Friday, January 30, 2015

Exámenes de ingreso: la sombra de los efectos perversos

Estación de paso
Examen único para bachillerato: la sombra de los efectos perversos
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 29/01/2015)
El martes 13 de enero, la Secretaría de Educación en Jalisco y la Universidad de Guadalajara firmaron un convenio para establecer un examen de admisión único para el bachillerato en Jalisco. La noticia es importante porque, a pesar de que desde el año 1997 la enseñanza media superior fue incluida como obligatoria en dicha entidad (lo que convirtió a Jalisco como una entidad pionera en esa materia), 18 años después esa “obligatoridad” no alcanza a cubrir más que al 67% del grupo etario correspondiente (jóvenes de 15 a 17años de edad). El propósito del flamante convenio es “universalizar” la enseñanza media superior en el estado, para cumplir así con lo planteado en la Constitución Política local desde hace casi dos décadas, y con las reformas a los artículos 3 y 31 de la Constitución Política federal promulgadas a principios del 2012.
El hecho es interesante porque recuerda que ninguna reforma constitucional local o federal tiene efectos automáticos. Por el contrario, la realidad indica que es necesario un proceso político para instrumentar políticas públicas que hagan realizable una reforma normativa. Ello no obstante, el tema de la selección y distribución de demanda es un tema que posee varias rutas de exploración para identificar sus alcances, límites y oportunidades. ¿El examen único tendrá efectos en la equidad en el acceso? ¿Cómo se relaciona la libertad de elección de los estudiantes respecto a las alternativas ofrecidas? ¿Qué efecto tendrá la actual estructura de las oportunidades escolares respecto del comportamiento de las preferencias estudiantiles?
Es posible identificar dos claves de lectura del acuerdo: a) los riesgos de consolidar el acceso al bachillerato como un mecanismo que legitima la desigualdad social, o, en caso contrario, como un mecanismo que asegura la equidad y el acceso de los grupos más vulnerables; y b) el “efecto imán” que tiene la U. de G. en la conformación de las preferencias de los estudiantes y de sus familias. Estas claves pueden ayudar a comprender los efectos deseables, posibles o perversos de una reforma cuyas intenciones pueden naufragar si no se establece un mecanismo de seguimiento institucional de sus impactos en la configuración de las trayectorias y comportamientos estudiantiles.
Respecto al primer punto, el principal problema es cómo incrementar la equidad en el acceso del bachillerato en el contexto más amplio de la educación media superior en Jalisco. Según estimaciones recientes, de cada 100 niños que ingresan a la primaria, solamente egresan de la secundaria 56; y de esos, ingresarán al bachillerato 31, y a alguna licenciatura, solamente 15. Aquí está una de las cajas negras del sistema educativo jalisciense. La deserción, la reprobación y los déficits de capacidades cognitivas en el nivel básico son las fuentes más importantes de desigualdad e inequidad educativa. Y ello evoca una imagen un tanto dramática: los aspirantes al bachillerato son los “sobrevivientes” de un sistema donde la mayoría no tienen oportunidad de acceder a ese nivel educativo. En ese contexto, el mecanismo de selección puede admitir solamente a una minoría de sobrevivientes, cuyos orígenes sociales son medios y altos. Los estudiantes de menores niveles de ingreso económico y orígenes sociales más bajos (básicamente medidos por la escolaridad de sus padres), o de menores capacidades cognitivas (hay que revisar los resultados de pruebas como Excale, Enlace o Pisa), suelen ser los factores que inhiben la posibilidad de ingresar a la educación media superior.
Por otro lado, la experiencia mexicana indica que la universalización de los niveles básicos del sistema ha presionado desde hace por lo menos dos décadas al acceso a los niveles medio superior y superior de manera sostenida. Es la ola demográfica que recorre el sistema educativo mexicano. Y Jalisco no escapa a esta tendencia. Hoy, la tasa de cobertura bruta de los diversos niveles del sistema, indica que el 97% de los niños de 6 a 11 años, y el 93% de los del grupo de 12 a 14 años de edad están inscritos, correspondientemente, en los niveles primaria y secundaria, en el nivel medio superior baja sensiblemente al 67.5%, y en el nivel superior llega sólo al 30%.
La segunda clave de lectura tiene que ver con el hecho de que el sistema de educación media superior de la Universidad de Guadalajara representa el 51 % del total de la población escolar de ese nivel educativo en el estado, contra el 20% de otras opciones públicas estatales, el 12% de las federales, y el 17% de las opciones particulares. De manera histórica, la U. de G., -como ocurre con casi todas las universidades públicas estatales que ofrecen bachillerato- es una poderosa fuente de atracción de las preferencias estudiantiles, en las que el resto de las opciones frecuentemente son vistas como “planes b” para los estudiantes y sus familias. La descentralización de la oferta educativa en todo el territorio estatal es un factor institucional estratégico para el “efecto imán” de la U. de G. En esas circunstancias, las opciones no universitarias, sean públicas federales, estatales, o las particulares, forman parte del “menú” de oportunidades educativas, pero ocupan un segundo nivel respecto de las preferencias de los egresados de las secundarias estatales.
En cualquier caso, es necesario diseñar un instrumento de seguimiento del comportamiento y de los efectos del examen único al bachillerato, para identificar trayectorias estudiantiles a lo largo del proceso. Después de todo, el principal destino del bachillerato son o serán los estudios de educación superior, para lo cual, en algún momento, y a la luz de las experiencias internacionales al respecto, se tendrá también que pensar en un examen de selección y distribución de las ofertas educativas de licenciatura en Jalisco. En otras palabras: valorar la creación de un sistema público de información de las trayectorias de los aspirantes admitidos y rechazados, para conocer sus preferencias, expectativas y comportamientos, pero también para evaluar y ajustar las políticas de admisión en las instituciones públicas de ese nivel en Jalisco y otras partes del país.

