Wednesday, August 06, 2025

Woodstock

Tierras raras Woodstock Adrián Acosta Silva Entre las tumbas y epitafios que habitan los panteones del rock destaca el concierto de Woodstock. Celebrado del 16 al 18 de agosto de 1969 en una ruinosa granja de la zona rural del estado de Nueva York, bajo una lluvia continua que convirtió el lugar en un lodazal, más de medio millón de asistentes celebraron la paz y el amor con las canciones de Joan Baez, Joe Cocker, Jimi Hendrix, Carlos Santana, Creedence, Crosby, Stills, Nash y Young, Janis Joplin, Jefferson Airplane, The Band, The Who y varios más de los grupos y cantantes que alimentaron el imaginario colectivo de una generación. El festival simbolizaba muchas cosas y nada, al mismo tiempo. Era protesta política contra la guerra de Vietnam y un aullido libertario; la legitimación de las drogas y del ejercicio del sexo libre; un fin de semana de diversión comunal, expresión de identidad y sentido de pertenencia a algo; pero también era un negocio organizado para explotar el interés de una generación por consumir emblemas, símbolos y sonidos que producían ganancias a productores y organizadores de los eventos masivos dirigidos a los nuevos jóvenes de los años sesenta (los baby-boomers). Abundan las crónicas, testimonios, películas, discos e imágenes del evento, que circulan abiertamente por internet en múltiples sitios y plataformas. En los años siguientes, se replicaron eventos conmemorativos sobre aquel concierto, que corrieron con mala fortuna, incluyendo un fiasco total en el último, previsto para el 50 aniversario del festival, en el mismo lugar, en julio del 2019. Problemas de logística y organización, malos cálculos financieros, poca respuesta de los jóvenes de las generaciones X y Z, obligaron a los empresarios a cancelar el concierto. Los tiempos habían cambiado. Ya fallecieron los héroes que alimentaron buena parte de la imaginación sesentera y que participaron en aquel evento de hace 56 años: Joplin, Hendrix, Cocker, Robbie Robertson (de The Band), o Johnny Winter, a los que se sumó recientemente la muerte de Ozzie Osburne, el cantante de Black Sabbath que, aunque no actuó en Woodstock, se convirtió, junto con Deep Purple y Led Zeppelin, en parte de la santísima trinidad del rock más oscuro, ruidoso y potente que surgió después de aquel legendario concierto neoyorquino. A la distancia, las voces y ecos de Woodstock representan las cenizas de los sueños, temores y contradicciones de una generación que, como todas, edificó sus propios mitos y leyendas, endulzando con canciones sus pasiones, fantasías y creencias. De las tierras raras de aquel “verano del amor” surgieron reclamos libertarios y democratizadoras, pero también intolerancias y recriminaciones conservadoras, como las que alimentan la retórica incendiaria del presidente Trump y sus acólitos, que suelen ubicar a Woodstock como el inicio de la degradación del sueño americano, una creencia endurecida en las profundidades de los nuevos oscurantismos americanos. En la era de la inteligencia artificial y de las autocracias populistas, Woodstock es sólo una pieza más del museo de la época de las flores en el pelo.

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