Estación de paso
UNAM: la violencia que gobierna
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 13/02/2020)
La toma de las instalaciones de varios planteles universitarios de la UNAM por parte de grupos de jóvenes encapuchados configura un patrón de acción que mezcla el dramatismo de la violencia con la retórica de la justicia. Fuego, vidrios rotos, cadenas, piedras, son imágenes que acompañan demandas contra el acoso sexual, destitución de funcionarios, denuncias de corrupción, exigencias de justicia universitaria. Frente a los hechos, las autoridades de la UNAM han alertado sobre las provocaciones que “grupos muy bien organizados”, alentados o apoyados por intereses intra y extra-universitarios, han planteado para “desestabilizar” a la universidad.
El diagnóstico caracteriza la situación y de alguna manera anticipa la solución. Sin embargo, los instrumentos de la resolución que se utilizan en las universidades obedecen a la no-violencia, al diálogo, a la búsqueda racional de consensos mínimos. Son recursos que en éste, como en otros casos, las autoridades han utilizado para convencer a los rebeldes de liberar las instalaciones universitarias. El uso de la fuerza es uno de los medios impensables en la vida universitaria, un recurso que se considera impropio del espíritu universitario.
El fenómeno viene de lejos y de aguas profundas. Porros, vándalos y delincuentes forman grupúsculos cuya lógica es la del mercenario. Se mezclan con jóvenes anarquistas, radicales o ultra-feministas cuya lógica es la búsqueda de la justicia. Comparten la certeza de la legitimidad de la violencia en contextos donde la justicia cotidiana se traduce en discriminación, abuso o corrupción. Esa violencia es simbólica pero absolutamente práctica, el medio adecuado para alcanzar los fines deseados. Tomar instalaciones, destruir mobiliario, detener actividades escolares, prender fuego a la torre de rectoría, romper cristales, intimidar a otros estudiantes, a profesores y directivos, son parte de los instrumentos de su lucha.
Esos grupos son parte de la raza por la que habla también el espíritu universitario, según el lema que Vasconcelos impuso a la universidad. Son pequeñas tribus que de cuando en cuando, y de generación en generación, aparecen en el campus portando máscaras, vestidas de negro –un color intimidante-, que utilizan palos y piedras, que enarbolan causas justas y exigencias de solución inmediatas. Tienen la ventaja de la sorpresa y la organización. Tienen la debilidad de la fugacidad de la rebelión y del creciente desgaste de sus movimientos frente a comunidades que miran primero con escepticismo y luego con hastío el medio y los fines de la acción.
El fenómeno universitario de la violencia vuelve a reafirmar su vieja relación con el derecho y la justica, una relación que trasciende coyunturas específicas y se instala en el campo de las tensiones modernas entre legitimidad y legalidad. La violencia sólo puede ser buscada en el reino de los medios y no de los fines, escribió en alguna ocasión Walter Benjamin. La naturalización de la violencia (su ubicuidad, su utilización como recurso para protestar contra las injusticias, el resorte para imponer o negociar ciertas demandas) se encuentra en tensión permanente con el derecho positivo, que determina los principios y criterios de lo que es justo, y que, además, delimita con precisión las penas, procedimientos y castigos de la violencia legítima del Estado y de las instituciones.
La violencia que significa el patrón organizado de acción de los jóvenes encapuchados no es una violencia ciega e irracional, sino política y dirigida a fines que se consideran justos. Pero la lógica de la acción se debilita con la negociación, que sería el camino racional para resolver las causas de su propio activismo. Esa inconsistencia explica el otro patrón del comportamiento: su incapacidad para negociar y acordar con las autoridades universitarias el fin del conflicto, que suele ser visto como un acto de traición al movimiento. Ese el extraño rasgo de este tipo de revueltas universitarias: argumentando causas políticamente justas (no al acoso sexual, ni a la discriminación), y utilizando medios legítimos que pueden fortalecer la esfera de los derechos universitarios efectivos (huelgas, paros), esos movimientos sin rostro ni género terminan atrapados en callejones sin salida, donde los únicos que ganan son los promotores reales o imaginarios que alimentan de cuando en cuando la reaparición de la violencia organizada en la universidad.
Lo que vemos no es una violencia espontánea dirigida a fines justos. Es una violencia probada, racional, que confunde medios con fines, orientada por la búsqueda de la legitimación política de ciertos actores e intereses. No es una conspiración contra la universidad, ni un movimiento que tenga una fuerza incontenible, expansivo y cotidiano, sino fragmentario y localizado. Es la confirmación de la divinización de cierta clase de violencia, “la violencia que gobierna”, diría Benjamin.
Thursday, February 13, 2020
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