Friday, August 01, 2008

U. de G. Ruidos, nueces y tambores

U. de G.: ruido, nueces y tambores
Adrián Acosta Silva

La considerable serie de acontecimientos que en las últimas semanas han pasado de las oficinas y pasillos de la Universidad de Guadalajara (U. de G.) a las fauces de la bestia insaciable de los medios (la venenosa expresión hay que acreditarla con todos los honores a Norman Mailer), han configurado un escenario de conflictos alimentado por hechos duros, impresiones instantáneas y percepciones mediáticas. La serie de declaraciones, desplegados y rumores que se han acumulado en los diarios locales y algunos nacionales –cuya abrumadora mayoría señala un reclamo abierto a la actuación del Rector General de la U. de G.-, han coloreado la escena política universitaria local con los matices blanco/negro de siempre. Luego de varios conflictos localizados y aislados ocurridos en los primeros meses de su gestión (desde actos de violencia en las elecciones para dirigentes de la organización estudiantil –la FEU-, y la denuncia de intervención del vicerrector en la vida política estudiantil y académica, hasta la renuncia del ombdusman de los medios de comunicación universitarios, escándalos de corrupción en el hospital universitario, y una serie de desplegados entre los cuales destaca una carta del Consejo de Rectores, donde 12 de los 15 titulares de los centros acusan al rector general de protagonismo y descuido de sus funciones básicas), el clima institucional de la universidad está dominado por el sonido de tambores de batalla, mientras algunos ya han soltado desde hace tiempo los perros de la guerra mediática. Varias hipótesis y especulaciones rodean las interpretaciones en torno al significado y alcance del conflicto universitario, y cada una argumenta a su modo la validez de sus afirmaciones. Para colocar en contexto y perspectiva el pleito institucional, quizá vale la pena proponer un mapa interpretativo básico, que permita comprender -más que enjuiciar, denunciar, o profetizar-, la complejidad de lo que ocurre en los patios interiores (y ahora también en muchas de las fachadas) de la U. de G.

