Estación de paso
Andrés Manuel y López Obrador: el político y el licenciado
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 29/11/2018)
A la memoria de Jorge Medina Viedas
“El mundo es un extraño teatro”, escribió alguna vez Tocqueville en sus cartas al referirse a los personajes de la política que entrecruzaban sus trayectorias en el confuso escenario francés de la Revolución de 1848. Individuos poseedores de talentos innegables para lidiar con demandas imposibles y reclamos iracundos de comunidades feroces en busca de respuestas instantáneas, se mezclaban azarosamente con locos, tontos, pusilánimes o caballeros que, sin embargo, podrían destacar y adquirir una centralidad inesperada en el “extraño teatro” de la vida política.
En el espectáculo político mexicano de este siglo XXI abundan estos ejemplos, pero entre sus personajes destaca sin duda el perfil del próximo presidente López Obrador. Político ambicioso y astuto que destaca enmedio de un ejército de simuladores y oportunistas, su estilo personal de hacer política y gobernar es una mezcla de misticismo arraigado, arengas morales, cálculos políticos y arrebatos de ocasión. A lo largo de su trayectoria ha desarrollado una especial capacidad para construir un mismo personaje asociado a diversas figuras institucionales (puestos públicos). Dependiendo de las circunstancias, reacciona como todo animal político que se respete: peleando, negociando, cediendo, adaptándose al mundo extraño e incierto de la política de todos los días. Desde su ascenso como lider local tabasqueño y figura política nacional (su papel como presidente nacional del PRD), hasta su encumbramiento como Jefe de Gobierno del DF (2000-2006), y luego como líder moral y candidato presidencial, o investido con la autoridad del fracaso en dos campañas electorales consecutivas (2006, 2012), el habitus político de López Obrador se mueve con fluidez asombrosa entre las arenas de la promoción de utopías instantáneas y los espacios gobernados por el rudo pragmatismo de la política terrenal.
Esta doble faceta ha sido caracterizada por Héctor Aguilar Camín como la convivencia naturalizada, en un mismo individuo, de dos personalidades distintas y distantes pero complementarias: el político profesional y el profeta. Enrique Krauze lo había definido antes como un “mesías tropical”. En una perspectiva más amplia, esa dualidad de muchos protagonistas políticos puede verse como la del místico y la del moralista, como sugiere Cioran en su Antología del retrato. En el caso de AMLO, uno es el que se ampara en los oficios ejercitados con destreza a lo largo de su trayectoria política, desde que iniciaba sus primeros aprendizajes en la filas juveniles del PRI en Tabasco (circa 1975-1989) hasta llegar y sobrevivir a los aguas embravecidas y expansivas del perredismo (1990-2013), para arribar luego a la la fundación y desarrollo organizativo y electoral de un partido político hecho a modo, imagen y semejanza (Morena, 2014-2018). El otro es el que apela con frecuencia machacona a la autoridad moral de su trayectoria de honestidad y buena fe, a la explotación de la imagen de un pueblo bondadoso y sabio, a los rasgos personales de su ascetismo franciscano, palabras y gestos que revelan un lenguaje evangélico mezclado con cierta tozudez e imaginería ultraizquierdista setentera.
Pero esa doble faceta también puede ser vista como el desdoblamiento bipolar entre el realista político y el republicano utópico. Una se expresa y resuelve en el político bravucón, desafiante y autoritario, que insulta, califica y descalifica a simpatizantes, enemigos y adversarios, que atrae simpatías y genera animadversión. La otra faceta se nutre indistintamente de un juarismo de bronce y mármol, del relato de la república amorosa, de la búsqueda de la felicidad, de la narrativa de la transformación nacional hacia una sociedad angelical sin clases sociales, ni mafias ni corrupción. “Mi pecho no es bodega” caracteriza al primero; “Tengo adversarios, no enemigos” describe al segundo. Una es extraída quizá de algún dicho popular tabasqueño; la otra es probablemente tomada (sin créditos) de la escena final del político que aparece en “Subida al cielo”, la clásica película de Luis Buñuel. Una es capaz de asociar causa-efecto (corrupción-mafia del poder); la otra enmarca la imagen de un hombre inflexible pero bondadoso con sus opositores y críticos.
El personaje que se ha creado él mismo es una máscara confeccionada con retazos de ideas, intereses y creencias, extraídas de sus propias experiencias vitales y de los referentes morales que parecen haber influido en sus hechuras políticas. Ese personaje es Andrés Manuel, el místico, el político carismático y populista que cosecha fracturas y vive cotidianamente de la gestión de la incertidumbre y de los conflictos. El otro es el Lic. López Obrador, el moralista, la figura pública que asume dirigencias institucionales en partidos políticos, en jefaturas de gobierno, y hoy, como Presidente de la República, elegido por una mayoría histórica abrumadora de los ciudadanos. Uno es el político que se mueve con agilidad en el escenario público, que protagoniza pleitos y escándalos, que se mueve entre las sombras y los pasillos secretos de la vida política, entre la grilla, el abrazo y el descontón cabaretero. El otro es el que asume la prudencia del deber, que reconoce los límites del poder institucional, que aboga por una constitución moral, y que ofrece salidas y opciones a los problemas públicos y políticos.
Pero el personaje y la figura coexisten en el mismo animal, con todo y sus contradicciones, ambigüedades y tensiones. Andrés Manuel y López Obrador no son la expresión literal de dualidades siniestras (la historia fantástica del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, por ejemplo) sino la expresión de la convivencia práctica de la lógica del realismo con la lógica de la ilusión, de la tiranía de la coyuntura política entrelazada con el aseguramiento del ejercicio efectivo del poder. Se trata de un “liderazgo fascinante” (como lo definió en algún ocasión Luis González de Alba), producto de la mixtura de distintas simbolizaciones y significados, rituales híbridos de cultura política y gestos de moralidad republicana, que también forman parte de las tradiciones caudillescas, autoritarias y clientelares del viejo régimen político mexicano. A partir del 1 de diciembre y durante los próximos años, veremos desplegarse esas dos caras de la luna obradorista, en un contexto que exige respuestas urgentes, compromisos claros, definiciones y decisiones riesgosas. Uno vivirá a plenitud en el ejercicio público de sus poderes constitucionales. El otro se mantendrá en el discreto ejercicio de sus poderes metaconstitucionales. En esos momentos, veremos si el personaje engulle a la figura, o si la figura puede vivir sin el personaje. En el extraño teatro de la política mexicana de estos años líquidos, sólo la naturaleza de la bestia determinará el resultado.
Friday, November 30, 2018
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