Monday, January 26, 2015

Temporada de ilusiones


Estación de paso
Temporada de ilusiones
Adrián Acosta Silva
(Señales de humo, Radio U. de G., 22 de enero, 2015.)
Las campañas electorales han vuelto, una vez más, a la escena pública. Es la temporada. Cambian un poco –en realidad, casi nada- los rostros, los actores, los contextos, pero se mantiene básicamente invariable el discurso y las ilusiones asociadas inevitablemente a la promoción del voto por una persona o por un partido. Los anuncios espectaculares se multiplican como moscas por toda la ciudad, instalados en calles y avenidas, postes y camiones; los promocionales en radio y televisión inundan los medios tradicionales; las redes sociales son habitadas por mensajes en facebook, tweets, correos electrónicos, difundiendo ocurrencias, diatribas, elogios, indiferencias, críticas, insultos, lo de siempre.
La novedad tiene que ver con las candidaturas independientes y un puñado de nuevos partidos y agrupaciones políticas de izquierda y derecha (MORENA, Encuentro Social, Partido Humanista). En Jalisco, por ejemplo, payasos, empresarios, funcionarios con licencia, políticos tradicionales, exdiputados, expresidentes municipales, exgobernadores, zombies de la política (políticos en desgracia, que vivieron mejores momentos en el pasado remoto o reciente), reaparecen con el espectáculo de la temporada. Organizan reuniones con militantes y simpatizantes de sus causas o intereses, se auto-promueven sin pudor y sin piedad, contratan asesores de imagen y mercadólogos de la política, encargan encuestas para saber cómo son vistos por los ciudadanos. Las palabras y las promesas son reiterativas: “esperanza de México”, “resolver problemas”, “nueva oportunidad”, “lo mejor está por venir”, “basta de corrupción”, “ciudadanos auténticos”, “los ciudadanos mandan”, “todos somos...”: palabrería de temporada, cada vez más repetitiva, sin imaginación, machacona, aburrida.
Las lecturas de hechos y dichos pueden ser muchas. Las más críticas enfatizan la irrelevancia de los rituales electorales, el sinsentido o el hartazgo con la jaula de hierro de la política partidocrática, la confirmación de la política mexicana como un horizonte sin cambios ni expectativas. Otras miran en las precampañas y campañas de partidos y candidatos como el producto ya probado de un libreto viejo, que no anticipa nada nuevo y sí un empeoramiento interminable de lo que hemos observado desde hace muchos años. Algunas pocas más, en contraste, ofrecen lecturas optimistas, de oportunidades de consolidación de la democracia mexicana, de aprovechar las ventajas del sistema de partidos, de resaltar las bondades de la nueva legislación electoral promulgada en el 2013. Y muchas otras, las que flotan en el ánimo de diversos sectores de las “mayorías silenciosas” de la sociedad desorganizada, son lecturas desde la indiferencia, formadas por la repetición de un ritual que no anticipa ni cambios espectaculares ni novedades interesantes para la vida cotidiana de los ciudadanos.
Detrás de éstas y otras lecturas, se encuentran acumuladas experiencias, humores y expectativas de ciudadanos e intérpretes, y del pequeño ejército de opinadores amateurs y profesionales que desde hace tiempo viven de los rumores, los chismes y los escándalos de la clase política mexicana. Esas experiencias son muy diversas, y dependen de la posición de los ciudadanos y opinadores frente a la política y frente a la democracia. Y lo que sabemos es que existe un amplio desprestigio de los partidos y de los políticos frente a los ciudadanos, una desconfianza esencial en torno a las posibilidades o potencialidades transformadoras de la política y de la democracia en nuestro país. La desconfianza como el lecho seco del río político mexicano de los últimos años.
La opinocracia, por su parte, se alimenta de sus propias fobias, prejuicios e intereses, y responde a otras lógicas, más pragmáticas y potencialmente más rentables para los escribas: desde aquellos gacetilleros que lanzan lisonjas o descalificaciones a ciertos candidatos y partidos, hasta aquellos que apuestan todo al pueblo, “a los de abajo”, para resolver nuestros problemas sociales, de justicia e igualdad, como si “los de abajo” no hicieran también política. Unos son negociantes de plumas y opiniones; otros, demagogos francos o comentaristas bienintencionados. Los opinadores se han multiplicado dada la oferta de nuevos medios y espacios, pero también al hecho de que la noticia política se ha vuelto una buena mercancía para los dueños de los medios: vende bien, los escándalos son noticia caliente. Pero unos y otros forman un hecho duro: es lo que hay, lo que producen éstas tierras cálidas y tropicales desde hace mucho tiempo.
Actores y espectadores, árbitros y funcionarios, políticos y ciudadanos se aprestan al espectáculo de la temporada electoral trianual. Spots, carteles e imágenes se amontonan en el paisaje urbano y rural en 17 entidades de la república, incluida Jalisco. Pero detrás de rostros serios o sonrientes, colores partidistas y frases promocionales, no parece haber nada más que el vacío retórico y programático de los aspirantes. Las propuestas de campaña son de una pobreza programática espeluznante. Tal vez sea la confirmación del fin de las ideologías, de la irrelevancia de proyectos e ideas como parte de la discusión pública, del pragmatismo cortoplacista como estrategia de distribución de los puestos públicos de la temporada. Es la expansión (¿legitimación?) de una cultura político-electoral reacia al debate público, sujeta a las reglas de la mercadotecnia y a la personalización de la política. Lo dicho: es lo que hay.