1. Es más o menos conocido el hecho de que la llegada de Carlos Briseño Torres a la rectoría general de la U. de G. significó la culminación de un ciclo previo de negociaciones y alineamientos iniciado, por lo menos, desde la salida a finales del 2005 de Tonatiuh Bravo Padilla de la vicerectoría universitaria (el segundo puesto en importancia en la administración central), para ser electo como diputado federal por el PRD. El procedimiento y el resultado fueron quizá indeseables para muchos pero no extraños. Ha ocurrido así desde por lo menos los últimos tres rectores (Victor González Romero, Trinidad Padilla López y el propio Briseño), y responden más o menos fielmente al esquema de pesos y contrapesos en cuyo centro real, fáctico o simbólico, se encuentra desde finales de los años ochenta la figura de Raúl Padilla López (RPL). Varios de quienes ahora o desde hace tiempo lanzan en tono de denuncia o acusaciones estos métodos y modos de la vida política universitaria local, suelen practicar el viejo hábito de descubrir el agua hervida, el hilo negro, o que la lluvia moja. Otros manifiestan en tono más directo su molestia porque ahora que están en la titularidad de los más altos puestos universitarios, se dan cuenta -mal y tarde, corearía Sabina-, que el esquema de distribución del poder que les permitió arribar a esos puestos, es ahora el mismo que les exige respetar los modos y contrapesos pre-existentes, y las reglas escritas y no escritas que gobiernan las trayectorias de ascenso y descenso político-institucional en la universidad. Ya lo decía un clásico: llegar al poder no es lo mismo que ejercer el poder, aún invocando el principio de autoridad como exorcismo retórico de los demonios informales de la política. Esa es una de las fatalidades de los políticos, universitarios y no. Hay que recordar los casos de Fox en la Presidencia, o de Barnés, en la UNAM.
2. Desde su llegada el 1 de abril del 2007 el Rector Briseño anunció que él sería el impulsor de la “tercera gran reforma” de la U. de G., luego de la que impulsara José Guadalupe Zuno en 1925 con la reapertura de la universidad, y la que lanzara Raúl Padilla en 1989 con la creación de la red Universitaria de Jalisco. Centrado en el discurso de la transparencia y la rendición de cuentas como los ejes de su administración, el rector y sus asesores pronto quedaron atrapados en la confusión de medios y fines, en los que el discurso no encontró asidero en un proyecto institucional académico y público. En los meses siguientes, en el discurso y los hechos, el rector general no presentó ni ideas ni acciones que articularan el gran proyecto reformador que anunciaba con ambición pero sin contenidos desde su discurso de toma de posesión. En su lugar, pleitos por el control de puestos, representaciones corporativas y del presupuesto, marcaron la tónica de una administración incapaz de presentar un frente coherente de acciones y decisiones. Por el contrario, una cada vez mayor presencia mediática, y una alianza estrecha con el gobernador panista del estado, Emilio González, mostraron que los cálculos y expectativas del Rector estaban fuera de la Universidad. El primer informe del rector, celebrado en el paraninfo Enrique Díaz de León, en abril de 2008, mostró el color metálico del conflicto y las arriesgadas apuestas del rector: la presencia de la Presidenta nacional del PRI, del Cardenal Sandoval Iñiguez y del gobernador de Puebla, en primera fila del escenario, contrastaron con la ausencia de los hermanos Padilla López del ritual y del espectáculo. En esas condiciones, una sorda batalla se desarrolló en los diversos centros universitarios y la administración central, en la que los golpes bajos, filtraciones a la prensa, el aplazamiento de decisiones, cuestionamientos públicos hacia exrectores y grupos afines, deterioraron rápidamente la cohesión inicial de la “coalición padillista” que apoyó la llegada de Briseño a la rectoría (y que absorbió también los costos de transacción de perdedores y ganadores),y abrió al camino a un ciclo de conflictos y pleitos que hoy dominan las relaciones políticas de los dirigentes universitarios.
3. ¿Qué explica la centralidad de RPL en la vida política universitaria? ¿Cómo entender en este contexto el conflicto actual de la U. de G.? En otros textos he argumentado que el proyecto de reforma lanzado por RPL cuando fue electo rector de la U.de G. para el período 1989-1995, detonó un conflicto y una ruptura con el grupo que lo había llevado a la rectoría, liderado entonces por Álvaro Ramírez Ladewig, hermano del asesinado Carlos Ramírez, el hombre fuerte de la Federación de Estudiantes de Guadalajara (FEG) desde finales de los años sesenta y hasta 1975 (el año de su asesinato en las calles de Guadalajara). En ese contexto, RPL articuló una alianza con diversos sectores académicos y políticos internos tradicionales y emergentes -entre los que hay que incluir a ciertas franjas de la izquierda política y académica-, que culminó en la formación de lo que puede denominarse como la “coalición padillista”, una coalición que proveyó el soporte político necesario para la reforma, y que permitió su implementación y consolidación en los años siguientes. Esa coalición significó también la construcción de una gobernabilidad institucional centrada en una red de intercambios políticos en cuyo centro se consolidó y expandió la figura de RPL.
