Thursday, August 20, 2020
El futuro no será como imaginamos
Estación de paso
El futuro no será como lo imaginamos
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 20/08/2020)
En 1992, Gilberto Guevara Niebla coordinó la publicación de un libro cuyo título era dramático, escandaloso: “La catástrofe silenciosa”. Ahí se plasmó un diagnóstico sobre la educación nacional que registraba muchas cosas en varias dimensiones: el pobre desempeño escolar, la centralización burocrática, la politización de las decisiones educativas derivada del corporativismo sindical ejercido por el SNTE, los altos índices de abandono y rezago escolar, la baja eficiencia terminal de los estudiantes en los diversos niveles, los problemas del financiamiento público, la inequidad social y regional en el acceso, tránsito y egreso de los estudiantes, la débil participación de los padres de familia en la educación de los hijos. Las implicaciones del diagnóstico eran sombrías en términos de políticas públicas: esos problemas registraban y anticipaban una catástrofe nacional, una distopía negra, una calamidad social.
Hoy, una nueva catástrofe se desarrolla ante nuestros ojos. Pero es una catástrofe de una complejidad cualitativamente diferente. Aunque existen problemas de desempeño, funcionamiento y articulación del sistema educativo, desde las reformas de los años noventa hasta la fallida reforma educativa del sexenio pasado, o la que está en curso, se ha mejorado relativamente el conocimiento de la eficiencia y eficacia educativa mexicana, atenuando los déficits de siempre, mejorando algunos indicadores, evaluando mejor algunos procesos. Pero lo que tenemos enfrente es una crisis educativa que es a la vez una crisis social: un veloz proceso de des-institucionalización educativa, cuyos impactos han alterado las prácticas, hábitos y rutinas del sistema educativo.
La abrupta y prolongada desmovilización de más de 30 millones de niños y jóvenes, maestros y padres de familia, tiene ya una serie de impactos en cadena no sólo sobre la salud y la economía de las familias, sino también sobre la cohesión social, las redes de socialización y los vínculos culturales que unen o debilitan la vida colectiva. Eso significa que el espacio común, público, el único lugar que reúne a los diferentes (la escuela pública) ha sido sustituido por el espacio privado, familiar, donde se reproducen las desigualdades de clase, de ingreso, de capital cultural. Es un proceso clásico de des-institucionalización social.
Esa es la peculiar complejidad de la catástrofe áspera y ruidosa que estamos experimentando. Está en marcha un proceso de desestructuración social que no podrá ser resuelto con buena voluntad, plataformas digitales, radio o televisión educativa. El cierre de escuelas y universidades convirtió la casa familiar en el refugio obligatorio de niños y jóvenes, en espacios hogareños muy diferentes entre poblaciones, grupos y clases sociales. El rol de los maestros ha sido sustituido por los padres de familia, y, muy en especial (como en realidad siempre lo ha sido), por las madres. Los pizarrones, las lecturas en voz alta, la discusión, el patio de recreo, fueron sustituidos por plataformas digitales cuyo acceso (cuando lo hay) ocurre en la soledad de niños y jóvenes. Lo que se pensaba sería una respuesta contingente, no planeada, frente a una situación extraordinaria, se ha convertido con el paso de los meses en un patrón de comportamientos institucionales y sociales que endurece la coyuntura crítica y la transforma en una nueva estructura de desigualdades.
Imaginar el futuro educativo en estas circunstancias resulta un ejercicio intelectual y político complicado. Es curioso como el flamante “Programa Sectorial de Educación 2020-2024” publicado apenas el mes pasado, no dedica una sola línea a la experiencia pandémica en el ámbito escolar, ni menciona los efectos socioeducativos de la crisis como parte del diagnóstico ni de los seis objetivos estratégicos de la acción gubernamental en educación. Ello revela que, desde la óptica de las autoridades del sector, la coyuntura solo tendrá molestias y efectos transitorios en los calendarios y relojes de la educación. La valoración gubernamental y social dominante de esos efectos es que, más temprano que tarde, la contingencia pasará y volveremos a las rutinas escolares (lo que eso signifique), pero ahora con el uso masivo de aplicaciones y tecnologías digitales, modos extraños de organización escolar y comportamientos sociales diferentes.
El problema de fondo es que aún no calibramos adecuadamente la dimensión sociológica de la pandemia y sus efectos en los comportamientos educativos. No hay ni habrá ningún algoritmo que indique cómo resolver la desinstitucionalización de la escuela, desde el preescolar hasta la universidad. Tampoco habrá cursos en línea que enseñen cohesión social, aprendizajes a control remoto, ni orden social en situaciones de emergencia y desigualdad. Las prácticas educativas son también prácticas sociales y esas se construyen fundamentalmente en los espacios públicos que comparten estudiantes y profesores, amigos y compañeros, mediante juegos y conversaciones, pleitos ocasionales y acuerdos cotidianos. La sensación que se vislumbra es la de un futuro de sombras sin luces, en donde la desinstitucionalización de la escuela ampliará las brechas de desigualdad social y educativa entre poblaciones y territorios.
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