Friday, February 26, 2010

Memoria del Alacrán Torres




Estación de paso
Memoria del Alacrán Torres
Adrián Acosta Silva

Señales de Humo, Radio U. de G., 4 de marzo de 2010.
Uno de los recuerdos más potentes y claros de mi niñez son las tres peleas que sostuvo Efrén, el Alacrán Torres, contra el tailandés Chartchai Chionoi, a finales de los años sesenta. Recuerdo, con la imprecisión que sólo proporciona la distancia, que amigos, vecinos y familiares seguíamos con devoción republicana cada una de las tres peleas televisadas por Telesistema Mexicano –el antecedente de Televisa- hipnotizados por la fiereza del boxeador tailandés, su rapidez, su vehemencia para devolver golpe a golpe los puñetazos que le lanzaba el Alacrán. Yo no sabía a esa edad que el peso de los boxeadores determinaba la velocidad y la potencia de sus golpes, pero estaba seguro de que presenciaba una batalla épica entre dos gladiadores formidables, enormes, que soltaban sin descanso y con precisión de francotiradores jabs, ganchos, rectos de izquierda y de derecha, abriendo las cejas del rival, destrozando su nariz, rompiendo pómulos, fracturando costillas.
Pero era sin duda el Alacrán la figura que más nos entusiasmaba. No sólo por la obvia afinidad nacionalista, sino por su mirada, por su figura menuda pero firme, su actitud para enfrentar a un boxeador bravo e impredecible. Su tesón, su pundonor, su fuerza y determinación para atacar a un rival al que enfrentaba con la carga moral de que debía derrotarlo a toda costa, transmitía la certeza de que lo que estaba en juego en esas peleas era algo más que el título mundial de peso mosca, cuando había uno y sólo uno en realidad, y no como ahora que hay como 27 títulos mundiales o universales por categoría. Cada golpe que daba o recibía el Alacrán, suscitaba la emoción de quienes le mirábamos, algunos gritaban, otros se volteaban, los más grandes maldecían. En la pantalla de la flamante televisión RCA a control remoto que mi padre recién había comprado en Luckville, Arizona, mientras vivíamos en Sonoita, Sonora, justo al otro lado de la frontera, mis hermanos y yo vimos la última pelea de la trilogía, una noche de sábado, apretujados frente a una pantalla que pasaba anuncios de las latas Herdez y las mueblerías de los Hermanos Vázquez, con el Sr. Labardini vestido de frac como presentador de esos comerciales.
Esa pelea, en particular, la recuerdo más que las otras. No sólo porque el Alacrán ganó y recuperó el título mundial, en una escena donde la sangre en los rostros y torsos de ambos boxeadores escurría de manera abundante y espectacular. La recuerdo también porque esa noche, ya tarde, tocaron a la puerta del motel donde vivíamos –el “Gilmar”, lo recuerdo bien-, buscando a mi padre para pedirle que fuera al mitin que las fuerzas vivas de Sonoita le organizaban al entonces candidato del PRI a la presidencia de la república, Luis Echeverría Álvarez. Mi padre, malhumorado, tuvo que interrumpir su atención sobre la pelea para trasladarse a recibir al candidato, obligado por su condición de funcionario de la aduana de la localidad. Ahí conocí de cerca la fuerza del acarreo y el ritual de las campañas del PRI, las invitaciones como sinónimo de obligación burocrática que coloreaban las prácticas de la vida política en los tiempos del supe-presidencialismo priista.
Dicen que a cierta edad uno tiene ya más pasado que futuro, y eso hace que la memoria sea cada vez más utilizada como recurso inevitable de reflexión y perspectiva sobre los acontecimientos del presente. Norman Mailer escribió poco antes de morir que “la mayoría de nosotros construye en su intimidad mental una historia cultural de los años que le ha tocado vivir” (América, Anagrama, 2005, p.14). Esa intimidad está habitada en parte por el fallecimiento de los amigos, los conocidos, o los personajes que habitan el pasado reciente o remoto de las personas. La muerte del Alacrán Torres, a los 66 años de edad, ocurrida apenas el jueves 25 de febrero de este año en la soledad de su casa en la colonia Oblatos, ha reactivado el inventario íntimo que todos vamos acumulando.

Thursday, February 18, 2010

Hábitos del corazón

Estación de paso
Hábitos del corazón
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 18 de febrero de 2010.