4. Las prácticas políticas universitarias durante la era del padillismo han provocado varias condenas morales pero también varios reconocimientos políticos. En el primer flanco, muchos de los críticos argumentan que la vida política universitaria no está fundada en la esencia académica de la universidad, y que por eso la ilegitimidad de un rector y un grupo es directamente proporcional al desplazamiento de los núcleos académicos de las decisiones institucionales, entre ellas las de la elección del rector y los rectores de los centros, la distribución del presupuesto universitario, o la implementación de un proyecto institucional centrado en lo académico. El supuesto duro del razonamiento de los idealistas/moralistas es de que sólo un máximo de pureza académica puede acabar con los vicios de la política universitaria; y aún más: de que los académicos químicamente puros son prácticamente unos santos. Otros críticos han señalado en un tono de escándalo más acusado, que un pequeño grupo de la universidad se ha enriquecido y enquistado en el poder, sin ver más allá de sus propios intereses y posiciones. En este razonamiento, la vida universitaria no puede entenderse sin aceptar el hecho de que hay que despolitizar (“despadillizar” dirían algunos) a la U. de G., para que encuentre ahora sí una vida institucional sin adjetivos ni molestas conflictividades derivadas del esquema actual de relaciones políticas universitarias.
En la segundo mirada, la de los realistas/pragmáticos, actores directos y observadores externos han valorado positivamente el hecho de que un esquema de relaciones políticas como el de la U. de G. ha permitido no solamente la gobernabilidad institucional en los últimos veinte años, sino que también explica su anclaje en una política expansionista que va más allá de la docencia y la investigación para colocar sus intereses en la creación de megaproyectos como el Centro Cultural Universitario en Zapopan, la FIL, la Muestra de Cine, etc. Desde esta perspectiva, la centralidad de un personaje no sólo es deseable sino también inevitable, dado el hecho de que el grupo impulsor de la reforma de 1989-1995, que apostó fuerte en el diseño e implementación de los cambios, es el principal interesado en controlar y consolidar el proyecto reformador, y en ajustar la estructura y prácticas universitarias en torno a dicho proyecto. Como grupo político experimentado, el padillismo sabe que la consolidación es no sólo un asunto universitario, sino que es indispensable construir un contexto estatal y nacional favorable al proyecto, por lo que algunos de sus miembros buscan u ocupan puestos clave en partidos políticos, congreso local y federal, o desarrollan funciones públicas en distintos niveles de gobierno. En estas circunstancias, los grupos, corrientes, camarillas o sectas que habitan la política universitaria juega con los códigos duros de la política en general: realizando acciones, calculando riesgos, administrando ambiciones, intercambiando fuerzas, estableciendo compromisos, o rompiéndolos cuando no les convienen.
Ambas posiciones muestran los extremos frente al conflicto universitario desde hace muchos años, y no me queda más remedio que exagerar y colocarlas como dos miradas polarizadas del mismo “animal”, en este caso la política en la U. de G. Los diagnósticos parten de motivaciones y premisas diferentes, de concepciones encontradas y, en algunos casos, de experiencias frustradas. Sin embargo, aunque parezca sea extraño, moralistas y prácticos, idealistas y realistas, tienen algo de razón. Intentaré explicarme.
5. El proyecto de reforma iniciado en 1989 tuvo la virtud de cohesionar a muchos grupos e individuos (organizados y no), en la necesidad de una reforma institucional que fuera a la vez una reforma política, administrativa y académica. Frente al estado de desastre de la universidad derivado de los efectos financieros de la “década perdida”, y frente a un esquema de dominación política prebendario, corporativista y clientelar que dominaba la vida universitaria desde los años setenta (marcada por la Federación de Estudiantes de Guadalajara, la FEG, de una historia más bien siniestra), la alternativa fue bien vista interna y externamente. La construcción de una ambiciosa agenda de transformaciones se colocó en el centro de la discusión y el debate universitario, y el resultado fue el de la departamentalización de la vida académica y administrativa, la creación de una red universitaria estatal, con la conformación de las bases de una nueva carrera académica universitaria para el profesorado y para los investigadores, el establecimientos de sistemas de planeación y evaluación de la red, etc. Las coincidencias fundamentales en torno a un proyecto, más que a una persona o grupo, significó la posibilidad de construir un nuevo modelo universitario y legitimar la presencia histórica de la U. de G. en el estado y en el país. Al mismo tiempo, en un escenario de virtual ausencia de políticas educativas y culturales de gran envergadura por parte de los gobiernos estatales de los últimos treinta años (priistas y panistas), la coalición reformadora de la U. de G. colocó la mira en la creación de un ambicioso proyecto político y cultural que confluye desde principios del siglo con el proyecto de creación del Centro Cultural Universitario en Zapopan. Bien visto, este proyecto- impulsado naturalmente por Raúl Padilla-, no es incongruente con el proyecto expansionista de la reforma universitaria, sino que es más bien su consecuencia lógica. Frente a la ausencia de cualquier proyecto cultural del panismo en el poder desde hace ya casi tres lustros, la iniciativa universitaria ha provocado sospechas, acusaciones y recelo por el tamaño y los costos del proyecto, sin reparar demasiado en los beneficios sociales, educativas y aún económicos que puede representar al estado y a la propia universidad en el mediano y largo plazo.
