Estación de paso
¿Chantajes?: dinero y política universitaria
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 17/10/2019)
El miércoles 9 de octubre, treinta universidades públicas estatales realizaron un paro de labores de 12 horas en protesta por la situación financiera que padecen desde hace tiempo, y que coloca a diez de ellas en riesgo de suspender pagos de nómina a sus trabajadores. Convocados por la Coordinadora Nacional de Trabajadores Universitarios (CONTU), los sindicatos universitarios decidieron manifestar sus demandas de mayor financiamiento a las universidades involucradas, para mantener la regularidad salarial y abordar problemas acumulados en las finanzas institucionales desde hace tiempo. En respuesta a esos paros, el Presidente manifestó la mañana siguiente que no habría más aumentos a las universidades que lo ya considerados en el presupuesto del 2020, y de que “no cedería a chantajes”.
Las escenas y el lenguaje del momento son ilustrativos de lo que el oficialismo cree en torno a las demandas de las universidades públicas. Para el obradorismo, al parecer, resulta incomprensible, ilegal, o inmoral, que las universidades exijan mayores recursos presupuestales. Su lectura es que las movilizaciones son expresiones de bloqueo y presión a los compromisos de la cuarta transformación y las políticas de austeridad que le acompañan. Desde la atalaya presidencial, los paros son manifestaciones reaccionarias, conservadoras, desesperadas, frente al proyecto de cambios que impulsa el oficialismo en el poder. Resulta curioso, paradójico o irónico, que el nuevo gobierno continúe una tendencia iniciada desde los años ya lejanos del salinismo respecto de las universidades públicas: la desconfianza como principio político de las políticas de financiamiento público hacia esas instituciones.
Es muy conocido el hecho de que desde hace varios años muchas universidades públicas enfrentan severos problemas de financiamiento, derivados de múltiples causas, que han alimentado diversas interpretaciones sobre el problema. Algunos las definen como “crisis del modelo de financiamiento público”, que consiste básicamente en la ampliación de la brecha entre los crecientes costos de mantenimiento de la nómina y la infraestructura de las universidades públicas y el estancamiento de la capacidad de gasto del gobierno federal o de los gobiernos estatales para cubrir esos costos. Otros han señalado que es la opacidad, la corrupción y el despilfarro de las universidades la causa profunda de los problemas del financiamiento público de esas instituciones. Algunos más, han señalado que es la irresponsabilidad financiera del Estado lo que motiva el déficit acumulado de problemas como el de pensiones y jubilaciones, el pago de impuestos y los adeudos a proveedores de las universidades, por el cual estas instituciones han sido abandonadas a su suerte.
Cualquiera de estas interpretaciones es, por supuesto, discutible. Pero el diagnóstico del obradorismo parece coincidir con la segunda de ellas. Como antes lo hicieron los gobiernos priistas y panistas, existe la creencia arraigada (o el prejuicio renegrido) de que las universidades están capturadas por mafias y grupos de poder que las usan para su propio beneficio, y donde las comunidades de trabajadores, profesores y estudiantes están penetradas por los intereses de “castas doradas” que lucran con los presupuestos universitarios. Eso explica el frecuente menosprecio o la franca descalificación de la Presidencia de la República sobre los reclamos de las universidades para solicitar o exigir mayores recursos públicos federales. La sospecha, o certeza, de la conspiración de mafias universitarias está detrás de esa actitud.
Más allá de las creencias presidenciales, el problema real es que el asunto de los déficits financieros de las UPES se ha acumulado aceleradamente en los últimos veinte años, y es la expresión monetaria del incremento de la cobertura, la contratación de nuevos profesores (tanto de tiempo completo como de asignatura), los costos de los procesos de aseguramiento de la calidad, los programas de incentivos al desempeño, y las exigencias de incremento acelerado de las actividades de investigación como parte de los nuevos patrones de legitimidad, prestigio y reputación institucional de las universidades mexicanas.
Pero el tema crítico, estratégico, del incremento de los déficits financieros tiene que ver con dos factores relevantes, de carácter estructural. De un lado, los bajos salarios de los trabajadores, profesores e investigadores de la mayor parte de las públicas estatales, que han intentado ser equilibrados con políticas de compensación salarial a través de los programas de incentivos instrumentados a raíz de los procesos de modernización de la educación superior universitaria desde los años noventa. Del otro lado, el acelerado proceso de envejecimiento de los académicos y trabajadores administrativos universitarios, que presionan a esquemas de pensiones y jubilaciones que resultan muy poco atractivos para los individuos y no sustentables para las instituciones.
Esta complejidad causal está en la base de los reclamos observados en las movilizaciones universitarias de la semana pasada. Calificarlas como “chantajes” confirma con claridad un par de cosas. Uno, que el oficialismo continuará con una política general de desconfianza hacia las universidades públicas estatales y federales. Otro, que la complejidad del tema universitario es un asunto que se le indigesta al oficialismo político. En cualquier caso, todo apunta, una vez más, hacia la consolidación de un tiempo nublado para las finanzas de las universidades, que tendrá impactos directos en el ejercicio de sus autonomías y libertades académicas y organizativas.
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