Tuesday, January 20, 2015

Absolutamente modernos



Estación de paso
Absolutamente modernos
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 15 de enero, 2015.)
La frase, como se sabe, es de Rimbaud: “Hay que mantener el paso ganado. Hay que ser absolutamente moderno”, escribió en una de las cartas a sus amigos hacia el último tercio del siglo XIX, justo cuando terminaba Una temporada en el infierno, en un contexto de desencanto y desesperación del poeta por su situación personal, pero también abrumado por el horizonte de posibilidades que se perfilaban en Europa y en el mundo occidental al aproximarse el fin del siglo. “Absolutamente moderno” significaba muchas cosas: el ejercicio abierto de la sexualidad, el reconocimiento de los avances científicos y los nuevos artefactos tecnológicos en la vida cotidiana, la aceptación del individualismo como seña de identidad, el dinero como fuente de prestigio y valor.
Las palabras de Rimbaud expresaban fielmente el espíritu de una época: la obsesión por la modernidad, entendida como la dimensión cultural del proceso más amplio de la modernización socioeconómica. De ahí su fuerza simbólica y, en un sentido más amplio, política: la modernización como fuente del cambio social, como solución de los males públicos y privados, como ejercicio de actualización y adaptación a los tiempos que corren. Eso explica que la modernización posea la potencia de una ilusión contemporánea, una idea que de cuando en cuando reaparece con fuerza en el discurso y en el imaginario de las élites dirigentes como si fuera la primera vez que se pronuncia. Desde el ascenso del capitalismo industrial y la revolución científico-tecnológica del siglo XIX, la experiencia de la modernidad suponía, como lo afirmaron Marx y Engels en el Manifiesto, “que todo lo sólido se desvanece en el aire”. Los antiguos valores y creencias, las prácticas y modos de organización de la vida social, el peso de las tradiciones ancladas al mundo rural, fueron sustituidas por el imperio del individualismo y la competencia por recursos, reconocimientos y prestigio, la aparición de sindicatos y partidos políticos, la estatificación social, formaron parte de los frutos de la primera etapa de la modernidad cultural asociada a la modernización económica, política e industrial de las sociedades contemporáneas.
La reforma a las viejas universidades medievales europeas fue parte de ese largo proceso de la “primera” modernización social. A principios del siglo XIX, en Berlín, Wilhelm Von Humboldt sentaría las bases de la primera revolución académica en el mundo, al asociar la enseñanza universitaria con la investigación científica, lo que dio origen hacia nuevas formas de organización de la docencia, el aprendizaje y la formación científica en las universidades europeas y posteriormente, en las universidades norteamericanas. Pero en México y en América Latina la primera señal de la modernización ocurriría de manera diferente. En el contexto de economías básicamente agroexportadoras y muy poco industrializadas, con Estados nacionales débiles e incipientes dominados por oligarquías autoritarias, las universidades expresaban una modernización paradójica. Quizá la postal que mejor ilumina esa paradoja es la experiencia del porfiriato, que, luego de casi 30 años de dictadura, inauguraba en 1910 la Universidad Nacional de México, en el primer centenario de la independencia, justo en el ocaso de un régimen que sería derribado sólo unos meses después por la fuerza de la revolución.