6. Esta transformación tuvo por supuesto una dimensión estrictamente política. El desplazamiento de un viejo modo de hacer política universitaria basada en la toma de acuerdos de poderes fácticos con poca o nula representación y perfil académico en la universidad, significó la posibilidad de construir una nueva forma de hacer política universitaria. La estructuración de las relaciones políticas universitarias ha respondido, como en toda organización compleja, a la necesidad de articular los intereses de los grupos y sectores, con la generación de reglas y compromisos para conducir a la universidad bajo criterios de legitimidad, eficacia y estabilidad. La reforma universitaria de los primeros años noventa permitió estructurar una gobernabilidad centrada en los intercambios políticos entre los grupos que conformaron la “coalición padillista”, como un conjunto de grupos con autonomía relativa en distintos campos de la vida universitaria y extra-universitaria, pero que conformaron una coalición reformadora que es la que explica la viabilidad de la reforma de la U. de G. pero también su relativa consolidación en diversas esferas. Esa coalición reformadora se convirtió en una coalición estabilizadora y posteriormente en una de carácter conservadora. No es extraño. Esa es la maldición de todos los revolucionarios y de todos los reformadores: tarde o temprano se vuelven conservadores.
El problema es que la reforma universitaria local es todavía, en más de un sentido, un proyecto por construir. Hay claroscuros habitados por logros, déficits y mezclas extrañas de efectos deseados y perversos. Eso requiere un balance puntual que deben hacer los universitarios, pero que puede ser la base para un nuevo ciclo de reformas que para consoliden los avances académicos de la universidad, pero también para fortalecer la naturaleza pública de su quehacer, sus procesos y resultados. Si uno observa lo que ha ocurrido desde los primeros años del nuevo siglo, es un hecho el debilitamiento paulatino y silencioso de la autonomía universitaria, debido no solamente a la hiper-politización de la institución derivada de los esquemas de gobernabilidad construidos en el pasado reciente, sino también en el hecho de que los partidos políticos y en especial, el nuevo oficialismo panista en Jalisco, han planteado diversas acciones de intervencionismo en la vida institucional, sin una idea clara de que hacer con la universidad (y con la educación superior en general), con procedimientos burdos, que intentan ser implementados con la delicadeza de un elefante.
Pero la autonomía universitaria se ha visto también debilitada (y quizá en un grado considerablemente mayor) por la pasividad con que las autoridades universitarias han adaptado su funcionamiento a las políticas federales en educación superior. Bajo el discurso de la calidad y la evaluación, las prácticas burocráticas y académicas de la universidad se han visto crecientemente gobernadas por el llenado de formatos y formularios elaborados desde las oficinas centrales de la SEP o, peor aún, de las de Hacienda. El discurso de la transparencia, como el de la rendición de cuentas, y la producción masiva de indicadores relacionados con por lo menos los diez grandes programas federales de recursos extraordinarios (PIFI, PROMEP, FOMES, PROADU, PRONABES, y demás siglario) a los que se somete desde hace varios años la administración central de la universidad, ha llevado al hecho de que las funciones sustantivas de la universidad sean desplazadas por una frenética actividad para construir indicadores de desempeño y reportes de transparencia en todos los niveles de la estructura universitaria, con los cuales los rectores negocian mejores presupuestos o se lucen rente a los medios, sin reparar en los efectos institucionales que esas actividades han tenido en la vida académica y escolar de la universidad.
7. En este complejo contexto no caben por ello las posiciones reduccionistas ni simplificadoras de la realidad universitaria actual. Ni el moralismo naif –bienintencionado o hipócrita-, ni el pragmatismo salvaje son capaces de dar cuenta de la complejidad de la vida institucional. Por ello es cierto, en parte, que es necesario “academizar” la vida universitaria, colocando en el centro el fortalecimiento de los procesos de docencia, investigación y difusión, y propiciando una mayor participación de los profesores e investigadores de la universidad en el gobierno de la institución. Por otro lado, también es cierto que es indispensable preservar la estabilidad como un valor central de la vida política universitaria, conjugando la legitimidad de los liderazgos académicos y políticos universitarios, con la mejora de la eficacia de la reforma universitaria y el incremento de la responsabilidad pública de la U. de G. En otras palabras, hay que conjugar la academización universitaria con la gobernabilidad institucional, lo que implica saber equilibrar tensiones, dirimir conflictos, y estar preparado frente a los riesgos e incertidumbres de un contexto que no es muy amigable desde hace tiempo con las universidades públicas. Las oligarquías académicas, las redes informales, los sindicatos y organizaciones académicas, los grupos políticos tradicionales o emergentes, los liderazgos formales o organizaciones estudiantiles, deben ser capaces de construir un arreglo institucional capaz de contener conflictos, ambiciones desmesuradas y autoritarismos viejos o emergentes.
