Estación de paso
Efectos especiales
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 8 de mayo de 2014.
Muchas de las cosas que caracterizan la vida pública mexicana contemporánea descansan en una buena colección de imágenes y efectos especiales. Algunos son más sofisticados que otros, pero en la república de los medios, de la publicidad y de los políticos, son recursos habituales de la comunicación política y mercadológica contemporánea, algo que desde los tiempos de Groucho Marx fue advertido como una suerte de alucinación colectiva, el embrujo de fantasías más o menos sofisticadas para transformar la realidad por ciertos trucos de imágenes y del lenguaje.
Como se sabe, los efectos especiales se iniciaron en el cine y hoy acompañan a buena parte de las películas norteamericanas, y su uso se ha extendido rápidamente como recurso de atracción de casi cualquier producción cinematográfica que aspire a tener algún impacto en la taquilla. Dichos efectos son irreales, ficticios, a veces más sofisticados unos que otros, pero que intentan hacer explícitos los comportamientos de actores, actrices y situaciones, algo que el escritor David Foster Wallace denominó con malignidad el “Porno de los Efectos Especiales”, bajo el argumento de que, si se sustituyen los efectos especiales por contactos sexuales, “los paralelismos entre ambos géneros” –el porno y las películas de acción- “se vuelven tan evidentes que resultan inquietantes” (David Foster Wallace, En cuerpo y en lo otro, Mondadori, Barcelona, 2013, p.173). El poder principal de los efectos especiales es el de saturar de imágenes ficticias, virtuales o semi-reales, las “puertas de la percepción”, como se llamaba aquel librito de Aldous Huxley que inspiró a Jim Morrison y a Ray Manzarek a formar un grupo a finales de los años sesenta: The Doors.
El traslado de estos efectos especiales a la vida política y social se ha intensificado en los últimos 25 o 30 años, con la revolución tecnológica y el advenimiento de la sociedad de la información y del conocimiento. La vida social moderna es una “acumulación de espectáculos” escribió hace tiempo Guy Debord al calor del mayo francés, en 1968, y la experiencia de lo social se transforma en formas espectaculares de representación de la realidad. En política, las representaciones y los efectos especiales acompañan el espectáculo político, que tiene que ver con slogans y frases de campaña, la promoción de las obras de gobierno, o con el tratamiento de los temas públicos más importantes de la temporada. Es frecuente ver en alguna campaña publicitaria del gobierno que el crimen organizado bajó en un 2.3%, que los incendios forestales se incrementaron en un 4.2%, que el suministro de agua se ha mejorado en un 6.7%. En el reciente referéndum que organizó el gobierno municipal de Tlajomulco, en Jalisco, para refrendar o interrumpir el gobierno de su presidente, se dice que el 90% de los participantes votaron por la continuación de su mandato. Las reformas estructurales que anuncia y promociona el gobierno federal prometen bienestar social, mejoría general, reducción de gastos para los ciudadanos, mejores finanzas públicas, mientras que por otro lado se enfatiza el hecho de que ha disminuido en un 20% el índice de delincuencia asociada al narcotráfico, de que tenemos algunas decenas de muertos menos que hace dos años, que el gobierno le está ganando la batalla al narcotráfico.
Estas cifras y afirmaciones habitan el cielo cotidiano de la vida pública mexicana. Están escondidos bajo el ampuloso y extraño lenguaje de las estadísticas y de los indicadores, una narrativa política hecha de datos más que de ideas, de certezas y convicciones más que de interpretaciones y resultados. Y es una narrativa que también se extiende a los medios y entre algunos sectores de ciudadanos. La impresión es que el manejo de tasas, índices y datos comparativos aseguran la objetividad de la información, la claridad de los dichos, la contundencia de los hechos. Es un lenguaje común, que ha atrapado la atención, los modos y los reflejos de la comunicación política. Es la representación de la realidad del espectáculo político y de las políticas públicas.
La magia de los números y de los porcentajes, que frecuentemente va acompañada de gráficos y tablas comparativas, forma parte de esa política de los efectos especiales. Es decir, es una forma para tratar de explicar la realidad con números. Las frases “lo que dicen los datos duros” o “las cifras no mienten” suelen acompañar estos ejercicios. El resultado es entonces curioso. No se trata de avanzar con cautela en las posibles descripciones y explicaciones sobre fenómenos específicos, o de declarar la ignorancia franca sobre numerosos asuntos públicos, sino de que se sustituyen con una marea de datos, cifras, estadísticas y correlaciones entre variables para explicar lo que sucede “realmente” en la vida pública.
Bien visto, esa tendencia a sustituir la realidad por estadísticas forma parte irremediable de los efectos especiales de la vida pública, de la política y del mercado. Más que analizar la complejidad de las prácticas humanas lo que importa hoy es conocer sus tendencias, su dispersión, su grado de significación estadística. Es la sociedad del espectáculo representada por el imperio de los números. Y ello es la confirmación de que la construcción de efectos especiales se ha convertido no en una cuestión técnica, sino, ante todo en una nueva religión, con sus sacerdotes, sus sacerdotisas, sus rituales y sus fieles. Es lo que pensadores como John Gray han denominado desde hace tiempo como parte de la “misa negra” de la modernidad occidental del siglo XXI.
Tuesday, May 13, 2014
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment