Monday, March 22, 2021

Un juicio en Chicago

Un juicio en Chicago, 1969 Adrián Acosta Silva (Publicado en El Informador, 21/03/2021) There´s something´ happening here Who it is ain´t exactly clear Buffalo Springfield, For What It´s Worth La realidad es siempre una buen tema de ficción. Se puede transformar en literatura, en novela o poesía, en obras de teatro, en películas o series de televisión, en material para plataformas digitales. A partir del registro de algunos hechos verídicos (o más o menos), un episodio de la vida real puede ser interpretado y narrado de maneras muy distintas, poniendo énfasis en el lenguaje y las imágenes, los contextos, los actores. La reconstrucción de lo ocurrido en algún momento del pasado remoto o reciente, en algún lugar, con determinados personajes, es el objeto de la imaginación de los intérpretes, el material que puede ser traducido en canciones, libros o guiones para películas de no-ficción. El juicio de los 7 de Chicago (2020), dirigida por Aaron Sorkin, es una película que se inspira en acontecimientos ocurridos a finales de 1969 en la ciudad de Chicago, Illinois, una historia real que involucra todos los ingredientes de una drama de época: política, protestas, violencia, drogas, tribunales, policías, jueces, abogados y acusados, forman el núcleo duro de un episodio de las muchas movilizaciones estudiantiles de los años sesenta contra la guerra de Vietnam. Eran los preludios culturales del gobierno de Richard Nixon en los Estados Unidos, y una ola conservadora dominada por tonalidades patrióticas defendía furiosamente la intervención norteamericana en aquel país en nombre de la democracia, la libertad y la justicia, palabras que formaban parte del lenguaje de la guerra fría de la época. El juicio era producto de las acusaciones que la fiscalía general de la administración del Presidente Nixon hacia a quienes consideraba los responsables de una manifestación celebrada en 1968 a las afueras de la sede de la Convención Nacional Demócrata para elegir el candidato a la presidencia que se enfrentaría en las elecciones de 1969 al propio Nixon. Esa manifestación había sido impulsada por organizaciones como el “Partido Internacional de la Juventud” y la “Sociedad Democrática de Estudiantes”, dos de las muchas asociaciones fugaces formadas al calor de las protestas contra la guerra de Vietnam, que coexistían con organizaciones muchos más radicales como las “Panteras Negras”, orientada a luchar contra el racismo y la injusticia cotidiana en ciudades y pueblos norteamericanos. El resultado fue un enfrentamiento con la policía y la guardia nacional, cuya intervención fue ordenada por la fiscalía general y el alcalde de la ciudad de Chicago, con un considerable saldo de manifestantes heridos y encarcelados. Casi dos años después, algunos de los dirigentes del movimiento que había llegado a acampar al parque Hyde fueron acusados por la fiscalía y llevados a juicio a finales de 1969. Entre ellos, destacaban las figuras de Jerry Rubin y de Abbie Hoffman, dos destacados promotores de la lucha antibélica, la revolución cultural y el uso libre del consumo de drogas como la mariguana y el LSD. Luego de casi 6 meses de juicio, protagonizados por un juez intolerante e incompetente, por voces que mezclaban inteligencia, ironía y retórica legal, frente a un jurado y un público atento al proceso judicial, el resultado fue el de su condena, que fue apelada y resuelta en muy poco tiempo. Aunque finalmente fueron exhonerados, el juicio y las trayectorias vitales de los “siete de Chicago” representan las postales de una época, de sus símbolos e imaginarios, de sus prácticas y alucinaciones, de los usos políticos o francamente corruptos de la justicia, de las practicas y costumbres de las comunidades y tribus, de los pleitos, las ambiguedades y las contradicciones de una época difícil. El episodio, visto a la distancia, revela sólo un momento de la trayectorias individuales y sociales de los involucrados. Rubin y Hoffman siguieron historias paralelas con rutas distintas. El primero fue encarcelado años después por distribuir cocaína, y luego, a finales de lo ochenta se hizo accionista de una naciente empresa (Apple), se hizo rico, y murió atropellado en 1994, en Los Ángeles, a los 54 años de edad. Hoffman escribió un libro que se convirtió en un best-seller en los años setenta, de cuyas regalías vivió hasta su muerte, en 1989, a los 52, por una sobredosis, aunque algunas versiones afirman que fue un suicidio. Otros de los protagonistas se hicieron políticos profesionales, funcionarios públicos, pequeños empresarios, fiscales. Era la generación de Woodstock, del rock, de Vietnam, pero también del Tea Party, de los supremacistas blancos y de los skinheads. Ahí se encuentran las raíces del origen de demócratas modernos como Obama o de republicanos del siglo XXI como Trump. Aunque la realidad sea un buen objeto para la ficción, nunca es fácil distinguir las fronteras entre lo ocurrido y lo imaginado. Ese carácter difuso es lo que permite la hechura de obras que ayudan a simplificar en diálogos coherentes e imágenes coloridas la complejidad (aburrida, monótona, grisácea) de la vida real. Como lo distinguía Italo Calvino, el mundo escrito (o filmado), es muy distinto al mundo no escrito (o no filmado). Ese es su misterio y su encanto. En este caso, el mundo narrado en torno a los acontecimientos de un año a la vez mítico y real (1968), constituye un ejercicio de memoria que bien podría ser acompañado por “For What It´s Worth”, la canción de Buffalo Springfield compuesta por Stephen Stills y Neil Young, que registra con puntualidad la confusión, las creencias y convicciones de los agitados años sesenta, en la que algo sucedía pero nadie sabía exactamente qué era. Y, a más de medio siglo de distancia, no es para nada seguro que hoy lo sepamos con claridad.

