Blindajes
Adrián Acosta Silva
“Blindar” es la nueva palabra mágica en el alucinante diccionario político mexicano de los tiempos modernos. Invocado frecuentemente como exorcismo contra nuestros males públicos (desde los políticos hasta los financieros) , empresarios, gobernantes, diputados, dirigentes partidistas, “líderes de opinión”, periodistas de muy diversas convicciones y oficios, han lanzado a la arena pública y mediática el nuevo verbo para asegurar que las campañas electorales, las políticas públicas, los programas sociales, las reservas internacionales, las estrategias institucionales, los derechos humanos, puedan ser protegidos contra las amenazas “externas”. Habrá que indagar bien cuando se comenzó a utilizar el tono bélico en la transición política mexicana –creo que fue el Presidente Zedillo el que utilizó la palabra “blindaje” para referirse a la economía mexicana en los tiempos en que el PRI perdió la Presidencia, para asegurar la alternancia política- , pero el hecho es que hoy suena a una típica palabra atrapa-todo, en la que coinciden funcionarios y políticos para tratar de proteger a la acción pública contra los peligros que acechan allá afuera, aunque la vaguedad dentro/fuera se imponga con toda la fuerza de la ley de la relatividad discursiva mexicana de los últimos años.
La palabreja es obviamente de linaje militar, parte toral de un lenguaje bélico antiguo. Blindar es proteger contra los ataques, cubrir edificios, vehículos y personas contra el ataque de fuerzas enemigas. El Diccionario del uso del español de María Moliner es más contundente: blindar es “proteger algo con planchas de hierro o acero”. Obviamente, su empleo tiene que ver con batallas y guerras, lucha de posiciones, batidas heroicas y estrategias defensivas. Algo hay de eso en la vida política, por supuesto, aunque la política moderna, a diferencia de la guerra, sea una actividad pacífica, más o menos civilizada, la antítesis de la violencia militar, a pesar de que la política mexicana de los últimos años se haya convertido en un torneo aburrido jugado en terrenos áridos y desolados, configurados por una democracia de baja intensidad y densidad . Por eso resulta un tanto extraño que frente a la sensación de riesgo y de peligro, de incertidumbre, se hable de cubrir “con hierro y acero” las instituciones públicas, los programas de gobierno, los procesos electorales. Ante la real o imaginaria sensación de vulnerabilidad pública, se exige blindarlos ante las acciones (o intenciones) que pueden desviarlos de los objetivos, contaminar su pureza institucional, o emplear de manera perversa los recursos públicos para beneficiar intereses privados.
La crisis económica internacional y sus demonios nacionales explican quizá en parte la obsesión por preservar lo que se consideran bienes públicos. Tal vez sea la amenaza del narcotráfico y su poder de penetración en todos los órdenes de la vida social el “mal mayor” de la democracia y la economía mexicanas. Pero es la competencia político-electoral que vivimos ahora el argumento utilizado para evitar que funcionarios federales o locales utilicen sus puestos o posiciones para favorecer a tal o cual partido o candidato. Práctica vieja en los años dorados del autoritarismo mexicano, la utilización de recursos públicos para triunfar en las elecciones fue uno de los motores de la reforma electoral que dio origen al IFE, y que se legitimó –junto con las exigencias de transparencia y rendición de cuentas- como una de las razones del nuevo esquema de financiamiento público a la política electoral. Sin embargo, muy pronto las viejas prácticas reaparecieron entre los políticos mexicanos de nueva generación pertenecientes tanto al antiguo como a los nuevos oficialismos, en la que donativos y prácticas callejeras de promoción de voto por parte de funcionarios públicos muestran el rostro áspero de la competencia política por puestos y representaciones. Los frecuentes actos impulsivos del gobernador de Jalisco para beneficiar la construcción de templos o apoyar causas filantrópicas privadas, o las confesiones recientes del expresidente Fox, son ejemplos conspicuos de esas prácticas viejas que se ocultan en ropajes nuevos.
La ley, el Estado de derecho, es, o debería ser, el marco protector de derechos y obligaciones, el principal mecanismo de inhibición de comportamientos inadecuados de funcionarios y empresarios, políticos y ciudadanos. De hecho, esa aspiración es parte de los afanes casi mitológicos que las elites políticas mexicanas han intentado construir y consolidar en casi doscientos años de historia independiente. Sin embargo, es la ética cívica el mecanismo íntimo en que puede funcionar una democracia estable, que interiorice en el corazón y en las conciencias de los actores del espectáculo político la convicción de que hay límites en las palabras y las prácticas políticas cotidianas; son los “hábitos del corazón” a los que se refería el viejo Tocqueville. Cuando se habla de blindar instituciones y prácticas se asiste a una impostura un poco naif: protejamos el cascarón para preservar el contenido, aunque el contenido huela mal desde hace tiempo.
El resultado de los afanes de los blindajes al que convocan con fe y entusiasmo los variados liderazgos frente a ciudadanos y medios, es la consolidación del empleo de un retorcido lenguaje político, propio de las eras de confusión pública. En la casa de fantasmas en que se han convertido vastas zonas de la vida política nacional y local, las tareas de blindaje corren el riesgo de colocar defensas imposibles a prácticas ambiguas, cubiertas bajo el manto protector de las buenas intenciones. El juego político de la temporada que terminará el 5 de julio, más los poderes corrosivos de la crisis económica y la violencia cotidiana del narco, mostrarán nuevamente la distancia que hay entre el voluntarismo de las buenas conciencias “blindadizadoras” y el realismo de las malas prácticas de los protagonistas del espectáculo público, gobernados más por el cálculo de los canallas y los herejes que por la convicción de los fieles.
Wednesday, February 04, 2009
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