La relación entre los sentimientos y la razón es siempre una relación complicada, a menudo conflictiva pero sobre todo confusa. Como lo acabamos de confirmar hace unos días con la inefable celebración anual del “día del amor y la amistad” , el espíritu de nuestra época está lleno de referencias a la primacía del sentimentalismo sobre las razones, a la exaltación festiva y vigorosa de las buenas vibras, del optimismo, de la búsqueda a toda costa de la felicidad y la dicha, de las ganas de ser positivo, de la celebración de la vida y el amor, al que hasta el Príncipe de la Canción ha pedido un aplauso en una canción que forma parte de las joyas de la corona de la cursilería mexicana contemporánea.
Encontrar una explicación a esos afanes festivos sobre el amor y los afectos es una tarea propia de historiadores, psicólogos, antropólogos o sociólogos. De hecho, existe desde hace tiempo una corriente denominada “sociología de las emociones” que trata justamente de estas cosas. El punto de partida es el reconocimiento de que la cosa existe, es decir, que hay un impulso deliberado por rodear el tema del amor de una parafernalia incontenible donde el color rosado corresponde -quién sabe porque y cómo- a los temas del corazón. Hay, por supuesto, un mecanismo bastante aceitado para incentivar el consumo masivo y la proliferación de costosas campañas publicitarias, que desde hace tiempo marcan en el largo calendario del marketing una fecha especial para la venta de miles de productos y mercancías relacionadas con las ilusiones amorosas, y muchos ciudadanos participan del festejo con la naturalidad que sólo dan el hábito y las costumbres. La banda sonora del día y el acontecimiento es un ritual pausado por canciones románticas, una invitación a comer, una visita al cine, una vueltita a los moteles de paso, que ese día hacen su agosto y su diciembre juntos, pese a la ola de prohibicionismos y puritanismos que nos inundan desde hace tiempo.
Uno de los cantantes que han poblado las venturas y desventuras amorosas de varias generaciones es, qué duda cabe, José José. Y cada 14 de febrero sus canciones vuelven a sonar con fuerza en la radio, sus discos son puestos a la vista en las tiendas, muchos de los cincuentones de hoy vuelven a sacar los discos de sus estuches para recordar tiempos y experiencias, en los que la mancuerna Pérez Botija/José José sacudían el alma de parejas apasionadas e individuos solitarios, que cantaban al unísono melodías, baladas y boleros. “Doy gracias por tanto y tanto amor”, por ejemplo, es una confesión al borde de las lágrimas, del asombro o de la risa contenida o franca, según sean las circunstancias y los motivos. La frase, como se sabe, corresponde a A lo pasado, pasado, una canción interpretada por el célebre cantante que desde hace tiempo cayó en el barranco profundo de la afonía, que es la peor maldición que le puede suceder a alguien de su oficio, pero que es el resultado -envidiable en cierto modo-, de su propio recorrido hacia la sabiduría por el camino de los excesos, como aconsejaba Lord Byron.
Negar, descifrar o reconocer la influencia de las canciones del Príncipe en la educación sentimental de los mexicanos, ha llevado a muchos a la desesperación o al fracaso, mientras que a otros los ha llevado a escribir libros relacionados con el tema, como lo es, por ejemplo, Y sin embargo yo te amaba (Cal y Arena, México, 2009), en el que 12 escritores, compilados por Delia Juárez, desgranan sin rubor pero con oficio el papel del cantante en la historia de sus propias vidas. De Guillermo Fadanelli a Héctor de Mauleón, y de Ana Clavel a Rafael Pérez Gay, las canciones interpretadas por el Príncipe resuenan en las madrugadas que cierran reuniones que iniciaban con The Eagles, Grand Funk o los Doors y terminaban con “Si me dejas ahora”. Ahora que ha pasado el día de San Valentín, entre globos desinflados y flores marchitas, quizá valga la pena leer de un tirón el libro de un puñado de escritores capaces de reconocer que las baladas del máximo exponente de la cursilería mexicana de finales del siglo XX, forma parte importante de los sonidos locales que alimentaron parcial o simbólicamente los hábitos del corazón de una generación.