Saturday, March 20, 2021

Ángeles y burdeles

Ángeles y burdeles Adrián Acosta Silva (Laberinto, suplemento cultural de Milenio, 20/03/2021) ¿Dónde estamos ahora? ¿Dónde después? ¿Dónde entonces? Thomas Wolfe, Un ángel en el porche Ya pasaron los tiempos en que a los burdeles se les solía llamar, despectivamente, “congales”. Después de los aparición de los cabarets de los años sesenta y setenta del siglo pasado, de la ola incontenible de los topless y table-dance durante la transición del siglo XX al XXI, y la explosión anárquica de los “antros” –eufemismo de cantinas, cervecerías o bares sofisticados donde consumen generalmente hipsters, fresas, dealers, jóvenes y adultos de orígenes sociales medios y altos-, en los años recientes los viejos congales/burdeles quedaron relegados, en el olvido, simplemente desaparecieron o fueron marginados en las calles escondidas de los centros históricos de las ciudades o en las periferias empobrecidas suburbanas. En los burdeles clásicos solía encontrarse una atmósfera inconfundible dominada por el humo, el alcohol y las putas. Emile Cioran, con su delicadeza habitual, los entendía como refugios de desesperados contra el horror a la muerte. En sus Silogismos de la amargura, confiesa que, siendo adolescente, para escapar de ese horror, “corría al burdel o invocaba a los ángeles”. En esos sitios, un resplandor mortecino iluminaba en ocasiones una pista de baile donde los hombres la usaban a cambio de una módica ficha con alguna de las muchachas dispuestas para ello. Bailar, beber y conversar eran parte de los rituales del lugar y sus actores. Pero el centro de todo congal respetable eran las mesas y la barra, dominada por grandes y viejos espejos en espacios oscuros, con penetrantes olores de cigarro y moho, de humedad y humanidad. Beber una cerveza, un tequila, un ron con coca cola, era un hábito de solitarios, una forma de pasar el rato, de imaginar y pensar, de cultivar pacientemente el delicado arte del silencio. A veces, un hombre solo, o un grupo de amigos, se reunían para beber y conversar, saludar a las putas, observar a los otros. Las representaciones de los burdeles también solían ser más interesantes. La imaginería elitista o la popular les daban usualmente connotaciones diferentes. Eran lugares vistos como sótanos siniestros de la vida social, sitios donde borrachos y pirujas habitaban permanentemente rincones, mesas y barras, empapados en alcohol y humo de cigarro, olores de perfumes baratos y mucha joyería de fantasía. De alguna manera, visitar congales producía imágenes semejantes al barroquismo de alguna película de Ripstein, a las pinturas de Edward Hooper, la atmósfera de una novela de Bukowski o de John Fante, o alguna fotografía de los Casasola de los años treinta: imágenes metálicas, melancólicas, de penumbras y soledad, de ruidos inestables y silencios ocasionales. Los lupanares eran vistos como espacios de perdición y de pecado, de lujuria y depravación moral, buenos para desahogar penurias permanentes o festejar júbilos fugaces. Las narrativas católicas que nutrieron la moralidad republicana moderna penetraron a las leyes federales, bandos municipales y burocracias gubernamentales, colocando a las casas de citas, cabarets y congales lejos de escuelas, iglesias y edificios públicos, aunque en la práctica ello no ocurrió siempre así. La intención deliberada era impedir que la atmósfera corruptora de los “centros de vicio” se extendiera por contagio a los espacios formadores de la moral y las buenas costumbres de las sociedades pre y post-porfiristas. En