Estación de paso
Historia local de la infamia
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 10/05/2018)
Desde hace mucho tiempo la desaparición de cientos (¿miles?) de jóvenes ha dejado de ser parte ocasional de la nota roja para asentarse como asunto cotidiano de las postales políticas y sociológicas de nuestra época. Son estampas de tiempos malditos, forjados lentamente bajo el clima ominoso de la crisis de violencia e inseguridad pública que parece haberse asentado en todo el país, donde el tema de las desapariciones se ha colocado en el centro de los reclamos, preocupaciones y ansiedades de muchas zonas de nuestra vida pública. Nunca como hoy, los jóvenes desaparecidos, de Ayotzinapa a Guadalajara, pasando por los cientos de casos que nunca aparecen o capturan poco la atención en los espacios mediáticos virtuales y tradicionales, se han convertido en uno de los puntos críticos de la abultada agenda de los déficits mexicanos contemporáneos.
La crisis de inseguridad es una de las dimensiones del la crisis del Estado mexicano. Disolver en ácido, desmembrar o reducir a cenizas los restos de jóvenes secuestrados y asesinados con saña inaudita, es tan sólo la lúgubre nota final de un fenómeno que ha rebasado de lejos la capacidad estatal de proporcionar mínimos de seguridad pública a sus ciudadanos. Una mezcla fatal de corrupción, impunidad, ineficiencia, ineficacia e indolencia se encuentra en el centro de la erosión de la capacidad del Estado mexicano para inhibir, controlar y abordar la bestia indomable de la violencia homicida que exhiben los grupos de depredadores que deambulan por ciudades y pueblos mexicanos.
La magnitud y complejidad del fenómeno es de suyo evidente. Revela una historia de descomposición moral y social, una era de anomia que se ha ensañado particularmente con los jóvenes de entre 15 y 29 años, según lo expresan los datos de las propias autoridades. El registro de denuncias y el conteo siniestro de cadáveres se han convertido en la única acción pública posible, fuentes inquietantes de información para tratar de entender y construir alguna explicación al abismo negro de las desapariciones. Se multiplican los lamentos, las carpetas de investigación, las hipótesis criminales. Sin embargo, las mismas preguntas laten en el ánimo sombrío de la vida pública: ¿por qué está ocurriendo? ¿porqué aquí y ahora? ¿qué tipo de causalidad explica los hechos? ¿por qué no se resuelven los casos? ¿cómo evitar que los rastros de sangre y muerte se multipliquen sin explicación, ni control, ni remedio?
Años de impunidad y extravíos políticos están detrás de cualquier explicación. Pero la guerra contra las drogas, la inexistencia del Estado de Derecho, el estancamiento económico, la persistencia de la desigualdad social, son explicaciones demasiado generales y banales para comprender las causas profundas de las desapariciones y asesinatos. Lo que tenemos enfrente es otra cosa. Es un espectáculo de horror y fatalidad social acumuladas, expresado por los cientos de sicarios y psicópatas que exhiben sus creencias y prácticas en redes y medios, en calles, en videos y canciones de rap.
El grado de crueldad que hemos visto supera cualquier otro espectáculo similar contemporáneo. Crueldad física y psicológica, desprovista de cualquier consideración moral, como práctica dominada por el cálculo del daño, por la exhibición del puro poder físico sobre víctimas inermes e inocentes. La estrategia de destrucción como arma contundente para pulverizar o disolver entre fuego y ácido cualquier resistencia a la autoridad impostada pero incontenible de los depredadores. Son pandillas de jóvenes secuestrando, matando y desapareciendo a otros jóvenes. Territorios de autoridades legítimas coexistiendo con la autoridad criminal de narcos, traficantes de blancas y de armas, secuestradores y extorsionadores de baja o alta ralea.
Individuos, tribus y organizaciones de eficiencia temible actuando en entornos de ineficacia brutal de policías locales, estatales y federales, de burocracias judiciales entrampadas y corruptas, de liderazgos políticos incapaces, incrédulos o confundidos por la magnitud de lo que ocurre frente a sus propios ojos. Sociedades locales dominadas por la rabia, la indignación o la impotencia. Pero también voces y grupos que solapan, toleran o justifican los hechos como meros problemas de individuos aislados, solitarios, que de alguna manera “encuentran lo que buscan”. Son los déficits del Estado combinados con los déficits de cohesión social largamente acumulados en los sótanos y márgenes de la cultura, la economía y la política.
Jóvenes matando jóvenes. El Mencho, el Cholo, el QBA, el Cochi, el Canzón. Individuos detrás de apodos que representan trayectorias surgidas en estados larvarios bajo climas de naturalización de la violencia, relatos de sangre y poder, épicas de la crueldad, búsqueda desesperada de opciones de movilidad social, de sentidos de pertenencia e identidad que no proporcionan ni la escuela, ni el trabajo, ni la religión, ni las familias ni las comunidades. Comportamientos que no son inhibidos por el temor ni a Dios ni al Estado. Son los rostros y hechos cotidianos que habitan nuestra propia, terrible, historia local de la infamia.
Friday, May 11, 2018
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