Años después, y luego de la segunda guerra mundial, la idea de la modernización reapareció en el imaginario político de la época, y la universidad ocuparía nuevamente un papel estelar. Los tiempos modernos reclamaban instituciones ad-hoc, actores sociales y políticos capaces de adaptarse a las exigencias de productividad, de disciplina, compromiso y lealtad hacia nuevos esquemas de organización social capaces de colocar al país en la ruta del progreso, el bienestar y la prosperidad. Ese fue el contexto de la “segunda modernización” de la universidad mexicana, cuyos rasgos no fueron producto de algún diseño institucional, cuidadosamente deliberado y planeado, sino que descansaron en los motores de la masificación de la matrícula, la profesionalización académica, la burocratización institucional y la politización de las relaciones universitarias.
Esas fuerzas son las que darían lugar, hacia finales de los años ochenta, en una época de crisis económica y transición política, a lo que podría denominarse como la “tercera modernización” universitaria en México. Es una modernización que se estructura y legitima por dos fuerzas poderosas: por un lado, las restricciones y condicionamientos presupuestales a las universidades públicas; por el otro, por la construcción de un discurso asociado a la búsqueda de la evaluación y la calidad de la educación superior universitaria. Las políticas de la modernización educativa entraron a escena: financiamiento selectivo y diferenciado, evaluación y acreditación de la calidad, expansión y diversificación de la oferta pública y privada de educación terciaria, diminución y re-localización del peso de las universidades públicas federales y estatales en el sistema de educación superior, instalación del “gobierno de los incentivos” como dispositivo central para inducir los comportamientos institucionales.
Los efectos de esta tercera modernización ya han calado en los comportamientos de no pocos sectores de universitarios. La evaluación se ha convertido en rutina, los académicos rinden informes anuales para hacerse merecedores potenciales de ingresos adicionales, los rectores gestionan año con año ante distintas instancias federales y estatales un incremento en los presupuestos anuales de sus universidades exhibiendo indicadores e índices de productividad, los coordinadores de programas docentes preparan sus informes para acreditar la calidad ante organismos externos (COPAES), los jóvenes doctores (los “baby doctors” les ha llamado Adrián de Garay), quieren rápidamente ocupar los escalafones más altos de renta, reconocimiento y prestigio en los programas de estímulos e ingresar lo más rápidamente posible al Sistema Nacional de Investigadores. En otras palabras, y recordando a Rimbaud, quizá estamos en el camino correcto para llegar a ser “absolutamente modernos”, a pesar del malestar con los efectos perversos de las políticas de estímulos que llevan frecuentemente a las fiestas de la simulación o hacia las aguas heladas de la indiferencia de los académicos, a la rebelión de estudiantes por la reformas a los planes de estudio, o al espectáculo grotesco por la burocratización salvaje de la gestión y las políticas de la modernización.