ese territorio había un orden diferenciado por jerarquías, un lenguaje público de distinción entre los lugares y sus parroquianos. En el fondo de las clasificaciones estaban las pulquerías, luego le seguían los burdeles, congales, y casas de citas (todos sinónimos de lo mismo), en la cima los bares y cabarets, luego las discoteques, y ahora los antros. Había lugares que tenían un poco de todo. En el barrio de San Juan de Dios, en Guadalajara, por ejemplo, la “zona roja” era la delimitación simbólica y territorial de ese tipo de negocios, donde hoteles de paso de aspecto intimidante coexistían con la obscuridad de las cantinas y la luminosidad de los cabarets. La Tarara, El Sarape, el King Kong, el Afrocasino, estaban muy cerca de sitios legendarios como El Mascusia, La Sin Rival, La Iberia o La Fuente (las cantinas más antiguas de la ciudad), un poco más hacia el centro La Alemana, el Bar Cue, La Imperial, el Lido, y unas cuadras al oriente célebres prostíbulos-cantinas como El Galeón (frente a la antigua central camionera), La Comanche, La Cachucha, el Guadalajara de Día, o Las Cascadas, muy cerca de la vieja penal de Oblatos. Era un circuito interesante gobernado por el orden impuesto por bules y congales, putas y borrachos, policías corruptos, individuos taciturnos, políticos licenciosos, profesores diletantes, comerciantes relajados y burócratas en horas libres. Hoy, las cosas han cambiado. Las representaciones sociales sobre los nuevos espacios del sexo y alcohol son otras. Nuevas prohibiciones (no fumar), formas renovadas o recrudecidas de criminalidad (redes de prostitución, narcotráfico), preferencias estéticas y hábitos de consumo hiper-individualistas, el reconocimiento legítimo a nuevas formas de ejercicio de la diversidad sexual, han modificado poco a poco los significados sociales de bebederos y burdeles. Los tiempos digitales son hechura de una colección de soledades distribuidas caóticamente en las redes sociales, hábitos y lenguajes que circulan entre pantallas y sonidos que reconfiguran los imaginarios habitualmente imprecisos de lo tolerable y lo prohibido. Los congales son sitios exóticos, sin el glamour que exigen ahora los antros ni los sonidos del nuevo pop (gobernados por la “música urbana”, el trap, el regeton, o la persistencia escandalosa de las bandas gruperas), donde la búsqueda de famas instantáneas, la exhibición del dinero y la distinción, o el viejo poder del clasismo, suelen ser los códigos sociales al uso. La larguísima e inesperada pandemia ha colocado en el centro de la vida social otras formas de gestión de nuestras propias soledades, encerrados durante casi un año entre las paredes y ventanas de hogares que antes solían ser sólo dormitorios, estaciones de paso para las prácticas modernas del nomadismo urbano. Bajo el dominio de rituales que hacen de los festejos multitudinarios y ruidosos el código obligatorio de la convivencia social, la soledad imaginaria de los congales, con su sensación de tiempo alargado, de pequeñas libertades individuales ejercidas al amparo de las sombras protectoras del humo y el alcohol, parece más lejana que nunca. Si la soledad es ese “lamento generalizado” que a todos nos acompaña, el “rostro oscuro” que habita el río incontenible de la existencia humana al que se refería Thomas Wolfe en su Anatomía de la soledad, los congales solían ser uno de los habitáculos preferidos de los solitarios. En estos tiempos dominados por la incertidumbre, por el temor a la enfermedad y la muerte, tal vez ha llegado el momento de invocar a los ángeles.

