Friday, November 06, 2020
El óxido de la incertidumbre
Estación de paso
El óxido de la incertidumbre
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 05/11/2020)
La abrupta interrupción o dramática disminución de las bolsas de financiamiento extraordinario a las universidades marcan un cambio notable en las reglas del juego entre el gobierno federal y las universidades públicas. Aunque ya desde el sexenio anterior la tendencia a la disminución absoluta y relativa de esas bolsas asociadas a programas específicos era una nota preocupante para los rectores y comunidades universitarias, lo que ha ocurrido en los primeros dos años del nuevo gobierno parece anunciar una clara ruptura con las políticas de incentivos al desempeño que caracterizaron los últimos treinta años de las intervenciones federales en la educación superior.
El asunto es delicado no sólo porque rompe con un esquema de comportamientos más o menos estables entre las universidades y el estado, sino porque no hay hasta el momento una política que compense o disminuya los efectos de la práctica desaparición de los programas de financiamiento no ordinarios. Temas como la ampliación de la cobertura, los apoyos a la formación de cuerpos académicos, la desaparición de los fondos sectoriales o mixtos de investigación, la disminución de los programas de estímulos al desempeño de los académicos, los apoyos a la solución de los “problemas estructurales” de las universidades (reconocimiento de plantillas administrativas y académicas, jubilaciones y pensiones, adeudos fiscales) son algunos de los asuntos que habitaron la agenda de la evaluación de la calidad, el financiamiento público y el desempeño de las universidades durante un largo ciclo.
Esa agenda articuló prácticas y rutinas de la gestión instiucional asociadas a los incentivos. La épica de indicadores y métricas de desempeño acompañó las narrativas del juego de las políticas con resultados difusos, paradójicos, muchas veces contradictorios, a veces alentadores. El lento incremento de la cobertura, los contradictorios procesos de evaluación y acreditación de la calidad, el mejoramiento relativo de la investigación, o la (muy tímida) renovación de las plantas académicas universitarias, son algunos de los resultados alcanzados por las políticas basadas en incentivos. Pero también hay un lado oscuro: la burocratización de la vida académica, prácticas de simulación, actos esporádicos de corrupción o desvío de recusos públicos, ambigüedad de los impactos sociales de las universidades, forman parte de los déficits de atención del desempeño institucional. Ello no obstante, la virtual eliminación de los programas extraordinarios coloca a las universidades en una situación financiera extremadamente complicada, dado que esso programas fueron concebidos como fondos compensatorios de financiamientos ordinarios prácticamente estancados o disminuidos de manera relativa a lo largo de los sexenios anteriores.
No es claro cuál es la razón política de la virtual cancelación de los fondos extraordinarios, pero algo tiene que ver tanto con la lógica de centralización política de los recursos públicos por parte del ejecutivo federal, como con las políticas anticorrupción y de austeridad recrudecidas por la catastrófica crisis sanitaria y económica de este año. Quizá también está relacionada con un cambio de fondo en el paradigma de las políticas de educación superior del nuevo gobierno, aunque esto no se contempla ni en el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, ni el el Programa Sectorial de Educación 2020-2024, ni en el anteproyecto de la nueva Ley General de Educación Superior que aguarda a ser discutida en el Senado antes de que finalice este año.
La discusión y eventual aprobación del presupuesto de egresos de 2021 arrojará luz sobre la decisión tomada, y la existencia, o no, de alternativas de financiamiento adicional a las universidades públicas federales y estatales. En estas circunstancias, los posibles escenarios son dos. Uno es dar marcha atrás en la cancelación de los fondos extraordinarios federales y concentrarlos en un fondo extraordinario único, que anteceda al “Fondo federal especial de educación superior” contemplado en el anterpoyecto de la LGES, y que comenzaría a operar hasta 2022. El otro escenario es incrementar de manera significativa el presupuesto ordinario a las universidades mediante nuevas disposiciones y controles gubernamentales. No obstante, ambos escenarios son complicados por la crisis de financiamiento público que experimentará el sector en lo que resta del sexenio y tal vez de la década.
En cualquier caso, las nuevas reglas del juego dictadas por el oficialismo anticipan conflictos, tensiones y, quizá, tambores de guerra en el sector universitario nacional. Mientras los principales actores involucrados -funcionarios federales, directivos universitarios, profesores, investigadores, estudiantes de posgrado- aguardan para conocer las nuevas reglas para trazar sus propias estrategias, el juego se mantiene en una pantanosa zona de incertidumbre agravada por la gestión cotidiana de la crisis sanitaria y económica nacional. La tensión entre la lógica de los incentivos y la lógica del control gubernamental está situada justo en el centro de las relaciones entre la desinstitucionalización de las políticas de estímulos y el óxido de la incertidumbre política.
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