Ello requiere de un balance de la reforma universitaria que conduzca a la elaboración de una visión actualizada o renovada del proyecto institucional planteado hace casi dos décadas, y a un rediseño de la vida política y el gobierno de la universidad. Quizá habría que explorar la idea de nuevos órganos de gobierno (como la creación de una Junta Universitaria o de Gobierno) que contribuyeran a despolitizar la vida política y fortalecer la vida académica y las libertades de investigación y enseñanza que se han construido y legitimado en la U. de G. durante los últimos años, a pesar o en contra del activismo político de los diversos liderazgos universitarios, formales o fácticos. Habría que revisar también la conformación de los órganos de gobierno para diferenciar funciones e incrementar el peso de las visiones académicas en las decisiones institucionales, sin contribuir a la burocratización universitaria pero despolitizando los procesos académicos.
La universidad posee hoy un capital académico e institucional importante, y sus procesos educativos y prácticas académicas y de investigación no pueden reducirse a la disputa entre dos personajes, dos corrientes o dos expresiones de la misma fórmula. La política universitaria que hoy se despliega a los ojos públicos no debería opacar el hecho de que la mayoría de los universitarios miran de reojo, con hastío o peor aún con indiferencia lo que ocurre en la rectoría y sus alrededores. Después de todo, si algo ha cambiado en lo que va de 1989 a la fecha, es justamente el contexto institucional del conflicto político entre la elite dirigente universitaria, en la que decenas o quizá cientos de profesores e investigadores laboran con el propósito de desarrollar un trabajo académico bien hecho, con seriedad y sin colocar en la mira la búsqueda obsesiva de premios, puestos o reconocimientos políticos o institucionales, que coexisten también con los activistas, los oportunistas o los cínicos de siempre, sin distinción de género, de posiciones políticas o afanes ideológicos. La polvareda que ha levantado el conflicto político universitario de estas semanas, ha mostrado quizá los límites e imposibilidades de la fórmula política que habita el corazón de la gobernabilidad universitaria local, pero seguramente también ha permitido visualizar la necesidad, o la posibilidad, de hacer de la U. de G. una institución que refleje sus logros académicos y sociales más allá del espectáculo de la política universitaria y sus personajes de ocasión.
8. La gran lección de la crisis política de la universidad de estos días es que no basta la incontinencia verbal y mediática para construir una imagen o un proyecto, pero tampoco es la afirmación de las prácticas políticas tradicionales basadas en liderazgos fácticos, la que nos puede conducir hacia la consolidación de una mejor universidad pública para Jalisco. No hay tampoco soluciones fáciles ni mágicas para resolver los problemas políticos universitarios, como lo proclaman a los vientos mediáticos los nuevos conversos de la transparencia, la calidad y la excelencia. El asunto es complejo y exige prudencia, mesura y responsabilidad política de los actores, valores ciertamente extraviados desde hace tiempo del debate público universitario.
Muchos de los jóvenes que ahora están estudiando en la U. de G. no habían nacido aún cuando se inició la reforma universitaria. Varios de los actores políticos principales de la universidad (la “generación de la reforma”, podríamos decirle, sin exageraciones ni historicismos alucinantes), son hoy cincuentones o sesentones que están tocando la puertas del cielo de la jubilación o el retiro, necesario o prematuro según sea el caso. Entre estas dos generaciones es necesario abrir un nuevo debate que coloque en perspectiva los logros, los déficits y los desafíos de la U. de G. Quizá en este marco, la vida política y el gobierno de la universidad encuentren un mejor y mayor referente socio-institucional que el que nos muestra la personalización del pleito entre un rector, algunos exrectores y otros personajes y personajillos de nuestra vida pública institucional. Sin ese examen y debate, la crisis política que se observa entre la clase dirigente de la U. de G. seguirá siendo visto como un encarnizado pleito por el poder y el dinero entre un grupo encabezado por un rector sin proyecto institucional, ni ideas claras ni fuerza política, y un exrector que representa, para mal o para bien, el establishment universitario. En esa postal, una multitud multiforme observa con pereza, ansiedad, desinterés o resignación, los posibles desenlaces de un espectáculo que, en muchos sentidos, apenas empieza.

