana pasada confirman la cabal salud de que aún goza una vieja práctica en no pocos campus universitarios públicos: la agresión y violencia sistémica y selectiva que ejercen algunos grupos pequeños pero bien organizados de las comunidades universitarias sobre las mayorías silenciosas y pacíficas que cotidianamente asisten a las universidades. Se trata, por supuesto, de un fenómeno viejo, enraizado más o menos profundamente en algunas escuelas, facultades y preparatorias universitarias. Aunque pueda ser caracterizado analítica o descriptivamente de muchas maneras, y descalificado prescriptivamente de muchas más, el porrismo universitario es el fruto podrido de las relaciones entre política y violencia que se han construido lentamente a lo largo de muchas décadas en varias universidades públicas, incluyendo por supuesto la UNAM. Dicho de algún modo, es la expresión local de la “república mafiosa” (Fernando Escalante dixit) que ha penetrado el orden político e institucional de algunas universidades públicas, y cuyas expresiones de estallidos y agresiones, a través del uso de puñetazos y bombas molotov, con palos, piedras y navajas, recuerdan su presencia y poder en la vida universitaria.
Sus orígenes son más o menos conocidos, aunque las causas no sean claras. Los miembros de las porras de los equipos de futbol americano de la UNAM y de Politécnico desde finales de los años cincuenta y primeros sesenta se convirtieron por alguna razón y circunstancias en pandillas de golpeadores y grupos de choque para presionar por privilegios, canonjías e influencias a las autoridades universitarias en turno. En el contexto de la rápida masificación universitaria de aquellos años, en la cual grupos sociales de orígenes diversos llegan por miles a las instituciones de educación superior, los porros emergieron como recursos utilizables por funcionarios universitarios, por partidos políticos o por gobierno locales para negociar sus intereses, para controlar instituciones, o para legitimar demandas y peticiones dentro y fuera de la universidad. La destitución de directores, de profesores y aún de rectores marcó el perfil de las prácticas del porrismo y de sus mecenas, protectores y beneficiarios. Pero fueron los acontecimientos de 1968 y luego los de 1971 (con la celebridad alcanzada por “Los Halcones”) los que mostraron con toda crudeza el uso político de los porros contra el movimiento estudiantil de aquellos años críticos.
Protegidos, tolerados o temidos, esos grupúsculos obedecen tradicionalmente a una lógica política y criminal basada en la intimidación, el chantaje y la violencia. Tienen nombres (“32”, “3 de marzo”, “Los Lagartos” “Federación de Estudiantes de Naucalpan”), sus miembros son visibles y conocidos entre las comunidades estudiantiles. En los últimos años, además, en algunos casos parecen relacionarse con las bandas de distribución de drogas y mercancías que existen fuera y dentro de los campus universitarios. El resultado es la permanencia de grupos formados por fósiles, vándalos y estudiantes que articulan redes de protección política con liderazgos internos y externos a las universidades, con narcotraficantes, partidos, sindicatos, organizaciones estudiantiles, miembros de poderes fácticos, zombies políticos universitarios y no universitarios, funcionarios de gobiernos locales.
Acaso eso -la configuración de redes de poder universitaria en las cuales los porros son el brazo armado, violento, de sus organizaciones formales o informales-, es el fenómeno que hay que identificar como la causa profunda del porrismo universitario. Son redes, grupúsculos y prácticas que expresan formas concretas en que se relacionan política y violencia en la universidad. Sus configuraciones no surgen en el vacío institucional ni social, y tienen fuentes, reputaciones e intereses que proteger. Hay, desde luego, los ingredientes de rigor: corrupción, inmoralidad institucional, déficit de autoridad, desinterés de funcionarios, cálculos del costo-beneficio que significa desarticular esas redes, cálculo de los riesgos de desestabilización de la vida académica y las rutinas institucionales. Pero también existen factores estrictamente políticos, más que policiacos, legales o morales, que es necesario colocar sobre la mesa. La expulsión de estudiantes y culpables no parece ser suficiente. Los mapas y actores del porrismo universitario y sus organizaciones obedecen a una lógica metálica enraizada fuertemente en territorios específicos, que tiende a su propia reproducción.
La gravedad de la permanencia del porrismo universitario amenaza no solo a la vida académica y a las prácticas políticas de los universitarios, sino fundamentalmente a la seguridad y a la integridad física y la vida misma de los estudiantes, profesores y trabajadores. Lo ocurrido contra los estudiantes del CCH-Azcapotzalco que se manifestaban pacíficamente frente de la rectoría de la UNAM, es sólo una postal más de la capacidad destructiva y violenta de los porros. La reacción pública, masiva y organizada de los estudiantes, el contenido del pliego petitorio entregado a las autoridades, el paro de labores, las reacciones de muchos académicos y trabajadores en apoyo a sus demandas, son las señales del hartazgo que la gran mayoría de los universitarios tiene contra esos grupos y contra esas prácticas. Condenar los hechos, minimizar sus efectos, o asociarlos a conspiraciones para provocar una crisis institucional, son reacciones legítimas pero políticamente insuficientes, que suelen banalizar el tamaño y los alcances del fenómeno. Determinar la causalidad profunda del porrismo y desarticular la lógica de su organización, de la permanencia de sus prácticas y expresiones, es el núcleo duro de cualquier agenda institucional que intente eliminar la relación entre violencia y política de la vida universitaria.
Thursday, September 13, 2018
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