Thursday, February 04, 2010

Lenine


Estación de paso
Letras mezcladas con metal
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 4 de febrero de 2010.
En principio, un nombre extraño, propio de pasiones ideológicas e imaginarios revolucionarios de tiempos remotos; luego, una obra sorprendente aunque relativamente poco conocida en nuestro medio, condensada en un puñado de 7 discos grabados pacientemente a lo largo de casi tres décadas, con el discreto encanto de la lengua portuguesa y la cadencia de la costa norte brasileira; después, un estilo ecléctico que va del bossa nova al rock, del blues a la samba, del soul al hip-hop, un poco de rockabilly, un tanto de rhytmin and blues, algunos trazos de jazz. Estos son los componentes básicos, las señas de identidad, que configuran el mapa personal de un músico inclasificable en el panorama rockero de América del Sur, poco conocido entre los hispanoparlantes pero fundamental para comprender la música conosureña contemporánea.
Y la ciudad crecía como un animal/ En estructuras postizas, sobre arenas movedizas
Sobre osamentas y carroña, sobre el pantano que cubre el conchal…/
Sobre el país ancestral/ sobre la hoja del periódico/ sobre la cama de matrimonio donde nací (Lá vem a cidade)
La obra del brasileño Lenine (Recife, 1959) ha llegado a ser conocida apenas muy recientemente en México. Resulta difícil conseguir sus discos en las tiendas, hay que lidiar con la ignorancia de los vendedores, no es fácil encontrar sus obras en los “tianguis culturales”, y la única posibilidad es meterse a indagar en Google o a You Tube para conocer sus discos, su trayectoria, lo que se habla de él, o lo que él dice en múltiples entrevistas. Reconocido en Brasil, ignorado en América Latina, aclamado en Europa, Lenine es un músico extraordinario, potente, deslumbrante. Con pocos pero fieles seguidores fuera de su tierra natal, sus discos circulan casi de manera clandestina, casi de forma misteriosa, seguramente de manera milagrosa por estas tierras gobernadas por otras sonoridades locales.
Mucho de lo que hago/no lo pienso/Me lanzo sin compromiso. Voy a mi ritmo/bailo, no me canso, a nadie deseo (Martelo Bigornia)
Luego de 6 discos que van desde 1983 con Baque Solto, Olho de Peixe (1992), O Dia em que Faremos Contato (1997), Falange Canibal (2002), hasta un concierto en vivo en MTV en el que aparece incluso Julieta Venegas (Acústico MTV, 2006), en el 2008 Lenine grabó Labiata (Universal Music, USA), donde confirma varios de los rasgos de un estilo ecléctico que absorbe el rock, el blues, el soul y la samba para producir algo que sólo puede ser definido cono el modo leninista de producción. Labiata confirma el talento de un músico obsesionado con el acoplamiento de letras inteligentes y sonidos mágicos, que se desprenden de la memoria de ritmos y géneros de diferentes tiempos y circunstancias.
La lógica del viento/El caos del pensamiento/La paz en la soledad/La órbita del tiempo/La pausa del retrato/ La voz de la intuición/La curva del universo/ La fórmula del acaso/El alcance de la promesa/El salto del deseo (É o que me interessa)
Como se podría desprender de sus generales (disponibles en www.lenine.com.br), Lenine es hijo de un ortodoxo comunista brasileño casado con una madre fervientemente católica. Habituado a vivir en el asilamiento, Lenine creció en el marco de la dictadura militar y la transición política y musical de su país, construyendo desde los primeros años ochenta en Rio de Janeiro una obra espléndida, hecha a pedazos de literatura de Camões y Pessoa, bebiendo del agua de la música de Caetano Veloso y Milton Nascimento a Maria Bethania, Gal Costa o Maria Rita, pero poniendo atención a los ecos del rock lejano de los Beatles y los Stones, el fado de Amalia Rodríguez, la aspereza de Tom Waits, o las atmósferas alucinantes de Jimi Hendrix y el Cream de Clapton, Bruce y Baker de los prehistóricos años setenta del siglo XX después de Cristo. La música de fondo de la vida de Lenine es una colección de sonoridades encontradas, traducidas en el código de un compositor e intérprete ávido de crear un sonido propio y a la vez común, familiar y extraño al mismo tiempo, tradicional y moderno, absolutamente moderno. Lenine es un músico hecho relativamente famoso en tiempos de Lula da Silva, curtido en la atmósfera cultural alucinante de Rio y Sao Paulo, un músico, compositor y cantante que bien puede formar parte medular del soundtrack del Brasil contemporáneo.