Thursday, March 18, 2021

Leyes, reglamentos, ilusiones

Estación de paso Leyes, reglamentos, ilusiones Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 18/03/2021) https://suplementocampus.com/leyes-reglamentos-ilusiones/ Durante la semana pasada se dieron a conocer dos noticias importantes para la educación superior. Por un lado, el martes 9 de marzo se aprobó por parte de la Cámara de Diputados, la nueva Ley General para la Educación Superior (LGES). Por el otro, el CONACYT dio a conocer la aprobación de reformas al reglamento del Sistema Nacional de Investigadores. Ambas noticias tienen su historia, sus causalidades, sus casualidades, sus actores. Pero también son frutos de temporada. Y vale la pena tomar nota de algunas de sus implicaciones, texturas y alcances. La LGES, como se sabe, abroga la anterior Ley para la Coordinación de la Educación Superior (LCES), que data de hace 42 años (1978). La nueva legislación surge como exigencia que muchos actores antes y hoy planteaban como una necesidad: adecuar la legislación a un contexto que ya no es lo que solía ser. Pero también se origina por el interés político del oficialismo en turno: traducir y hacer efectivos los principios de obligatoriedad y gratuidad de la educación superior plasmados en la reforma al artículo tercero constitucional en mayo de 2019. Luego de un largo proceso de consultas, de discusiones, de pequeños ajustes, el Senado de la República la aprobó en diciembre del año pasado y la turnó a la Cámara de Diputados que, tres meses después, finalmente la aprobó, Lo que sigue ahora es el tour en los congresos estatales, que deberán aprobarla en las próximas semanas. Como se sabe, será suficiente que lo hagan la mitad más uno de esos órganos lesgislativos para que la ley sea obligatoria a nivel federal. El eslabón débil de la LGES es uno que había sido señalado desde hace tiempo: el financiamiento. Sabemos que los enunciados normativos no son realidades empíricas, pero con frecuencia asombrosa los legisladores asumen que cambiar las leyes significa cambiar las realidades. Una de las demandas, digamos, históricas, de las universidades públicas es asegurar financiamientos públicos suficientes y plurianuales que permitan establecer mínimos de certeza presupuestaria y procesos de planeación razonablemente estables. Esta demanda se resuelve en la LGES con la creación de un “Fondo nacional para el desarrollo de la educación superior” que permita hacer efectiva la gratuidad y obligatoriedad de ese sector. Y se plantea que esa será una prioridad presupuestal a partir del año próximo (2022). En condiciones de crisis y frente a las políticas de austeridad del actual gobierno, nadie sabe cómo se hará efectivo el bienintencionado enunciado. Otra de las complicaciones de la LGES es la relacionada con el gobierno de la educación superior. Se establece la creación de un “Consejo Nacional para la Coordinación de la Educación Superior” y la formulación con carácter de obligatoriedad de un programa sectorial de educación superior, así como los correspondientes Consejos (o Comités) y programas estatales. Como en experiencias anteriores (en la propia LCES), el “efecto matrioshka” -ese antiguo juguete ruso, donde una figura pequeña se oculta en una mayor- anima la ilusión de que la coordinación sistémica es un juego de mayor a menor. La lógica arriba-abajo domina el contenido del proceso de toma de decisiones sistémicas, colocando en tensión, nuevamente, la lógica descentralizadora de las autonomías institucionales con las exigencias centralizadoras de control y supervisión gubernamentales. En los que respecta al nuevo reglamento del SNI, se dejan intocados dos problemas de fondo y de forma. De un lado, el problema de los bajos salarios-base de los académicos e investigadores universitarios, que consolida al SNI como la versión mexicana del pago por mérito: un instrumento de compensación salarial permanente para el sostenimiento de quienes realizan prácticas científicas y tecnológicas. Por el otro lado, el problema de congruencia de las relaciones entre la posible aprobación de un nuevo marco normativo para la ciencia, la tecnología y la innovación, y la expedición de un reglamento que tendría que derivarse en buena lógica de las disposiciones normativas de la aún imaginaria Ley para la Ciencia, la Tecnología e Innovación impulsada por el propio CONACYT. Los tonos de preocupación, de reservas o de críticas a ambos instrumentos no se han hecho esperar, pero tampoco han escaseado las expresiones de júbilo, de festejo y de celebración en torno a ellos. Unos señalan las ambiguedades, contradicciones e insuficiencias de los cambios; otros, defienden las bondades y oportunidades que brinda el nuevo instrumental a las instituciones, científicos, estudiantes y profesores involucrados en la enseñanza, la investigación y la gestión de recursos. Esas tonalidades ya existían en el pasado reciente y permanecerán como el ruido de fondo de las nuevas normas. Lo que vale la pena valorar es si la racionalidad instrumental de las reformas tendrá efectos prácticos en entornos dominados por las nubes negras de la crisis financiera combinada con los prejuicios del oficialismo hacia mucho individuos, grupos e instituciones que se dedican al desarrollo de la educación superior, la ciencia y la tecnología. En esas circunstancias, el sentido y el contenido de los cambios corren el riesgo de convertirse, una vez más, en las nuevas máquinas de ilusiones del sector.