Monday, January 12, 2015

Un sueño hippie




Un sueño hippie
Adrián Acosta Silva
Memorias de Neil Young. El sueño de un hippie, 2ª. Ed. Malpaso, 2014, Barcelona.
(Publicado en Tapatío, suplemento cultural del diario El Informador, Guadalajara, Jal., 4 de enero, 2015.)
Los años sesenta y setenta colorearon buena parte de las creencias, ideas y valores que configuran parte de las herencias culturales del siglo XX en el mundo. Junto a la experiencia de las dos grandes guerras que mostraron el lado oscuro de la civilización, cuyos saldos mayores fueron el existencialismo y la búsqueda de nuevas utopías, algunas franjas de la generación de los baby-boomers contribuyeron, en parte, a la liberación sexual, al elogio de las drogas y de la psicodelia como instrumentos para expandir las puertas de la percepción (Huxley dixit), a la popularización de los temas y las preocupaciones ambientalistas de respeto o retorno a la naturaleza, y el impulso al amor y a la paz como símbolos de una nueva era, desmaterializada y anti-consumista, comunitaria y feliz. En el contexto de las crisis de las democracias, de la guerra de Vietnam y el movimiento por los derechos civiles, las generaciones nacidas después de la segunda gran guerra en los países occidentales, marcaron con sus reclamos, exigencias y demandas una nueva forma de gobernar al mundo, formas distintas de relacionarse unos con otros, el respeto a nuevas formas de expresión artística, y la condena al capitalismo del consumo y depredador surgido en los años de la prosperidad y la abundancia posteriores a la guerra. En otras palabras, la generación hippie enarboló la vieja bandera de una nueva utopía, un espacio y un tiempo de armonía y cooperación, de felicidad y bienestar, de sueños sin pesadillas.
La autobiografía de Neil Young reconstruye esa historia del imaginario social de una generación. En tono de confesión, poblado de impresiones, creencias e intuiciones sobre un montón de asuntos, el relato de un viejo rockero, icono y símbolo del imaginario y ciertas prácticas rockeras norteamericanas, es una exploración interesante sobre la experiencia del hippismo y sus legados, sus contradicciones y callejones sin salida.
El libro fue escrito entre 2010 y 2011, (aunque fue publicado en inglés a finales del 2012), cuando Young dejó de beber alcohol y de fumar mariguana, dos de sus hábitos preferidos. Bien visto, no era un buen presagio para escribir un libro, pues el abandono de dos costumbres interesantes puede volver a cualquiera un individuo desesperado, hosco y aburrido. Pese a todo, el recorrido memorístico de Young es un inventario impresionista, una ruta zigzageante e impulsiva. Ya se sabe: la memoria es una máquina selectiva y caprichosa, y la del rockero canadiense es un reflejo fiel de esa forma borrosa de recuerdos, impresiones y creencias. Su infancia en el pueblo de Omemee, en el mundo rural de Ontario, su adolescencia en Toronto, su huida hacia los Estados Unidos, sus primeras influencias musicales, sus primeras experiencias laborales como vendedor de pizzas y distribuidor de periódicos, forman parte de la república de su infancia, ese planeta que nos marca a todos para siempre. Coleccionista compulsivo de automóviles de los años cincuenta y de trenes eléctricos a escala, el autor de discos clave de la historia del rock como Harvest (1972) o Tonight´s The Night (1976), relata en torno intimista su paso por las diversas agrupaciones de las que ha formado parte, desde The Squires (en los años sesenta, su primera banda), hasta Buffalo Springfield, CSNY, y Crazy Horse, a la que considera su banda más inspiradora, fiel e importante. Reconoce la influencia de Bob Dylan en su trayectoria, pero también la de compañeros de viaje como Stephen Stills (con quien formó el célebre Crosby, Stills, Nash y Young, en los primero años setenta), el descubrimiento de The Beatles, las canciones de The Guess Who, y, más recientemente, ya entrados en los años setenta y hasta los noventa, la música de Bruce Springsteen o de Pearl Jam, de Nirvana y, hoy día, de grupos como Mumford & Sons, Wilco o Foo Fighters.