Todos esos años. Nexos 368

Todos estos años

Adrián Acosta Silva


Soledad Loaeza. Entre lo posible y lo probable. La experiencia de la transición en México. Ed. Planeta, Col. Temas de Hoy, México, 2008, 236 págs.

La multitud de pequeñas y grandes transformaciones de la vida política mexicana en los últimos cuarenta años (1968-2008) ha sido objeto de las más diversas diatribas y elogios, polémicas airadas y pleitos a secas entre la comunidad académica e intelectual mexicana, en torno al sentido y profundidad de los cambios y sus efectos en la conformación de la modernidad cultural y política de la sociedad mexicana. No han faltado las descalificaciones y los arrebatos, las confusiones y los fanatismos, pero es difícil identificar un consenso básico en torno al principio y fin del cambio político mexicano. Quizá el ciclo pueda ser visto no más como el despliegue de una transformación democrática de grandes dimensiones aunque de desencantos previsibles o inesperados.

Por supuesto que la discusión sobre el “punto de arranque” de lo que se ha denominado convencionalmente como la transición política mexicana hacia la democracia es, ha sido siempre, un tema polémico, como también lo es la fijación del punto de terminación de esa prolongada o corta transición mexicana, según quiera verse. Algunos colocan el punto de arranque en fenómenos sociológicos con implicaciones políticas, como el movimiento estudiantil de 1968. Otros afirman que la transición comenzó en 1976-1977 con la reforma político-electoral, pero otros lo colocan hacia la fractura del PRI en 1987, y la creación del Frente Democrático Nacional con la figura de Cuauhtémoc Cárdenas como emblema y centro cohesivo, y las polémicas elecciones presidenciales de 1988. Hay quienes afirman que fue la alternancia (con la llegada del PAN a la presidencia en el 2000) la que hizo posible la democracia. Algunos otros dirán que no ha habido ningún cambio político mexicano, o que es sólo una invención discursiva para favorecer ciertas interpretaciones políticas, pero estos planteamientos entran en el fangoso terreno de la metafísica política. En fin: es difícil llegar a un acuerdo entre especialistas, historiadores y opinadores amateurs y profesionales respecto al punto de inicio y término del proceso democratizador mexicano.

El texto de Soledad Loaeza es justamente un recorrido en varios de los puntos clave de la experiencia mexicana de democratización política. No es una discusión académica sobre modelos de cambio político entre los que podría encontrar explicación la experiencia mexicana (un típico movimiento intelectual para buscar realidades que se ajusten a los modelos), sino un análisis puntual de algunos de los nudos factuales que recorren la cuerda larga y desordenada de la democratización a la mexicana. El texto reúne y en algunos casos actualiza un puñado de artículos de la autora publicados entre 1989 y 2007 en distintos medios, elaborados en torno a algunos de los momentos que habitan el cambio político mexicano. Desde el movimiento estudiantil de 1968 hasta las elecciones presidenciales de 2006, Loaeza describe, conjetura, plantea hipótesis interpretativas, discute otras interpretaciones, elude determinismos varios, y critica con precisión y elegancia los diagnósticos instantáneos que tanto han abundado a lo largo de estos años.

Loaeza ha sido una destacada actora y promotora del debate intelectual y la reflexión académica al proceso de cambio político, y ha nutrido con generosidad y lucidez, ideas e interpretaciones en torno a la significación cultural y social de nuestra peculiar conflictividad política. Sus trabajos sobre las clases medias y política en México (1988), o sobre el Partido Acción Nacional (1999) son obras de consulta obligada para comprender la manera en que los intereses y las ideas, las estructuras sociales y el crecimiento económico o la urbanización y la educación, alteraron el México posrevolucionario y la re-configuración de las relaciones entre las elites mexicanas.

El hilo conductor que se puede advertir en el desarrollo de los textos, es que el cambio es producto de una llama doble. Por un lado, es fruto del largo proceso de modernización política iniciado desde los años cincuenta, un proceso habitado por conflictos, incertidumbres, y desenlaces coyunturales de mayor o menor impacto. Pero, de otro lado, es también producto de la des-estructuración de la capacidad cohesiva del Estado mexicano. Este doble argumento explica ciclos de conflicto, incertidumbre y acuerdo gobernados por impulsos y fuerzas de diversa intensidad, sean de orden sociocultural, económico o político. Esta “teoría de los ciclos” coloca el énfasis de la sociología histórica como un proceso gobernado por tendencias, lógicas y fuerzas diversas, que producen resultados consistentes con trayectorias históricas pero también efectos perversos o inesperados. En cualquier caso, es una lente analítica que desconfía de las trayectorias lineales basadas en las viejas ideas del progreso político. “La transición mexicana da prueba de que la democracia es una experiencia abierta a la que subyacen tensiones y perplejidades, que es indisociable de un trabajo de exploración, de ensayo y error, de acción y reflexión” (p. 11)

