Estación de paso
1968: imágenes y representaciones
(Señales de humo, Radio U. de G., 1 de octubre de 2009.)
Adrián Acosta Silva
Hay una imagen –una fotografía tomada por Pedro Meyer- que ilustra las primeras ediciones del libro de Luis González de Alba, Los días y los años, en la cual un joven estudiante, parado en el toldo de un automóvil, habla frente a una multitud imprecisa que camina por las calles del D.F. Algunos prestan atención a sus arengas, portando pancartas que llevan palabras contra la represión, mientras que otros lo ven de reojo y algunos más no le prestan demasiada atención, entre risas y semblantes serios. Es una imagen hermosa, que simboliza muchas cosas, evoca otras, oculta algunas. La primera, la más evidente, es que se trata de un acto de libertad, en la que la voz de un joven parece representar la voz de muchos. La otra es la multitud misma: la imagen de una masa en movimiento, atenta y dispersa, habitada por jóvenes inconformes, protestando contra actos de la autoridad.
Esa imagen representa, insisto, muchas cosas del 68 y sus desprendimientos sociopolíticos y culturales. Simboliza el espíritu de libertad, de rebelión, de comunidad. Se trata también del ejercicio abierto de un derecho constitucional, el de expresión y manifestación de las ideas, un derecho que había sido prácticamente eliminado en los años largos del autoritarismo posrevolucionario mexicano. Pero la fotografía congela un momento, un contexto y una idea: es una rebelión anti-autoritaria, en contra de un estado de cosas asfixiante y represor, frente al cual había que oponer resistencia y enarbolar palabras como democracia, libertad y justicia. Y hacerlo además de manera festiva, sonriendo, ejercitando el humor y el carácter desafiante de la risa, esa muestra de irreverencia asociada al diablo y que tanto molesta a las mentalidades autoritarias y religiosas, como señala Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido.
Las imágenes y las palabras continúan alimentando de forma poderosa el significado, o los significados, del movimiento estudiantil de 1968. De ahí abrevan las interpretaciones liberales, revolucionarias y hasta conservadoras del cambio político mexicano. Entre las elites políticas e intelectuales de hoy, persiste cierto debate en torno a lo que el 68 representa en términos sociológicos, históricos, políticos o culturales. En el santoral laico edificado desde hace más de 4 décadas, el 2 de octubre es una fecha relevante, una marca, un punto en la historia moderna del país que se manifiesta cada año en una enorme cantidad de artículos, reseñas, memorias, fotografías, documentales, películas, entrevistas a los protagonistas, mesas redondas. Se organizan marchas y mítines, se prenden veladoras por los muertos, se guardan minutos de silencio. Creencias y mitos, hechos e interpretaciones, representaciones simbólicas, nutren generosamente el imaginario y las prácticas políticas que se reconocen en el espejo del 68.
Pero hay también el lado oscuro de los saldos del movimiento. Es el relacionado con las prácticas violentas y los nuevos autoritarismos que se alimentan con nostalgias generalmente inconfesables de un pasado que nunca existió, como canta Sabina. Es la historia de la guerrilla urbana, del radicalismo depredador y la hiperpolitización salvaje que aún se desarrolla dentro y fuera de las universidades públicas. Es la moralina conservadora que exhuman gobiernos panistas, priistas y perredistas en diversas ciudades, que aspiran a un orden dominado por la disciplina y las tradiciones, con su correspondiente carga de exclusión, intolerancia y autoritarismo. Es el asambleísmo que domina aún las prácticas políticas en muchas organizaciones estudiantiles, sindicales y políticas, que apelan al espíritu del 68 para legitimar un discurso envejecido y antidemocrático.
En fin. El 68, sus palabras, sus imágenes, sus interpretaciones y prácticas, sus actores, sus nostalgias, sus logros y sus déficits, nos han acompañado en los últimos cuarenta y un años. Hoy se puede apreciar con mejor perspectiva la magnitud de sus impactos, la densidad de su complejidad sociopolítica y cultural, sus aportes a lo que hoy tenemos en nuestra vida pública. Entre los claroscuros, sin embargo, yo me quedo con sus luces: las que apuntan hacia la democracia y hacia la libertad, las que representan el ejercicio de los derechos cívicos, y las que fortalecen las prácticas ciudadanas. Prefiero seguir creyendo en la imagen del joven estudiante parado en el toldo de un automóvil, dirigiéndose a una multitud expectante y en movimiento, mientras en el fondo suena, como soundtrack de la época, la guitarra de Eric Clapton con Jack Bruce y Ginger Baker con Cream, la voz de Lennon en “Hapiness is a Warm Gun”, o las atmósferas alucinantes de Jim Morrison y los Doors en “The End”, mientras que al otro lado de la calle se escucha con fuerza “Mi gran noche” con Raphael, o “Hazme una señal”, de Roberto Jordán. Esa es la postal que puede caracterizar al 68, y que ilumina un movimiento sin el cual el país no sería lo que es hoy: una democracia de baja intensidad y escasa productividad pero democracia al fin; una vida pública plural pero capturada por zonas de intolerancia de izquierdas y derechas de diverso origen y motivaciones; una vida política que se debate entre el aislamiento de los partidos políticos y el activismo de algunos particulares. A cuarenta y un años, 1968 es un recuerdo pero también, por lo menos en parte, un proyecto inconcluso: el de un país más democrático, justo y libre.
Wednesday, September 30, 2009
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