Thursday, March 26, 2020

El infierno imbécil

Estación de paso

El infierno imbécil

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 26/03/2019)


El comportamiento social observado a lo largo de las últimas semanas mezcla todos los ingredientes de cualquier sociología de las catástrofes. Emociones de confusión, miedo, ansiedad o incertidumbre coexisten con la confianza en que el gobierno sabe lo que hace y que las cosas terminarán por retomar su curso normal. Las relaciones entre economía y política crujen frente a la crisis sanitaria mundial derivada de la aparición espontánea del virus en Wuhan a comienzos del año. Los miles de muertos acumulados forman el rastro de cadáveres que la nueva pandemia va dejando tras de sí. Un lenguaje nuevo acompaña la crisis, y “distanciamiento social” es la nueva palabra del vecindario mundial, una palabra que dicta un diagnóstico y un mecanismo de protección contra el riesgo de infección del virus.

Los días de guardar forman parte del espectáculo. Por todos los medios, todos los días, los gobiernos nacionales y locales, la Organización Mundial de la Salud, ofrecen cifras, datos, números sobre la evolución de la pandemia. Hoy estamos más informados que nunca sobre las características malignas del virus, sobre el número de infectados, los casos sospechosos y los confirmados, el número de muertos, la cantidad de los sobrevivientes que han padecido el mal. Gracias a los epidemiólogos, sabemos cuáles son los síntomas de la enfermedad, qué los causa, cómo se desarrollan, pero no sabemos hasta ahora como curarlos y prevenirlos. La ignorancia científica es el motor de los descubrimientos, pero estos llevan su tiempo.

Es en el nivel de las prácticas y representaciones sociales de la crisis donde se pueden observar las distintas maneras en que se percibe la acción pública frente a la emergencia sanitaria. Los expertos ofrecen modelos explicativos, proyecciones matemáticas, simulaciones, construcción de escenarios posibles, identificación de tendencias. Las autoridades federales y estatales han decretado medidas drásticas para tratar de contener la propagación del virus, alterando dramáticamente la normalidad de la vida social, mientras, paradójicamente, el Presidente AMLO minimiza la crisis y en un arranque de espiritismo exhibe amuletos protectores. El pequeño ejército de intelectuales y analistas simbólicos de nuestra vida pública interpretan las acciones, lanzan conjeturas sin demasiadas argumentaciones ni evidencias, configurando un repertorio de buenas ideas, extrañas ocurrencias y no pocos actos de fe. Pero es en el mundo de las redes dominadas por twitter, facebook, instagram, whatsapp, correos electrónicos, donde esas representaciones ilustran los perfiles del “infierno imbécil” que alimenta los fanatismos, los prejuicios clasistas y racistas, los rencores políticos, y las explicaciones instantáneas que ofrecen miles de individuos frente a la catástrofe del COVID-19.

Como ha sucedido en situaciones similares, los tiempos que vivimos son buenos para charlatanes y magos, predicadores y clarividentes. Muchos usuarios de las redes se volvieron en pocos días antropólogos de la salud, sociólogos del riesgo, politólogos instantáneos, epidemiólogos experimentados, expertos en seguridad nacional, gestores calificados en el manejo de crisis sanitarias. Citando fuentes extrañas –un amigo, lo que dijo alguien en algún lugar, lo que se leyó en otras redes, lo que vio con sus propios ojos- aseguran con certeza de profetas que todo estaba planeado, que la crisis es el efecto deliberado de una conspiración internacional, que los gobiernos no saben lo que hacen, que son un montón de ineptos, que todo es una ilusión, que hay que desconfiar de la autoridad científica o técnica de los expertos y exigen urgentemente la renuncia de todos los funcionarios públicos, comenzando con el presidente. Esos relatos coexisten con compras de pánico, postales de calles vacías, cierre de lugares públicos, refugio en comportamientos tribales y familiares, suspensión de las actividades y proyectos que imprimen algún sentido a las rutinas, hábitos y costumbres que habitan la vida en común.

Esa mezcla de confusión y miedo, de ignorancia y oportunismo, mitos instantáneos y amenazas reales e imaginarias, configuran el territorio simbólico de la coyuntura. Razonamientos sólidos, mitos fugaces e intuiciones silvestres se amontonan en el paisaje. Sólo “el hacha afilada de la razón” puede urbanizar la selva “de los arbustos de la locura y de los mitos”, escribió Walter Benjamin en sus Pasajes. Saul Bellow calificaba en El legado de Humboldt a esa mezcla lodosa, poliforme, de comportamientos racionales y metafísicos como producto del “infierno imbécil”, esa fuerza misteriosa que gobierna la confusión y la fe, los efectos perversos de actos individuales y sociales, de daños sin razón y sin remedio. Si uno mira bien, la crisis que hoy vivimos significa, para decirlo en palabras de Charlie Citrine, el decano universitario que es el personaje central de aquella novela de Bellow, que el infierno imbécil nos ha alcanzado, otra vez, a todos.

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