Estación de paso
Olas democráticas, resacas autocráticas
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 21/11/2019)
En política, las pasiones suelen dominar a las razones. Eso lo sabían muy bien Shakespeare o Hobbes, Maquiavelo o Voltaire, Albert Hirschman o Jorge Luis Borges. El hartazgo, la desilusión, el pesimismo, la ira incluso, suelen invadir ciertas franjas del ánimo público según sea la percepción de los ciudadanos. También, de cuando en cuando, el optimismo, la felicidad, las ilusiones y la satisfacción habitan el mismo espacio público. Lo más común es la cohabitación de ambos tipos de emociones sociales en la convivencia cotidiana. La vida pública siempre es siempre un territorio poblado por ciudadanos cuyas percepciones dependen de sus biografías individuales, historias sociales, intereses políticos o económicos, filias morales o fobias ideológicas.
Esas emociones gobiernan en buena medida los comportamientos y humores públicos y sociales. En Venezuela, Brasil, Bolivia o Chile, miles de ciudadanos expresan sus emociones en clave de movilización y protestas públicas. No son todos, tal vez ni siquiera son la mayoría, pero son muchos, muchísimos. Apelar a las causas estructurales del descontento y el malestar (neoliberalismo, pobreza, corrupción, desigualdad, inseguridad) es algo demasiado vago y nebuloso para comprender la causalidad de las movilizaciones sociales. El hecho es que las emociones traducen las acciones, configuran las creencias, motivan comportamientos, producen ilusiones. La música de la rebelión es una tonada de búsqueda febril de soluciones instantáneas, de aquí y ahora, que actúen directamente sobre las causas superficiales o profundas de los problemas públicos. El voluntarismo se convierte en símbolo, bandera y retórica. Por eso los populismos en política son tan exitosos: eso venden, eso prometen, y se encargan de cumplir a (casi) cualquier costo.
De las derechas tradicionales a los neo-cons, hemos aprendido que apelar a la moralidad para resolver problemas públicos es un fracaso. De las izquierdas revolucionarias a las del reformismo democrático hemos aprendido también que invocar un futuro luminoso para resolver los problemas del presente conduce en más de alguna ocasión al desastre. Hay por supuesto excepciones brillantes, producto de la heterodoxia práctica más que de la ortodoxia dogmática. En el gran libro de las transiciones, la experiencia de las coaliciones y pactos muestra resultados políticos civilizatorios, social y económicamente productivos. Luego de la segunda gran guerra del siglo XX, el New Deal norteamericano de Roosevelt, la socialdemocracia europea, o el desarrollismo latinoamericano, constituyen los mejores ejemplos de cómo la construcción de proyectos transformadores de gran envergadura son hechuras complejas, a menudo azarosas, donde la fortuna y la virtud de los actores son el resultado de acuerdos políticos básicos y prácticos, a la vez estratégicos y realistas.
En todos los casos, los intereses y las pasiones, las voluntades y los cálculos racionales, configuran el clima político que explica éxitos y fracasos de un pasado reciente y un presente profundamente insatisfactorio para muchos ciudadanos. En los tiempos que corren, se escucha hablar, una vez más, de las crisis de las democracias; en tono más dramático, se habla incluso del fin de las democracias. El ascenso de los populismos en diversos países se interpreta como una señal ominosa del futuro de las poliarquías, como les denominó Robert Dahl a las democracias realmente existentes. Ya no son las dictaduras, ni los totalitarismos, ni los autoritarismos clásicos los que amenazan a las democracias. Hoy se habla de las autocracias populistas, esos regímenes políticos que surgen de bases de legitimación democrática (movimientos o partidos que ganan elecciones bajo reglas aceptadas), que representan los intereses y las pasiones de conglomerados multi-clasistas, bajo un lenguaje que coloca al “pueblo” como el centro de sus apoyos, políticas y decisiones.
En el más reciente número de Configuraciones, la revista editada por la Fundación Pereyra y el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (48-49, enero-agosto de 2019), Anna Lühmann y Staffan I. Lindberg plantean justamente la tesis de que la ”autocratización” de los regímenes políticos está en la base explicativa de las nuevas crisis de las democracias. Ese fenómeno, sin embargo, no es nuevo. Lo que presenciamos desde hace años forma parte de la tercera ola autocrática de un fenómeno cíclico de las democracias que se remonta desde los inicios del siglo XX. La primera ola se sitúa entre 1928 y 1942, con los ascensos del nazismo alemán y el fascismo italiano en Europa; la segunda, entre 1960 y finales de los años setenta, con las dictaduras militares y los autoritarismos de América Latina y África; la tercera, emerge desde la segunda década del siglo XXI y se extiende hasta el presente, con el triunfo de los nuevos nacionalismos xenófobos, racistas y separatistas (Trump, Brexit), segregacionistas (Erdogan en Turquía), o los populismos de corte autoritario que se extienden en América Latina (Bolsonaro en Brasil, Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua)
Dicho de otro modo: a la tercera ola de las democracias de las que nos hablaba Samuel Huntington a finales del siglo XX, le corresponde una tercera resaca o contra-ola de autocracias en la región. Pero es una resaca sin utopías, una expresión distópica producida por el fracaso de la utopía neoliberal que acompañó las grandes reformas económicas y sociales de las últimas décadas. Hoy, cierta tonalidad crepuscular domina el clima político y social que se forma entre esos movimientos líquidos. Ese es, quizá, el color ocre que acompaña las nuevas protestas sociales y arrebatos autoritarios que se respiran en estos tiempos de rabia sin utopías.
Thursday, November 21, 2019
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