Thursday, March 04, 2021

El mérito y la cuna

Estación de paso El mérito y la cuna Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 4/03/2021) La desigualdad social contemporánea tiene como uno de sus componentes centrales las brechas de escolaridad entre los individuos, los grupos y las clases sociales. Las sociedades del siglo XIX conformaron una estructura de desigualdad transmitida puntualmente de generación en generación. Fue sólo con la combinación del ideario liberal y la invención del estado social cuando se reconoce que la logica de reproducción de la desigualdad podría alterarse mediante la construcción de estructuras de oportunidades vitales garantizadas por el Estado mediante políticas estratégicas en campos como la educación, la salud, el empleo o la seguridad social. La idea del mérito individual como la base ética de la movilidad social ascendente está en el corazón de la cultura liberal occidental. En su visión más extrema, alimenta la imagen del self-made man, el “hombre que se hace a sí mismo”. La idea y sus representaciones se fraguaron entre los valores centrales, los intereses y las prácticas del capitalismo industrial del siglo XIX, y se convirtió en la columna simbólica de la ética del trabajo que Max Weber asociaba al éxito del “espíritu del capitalismo” como forma de organización económica, política y moral de occidente. Esa idea se combinó con las demandas y luchas de sindicatos y partidos políticos de izquierda para mejorar las condiciones de vida y los derechos sociales de las masas obreras y campesinas. El resultado fue la legitimación del mérito individual como un principio poderoso del orden social, ubicado justo en el centro del imaginario de las élites y de las masas pero también de la política y de las políticas públicas. La traducción empírica del ideal meritocrático encuentra una de sus expresiones más potentes en las universidades. Según relatos al uso, sólo los mejores -es decir, los individuos más calificados y persistentes- son los que logran acceder a las universidades. Sin importar el origen social de los contextos individuales, se ponen a disposición de la voluntad de los individuos las oportunidades para convertir a la educación universitaria en un mecanismo de movilidad social ascendente. Numerosos estudios y teorías han reconocido la importancia de las credenciales, los títulos y los diplomas como instrumentos de mejoramiento del ingreso, la movilidad y la participación de los individuos en el desarrollo social, el crecimiento económico y el fortalecimiento democrático. Ello no obstante, la ilusión meritocrática tiene problemas cuando se trata de mirar sus efectos en la terca persistencia de la desigualdad social. La promesa del mérito individual se estrella con la realidad metálica de la desigualdad, donde las brechas permanecen y se agudizan en épocas de crisis. Y la educación superior, paradójicamente, juega un papel relevante en esa lógica de efectos perversos. El acceso y la graduación universitaria se convierten en procesos y resultados de estructuras de desigualdad donde los ganadores suelen ser las élites y los sectores medios, y los perdedores los individuos situados en las escalas más bajas del ingreso y la escolaridad de sus padres. El poder de la cuna suele ser mayor que el poder del mérito. Hay por supuesto un intenso debate al respecto, que en momentos de crisis incendia las praderas de la discusión política e ideológica. En ese contexto, las universidades son instituciones que suelen ser vistas como “máquinas clasificadoras”, que premian a los mejores y que discriminan a la “morralla”, como describe con agudeza cruel Michael J. Sandel en su provocador ensayo La tiranía del mérito (Debate, 2020, México). El argumento central es que la “soberbia meritocrática” asociada al credencialismo y a la épica individualista, se ve endurecida por el papel que las universidades desempeñan como parte de la cúspide de un sistema educativo que tiene la forma de un embudo, donde muchos pueden acceder pero muy pocos logran egresar. Esos pocos son los que pertenecen a contextos donde las condiciones sociales, y no los talentos individuales, son los que determinan en gran medida las oportunidades para acceder, permanecer y egresar de las universidades. Un estudio reciente de IESALC-UNESCO (Hacia el acceso universal a la educación superior, 2020), confirma que las oportunidades de acceso están directamente relacionadas con las condiciones de vida. Así, entre 2000 y el 2018, a nivel mundial, los grupos de altos ingresos económicos incrementaron su acceso a la educación superior del 55 al 77%, mientras que los grupos de menores ingresos disminuyeron en el mismo período su participación del 10 al 5%. Los grupos de ingresos medios altos aumentaron su participación del 17 al 52%, mientras que los medios bajos disminuyeron del 24 al 11%. En México, como en otros países, la educación superior funciona como un sistema meritocrático que distribuye oportunidades de acceso y egreso a sociedades sumamente heterogéneas y desiguales. Las universidades privadas de élite son una parte de ese sistema, pero también lo son muchas universidades públicas federales y estatales, cuyas tasas de rechazo suelen ser muy altas, lo que las convierte, de facto, en universidades de élite para muchos. La “morralla” restante se distribuye en instituciones no universitarias públicas (tecnológicas, normales) o privadas (de bajo costo). Ello lleva a cuestionar con frecuencia el papel de la educación universitaria como factor de movilidad social y mejoramiento individual. En esa crítica, se corre el riesgo de descalificar la importancia del mérito como factor de diferenciación y prosperidad para muchos sectores históricamente excluídos de los beneficios de la educación superior. Premiar el talento y el esfuerzo es una labor pública relevante de las universidades. Pero también es importante construir la igualdad de condiciones en que los individuos interactúan socialmente para que el mérito proporcione sentidos mínimos de cohesión y cooperación más allá de los beneficios individuales que proporciona el acceso a la universidad.