Estación de paso
La nostalgia como museo
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 08/08/2019)
Hace exactamente cinco décadas, dos acontecimientos llamaron la atención del mundo. Uno fue el viaje a la luna protagonizado por tres astronautas norteamericanos, un hecho que culminaba una década de experimentos y aproximaciones científicas. La otra noticia era la celebración del Festival de Woodstock, en Bethel Woods, una granja del estado de Nueva York, donde decenas de miles de jóvenes pasaron tres días de “paz y música”. Ambos eventos fueron espectaculares por causas distintas. Uno era el triunfo de la inteligencia humana, el producto de años de investigación científica y desarrollo tecnológico aeroespacial (Programa Apolo). El otro era el cénit del movimiento hippie asociado al rock, la expresión mayor y más prolongada de las prácticas e imaginarios asociados a la libertad, las drogas, el espíritu comunitario, la rebeldía organizada que se había acumulado a lo largo de los años sesenta.
El Apolo 11 y sus tripulantes (Nel Amstrong, Buzz Aldrin y Michel Collins) representaban el sueño de una generación de políticos, científicos y gobernantes. Woodstock representaba la utopía de una generación que deseaba romper con las tradiciones e inercias del conservadurismo de la época. Ambas generaciones eran el producto de la segunda posguerra, los baby-boomers que por la vía de la ciencia, la política, la música o la cultura se arriesgaban a emprender proyectos diferentes, ambiciosos, desmesurados. La ingenuidad y la disciplina, la imaginación y el poder, la rebeldía y la paciencia, la certeza y la confusión, fueron la mezcla de valores y sentimientos que alimentaron con distintos intereses y pasiones la hechura de los acontecimientos.
Los dos eventos compartieron el mismo contexto: la guerra fría. Y ambos también experimentaban oportunidades y limitaciones: un capitalismo de alto crecimiento económico combinado con déficits de representación política y una extendida aunque vaga sensación de malestar moral y cultural. Las críticas al consumismo feroz, la amenaza del comunismo, las movilizaciones contra la guerra de Vietnam, coexistían con la intolerancia, política y las crecientes dificultades de las democracias liberales para traducir el malestar de los jóvenes en legitimidad política de los gobiernos nacionales. Algunos llamaron a estos procesos “crisis de las democracias”.
El Apolo 11 y Woodstock fueron iluminados por la misma luna. Los meses de julio y agosto de aquel verano del ´69 una luna llena descendía sobre doscientas mil personas en Bethel Woods, la misma luna que había sido conquistada sólo un mes antes por tres solitarios astronautas ante los ojos de millones de espectadores que seguían la hazaña por televisión. La épica espacial y la épica cultural alimentaron dos de los relatos fundamentales sobre la modernidad experimentada durante los años sesenta. Una era sobre la nueva frontera, el triunfo de la curiosidad científica y el desarrollo tecnológico sobre el universo que comenzaba con la conquista simbólica de la luna. La otra épica era la invención de una nueva utopía: la libertad y el espíritu comunitario coexistiendo durante tres largos días bajo la lluvia, arropados por música de rock.
El despegue y el aterrizaje de la nave Apolo, la caminata lunar, las palabras de Aldrin transmitidas por televisión, representaban la realización de un esfuerzo de casi una década dirigido por la ambición científica y política de un gobierno y un régimen empeñado en mostrar su superioridad sobre otro. Las interpretaciones de Jimi Hendrix, Joe Cocker, Jefferson Airplane, Carlos Santana o The Who frente a una multitud de jóvenes empapados bailando y cantando entre el lodo y baños improvisados, representaban el romanticismo terrenal de una utopía cuya propia naturaleza era la imposibilidad.
Pero la nostalgia bien cabe en un museo. Uno es el fin de un sueño; otro la confirmación de una ruta. Ambos son hoy piezas de sus respectivas salas de exposiciones, que alimentan la nostalgia y sus parafernalias, melancolías e ilusiones. Después de todo, como escribió en algún lugar Nathaniel Hawthorne a la mitad del siglo XIX, toda nostalgia es un conjunto desordenado de recuerdos poblados de espectros. Para el caso, un trío de fantasmas posados en la superficie lunar, mientras que decenas de miles de espirítus bailaban a la luz de la misma luna extrañas canciones a las que en algún tiempo se les llamaba rock, y que se presentaba como la música del futuro de una nueva sociedad. Aquellos acontecimientos son hoy objetos de museo.
Thursday, August 08, 2019
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