Correr al burdel o invocar a los ángeles
Adrián Acosta Silva
Ya pasaron los tiempos en que a los burdeles se les solía llamar congales. Después de los cabarets, de la ola incontenible de los topless y table-dance, y la explosión anárquica de los “antros” –eufemismo de cantinas, cervecerías o bares sofisticados donde consumen generalmente jóvenes de clases medias y acomodadas-, los viejos congales/burdeles quedaron relegados, en el olvido, simplemente desaparecieron o fueron marginados en las calles de los centros históricos de las ciudades o en las periferias empobrecidas suburbanas.
En los burdeles solía encontrarse una atmósfera inconfundible dominada por el humo, el alcohol y las putas. Cioran los entendía como refugios de desesperados contra el horror a la muerte; en sus célebres Silogismos de la amargura, confiesa que, siendo adolescente, para escapar de ese horror, “corría al burdel o invocaba a los ángeles”. En esos sitios, a veces un resplandor mortecino iluminaba una pista de baile donde los hombres la usaban a cambio de una módica ficha con alguna de las muchachas dispuestas para ello. Pero el centro de todo buen congal eran las mesas y la barra, dominada por grandes y viejos espejos en espacios oscuros, con penetrantes olores de humedad y humanidad. Beber una cerveza, un tequila, un ron con coca cola, era un hábito de solitarios, una forma de pasar el rato, de pensar y no pensar. A veces, un hombre solo, o un grupo de amigos, se reunían para beber y conversar, saludar a las putas, observar a los otros.
Las representaciones de los burdeles solían ser más interesantes. La imaginería elitista o la popular le daban connotaciones diferentes. Eran lugares vistos como sótanos siniestros de la vida social, sitios donde borrachos y pirujas habitaban las mesas y barras, empapados en alcohol y humo de cigarro, olores de perfumes baratos y joyería de fantasía. De alguna manera, visitar congales producía imágenes semejantes al barroquismo de una película de Ripstein, a pinturas de Edward Hooper, la atmósfera de una novela de Bukowski, o alguna fotografía de los Casasola de los años treinta: imágenes metálicas, melancólicas, de penumbras y soledad. Los lupanares eran vistos como espacios de perdición, pecado, lujuria y depravación moral, buenos para desahogar penurias permanentes o festejar júbilos fugaces. Las narrativas católicas que nutrieron la moralidad republicana moderna penetraron a las leyes federales, bandos municipales y burocracias gubernamentales, colocando a las casas de citas, cabarets y congales lejos de escuelas, iglesias y edificios públicos, aunque en la práctica ello no ocurrió siempre así.
En ese territorio había un orden diferenciado por jerarquías, un lenguaje público de distinción entre los lugares. En el fondo de las clasificaciones estaban las pulquerías, luego le seguían los burdeles, congales, y casas de citas (todos sinónimos de lo mismo), en la cima los bares y cabarets, y ahora los antros. Había lugares que tenían un poco de todo. En el barrio de San Juan de Dios, en Guadalajara, por ejemplo, la “zona roja” era la delimitación geográfica de ese tipo de negocios, donde hoteles de paso de aspecto intimidante coexistían con cantinas y cabarets. La Tarara, El Sarape, el King Kong, el Afrocasino, estaban muy cerca de sitios legendarios como La Sin Rival, La Iberia o La Fuente (las tres cantinas más antiguas de la ciudad), un poco más hacia el centro La Alemana, el Bar Cue, el Lido, y unas cuadras al oriente célebres prostíbulos-cantinas como La Comanche, La Cachucha, el Guadalajara de Día, o Las Cascadas, justo frente a la vieja penal de Oblatos. Era un circuito interesante gobernado por el orden impuesto por bules y congales, putas y borrachos, policías corruptos, individuos taciturnos, políticos licenciosos, comerciantes y burócratas en horas libres.
Hoy, las cosas han cambiado. Las representaciones sociales sobre los nuevos espacios del sexo y alcohol son otras. Nuevas prohibiciones (no fumar), formas renovadas de criminalidad (redes de prostitución, narcotráfico), preferencias estéticas y hábitos de consumo hiperindividualistas han modificado los significados de bebederos y burdeles. Los tiempos modernos son hechura de una colección de soledades distribuidas caóticamente en las redes sociales. Los congales son sitios exóticos, sin el glamour que exigen ahora los antros ni los sonidos del nuevo pop (gobernado por el regeton o las bandas gruperas), donde la búsqueda de fama instantánea, la exhibición del dinero y la distinción, o el poder del clasismo suelen ser los códigos sociales al uso. La pandemia ha colocado en el centro otras formas de gestión de nuestras propias soledades, encerrados entre las paredes y ventanas de hogares que antes solían ser sólo dormitorios. Bajo el dominio de rituales y reglas que hacen de los festejos multitudinarios y ruidosos el código obligatorio de la convivencia social, la soledad imaginaria de los congales, con su sensación de tiempo alargado y sombras protectoras, parece más lejana que nunca.
Monday, June 15, 2020
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