El libro está dividido en 68 capítulos ilustrado por 32 fotografías. En realidad, es una bitácora y un álbum de fotografías, un diario construido por la memoria y los recuerdos del autor de Heart of Gold o Southern Man. Como todos, son recuerdos imprecisos, quizá un tanto producto de la ilusión y cierta dosis de nostalgia, como reconoce Young en varias ocasiones. Por ahí desfilan Ronald Reagan y You Tube, el S-11 y Woodstock, el arte de ensamblar trenes eléctricos y de coleccionar compulsivamente automóviles viejos, la admiración a cineastas como Jean Paul Godard o Jonathan Demme.
Pero quizá la parte más interesante de los relatos de Young tienen que ver con sus huellas por la cultura hippie de los años sesenta y setenta. Por ahí desfilan las presencias de Joni Mitchell, The Band, The Doors, Jimi Hendrix, David Crosby y Graham Nash, Jefferson Airplane, The Yardbirds, Dylan, The Guess Who, Eric Clapton. Sorprende que haya conocido y recomendado a Charles Manson para que grabara un disco, y haber pasado una noche en la casa del que luego sería el autor intelectual del asesinato de Sharon Tate y otros, y que aún pasa sus días y noches en la prisión de Alcatraz, en la fría Bahía de San Francisco.
La tensión entre las musas y los amigos y colegas; las dificultades con las disqueras, el alcohol, las drogas y la fama; su relación con otros músicos y productores; su fascinación con la vida bucólica, el mar y las montañas, los desfiladeros y abismos de la costa californiana: esas son escenas que forman parte de la educación sentimental de un músico capaz de derretir una guitarra eléctrica en una furiosa ejecución rockera en algún concierto en Minnesota o en Seattle. Pero hay algunas claves que vale le pena subrayar en sus relatos:
Un Dios personal: “Todas las noches, después de las sesiones de grabación, íbamos en el Black Queen [un Buick 1947] hasta el Sunset Marquis de Alta Loma, en Holywood, zigzagueando por Santa Mónica Boulevard a las tres o cuatro de la mañana ciegos de tequila, así que Dios –para qué engañarnos- existe” (p.138).
Religión: “El horizonte se comunica conmigo cuando lo necesito, comparte conmigo los momentos de cambio. Acepto el horizonte tal como es, por lo que representa. Ésa es mi religión.” (p.227)
De sus problemas con la epilepsia: “El médico me recomendó que no tomara LSD. Lo cierto es que ningún médico me había recomendado lo contrario. Nunca lo he probado. Nunca quise probarlo. Ya alucino bastante yo solito, es algo que escapa a mi control” (p.132).
De sus principios y de la moral de las musas: “La honestidad es lo único que vale. LA VERDAD DUELE, PERO LA MUSA NO TIENE CONCIENCIA. SI HACES COSAS POR LA MÚSICA, LO HACES POR LA MÚSICA, Y TODO LO DEMÁS ES SECUNDARIO. AUNQUE ME HA COSTADO ENTENDERLO, ES EL MEJOR Y, DE HECHO, EL ÚNICO CAMINO PARA VIVIR UNA VIDA ENTREGADA A LA MUSA.” (P.39)
“UN HIPPIE CON DEMASIADO DINERO ES CAPAZ DE CUALQUIER COSA” (P.73).
Los relatos de Young –quien por cierto acaba de editar Storytone, el disco número 37 de su larga trayectoria como solista- confirman que la vida es una combinación de la voluntad y del azar, de la persistencia y la memoria, de los impulsos y de las afinidades electivas. Si, como escribió Philip Roth en Némesis, “toda biografía personal está sujeta al azar, es decir, a la tiranía de la contingencia”, la de Young no escapa en modo alguna de la sentencia rothiana. La vida que nos narra es quizá un poco como los largos requintos de Young en alguna de sus múltiples rolas: una navegación solitaria, libre, en ocasiones relajada, en ocasiones incendiaria, montada sobre las olas caprichosas de mares embravecidos.