A partir de este argumento, el libro reúne 9 artículos publicados en distintos medios académicos y periodísticos, ordenados en forma de su aparición cronológica. Los dos primeros (“La sociedad mexicana en el siglo XX” y “1968: los orígenes de la transición”), tratan de la configuración de las estructuras, los actores y las relaciones políticas que explican el movimiento transicional mexicano del último tercio del siglo XX y los primeros años del XXI. Se trata de transiciones episódicas (como las caracteriza Giddens), construidas en un contexto de fragilidades institucionales y acentuadas desigualdades económicas: “El siglo XX mexicano estuvo marcado por el cambio y las rupturas más que por las continuidades. Tampoco puede decirse que la desigualdad es una prueba del fracaso de la modernización mexicana, porque su objetivo no era destruirla sino moderarla y atemperar sus efectos” (p.38)

Para Loaeza, existe un vínculo lógico e histórico entre 1968 y 1988, que va de la movilización social a la insurrección electoral. El saldo mayor del 68 mexicano es una rebelión antiautoritaria que marcó rutas de movilización y participación política que terminaron por desbordar el cada vez más estrecho marco del hiperpresidencialismo, la dominación corporativa y el monopolio de la representación política del PRI. Ello explica la ampliación de una opinión pública crítica, que antecedió la rebelión de las urnas de 1988, y que significó el “desarrollo de una cultura de la participación encabezada por los valores de las clases medias que han sido identificados con los valores democráticos …”. Como concluye la autora: “Este proceso de configuración de una opinión pública con capacidad de influencia sobre el poder está íntimamente ligado con la experiencia de 1968, y estuvo detrás de la insurrección electoral de 1988.” (p.63)

Otro de los temas es el de las relaciones entre el proceso de cambio político y la cultura política, en el que se advierte la brecha entre la política, las instituciones y las percepciones de los mexicanos en torno a la vida democrática, una brecha gobernada por el escepticismo y las reservas de muchos ciudadanos. Loaeza lanza una hipótesis al debate: “La noción que tienen los mexicanos de la democracia está dominada por el escepticismo, que se traduce en una cierta distancia en relación a las instituciones pero sobre todo a los políticos. El espacio que mantienen entre la razón y la pasión le imprime realismo a su juicio sobre la democracia, y promete mayor estabilidad que la que puede ofrecer el entusiasmo emotivo que acompañó la gran finale que rodeó la caída el autoritarismo en otros países. (p.152, Cap. VII. “La experiencia democrática mexicana: Churchill y Schumpeter en San Lázaro”).

Finalmente, los últimos dos capítulos están dedicados al examen de lo ocurrido en el proceso electoral federal del 2006. Aquí, las reflexiones y anotaciones sugieren que lo ocurrido subraya las enormes dificultades para consolidar el ciclo transicional mexicano, pero también para comenzar a resolver los enormes déficits acumulados de las relaciones entre la representación política, el fortalecimiento estatal, y el incremento de la eficacia y legitimidad democrática. El fenómeno del lopezobradorismo mostró de manera cruda no solamente la presencia del populismo caudillista en el ánimo político de franjas significativas del electorado, sino que su emergencia pre y postelectoral ha sido posible tanto por la demolición del poder del Estado, como por la débil inserción del sistema de partidos en la sociedad, los dos motores de la expansión de un fenómeno que reclama las virtudes de la cohesión social y la justicia económica que teóricamente una democracia política estaría en condiciones de construir. En palabras de la autora: “El atractivo de la propuesta de López Obrador se vio acrecentado por las limitaciones de un marco institucional en transición en el que –en los términos de Michael Mann- las elites estatales mantienen el poder despótico para tomar e implementar decisiones por encima de la sociedad, sin consulta ni negociación previa. En cambio su poder infraestructural para coordinar la vida social ha disminuido” (p.195, Cap. IX“La desilusión mexicana”).

El texto de Loaza es una invitación al debate a través de un repaso sobre la sociología de la historia política reciente del país. Coloca un puñado de hipótesis y reflexiones que alimentan ordenadamente una visión de nuestros grandes problemas políticos contemporáneos. Agenda de discusión y memoria de la transición, ventana analítica y programa de investigación, el libro de Soledad Loaeza es una muestra de que la lucidez académica y el rigor intelectual son herramientas indispensables para tratar de entender un pasado conflictivo, un presente turbulento, y un futuro político habitado por las sombras ominosas de la incertidumbre.