Thursday, May 07, 2009

Influenza: geografía de los sentimientos

Vieja geografía de los sentimientos

Adrián Acosta Silva

Este reino de miedo y cenizas
Cormac McCarthy, Suttree

Las últimas dos semanas atestiguamos ruidosamente la ruptura de las rutinas, las costumbres y el orden cotidiano de la vida pública y de nuestras vidas privadas. Bajo la amenaza real o supuesta de la epidemia de influenza -humana, porcina, AH1N1, o como se llame- se sucedieron un conjunto amplio y complejo de reacciones en distintas dimensiones de la vida social. El gobierno federal, los gobiernos estatales y locales, los partidos políticos, las instituciones, los ciudadanos, los medios de comunicación, los agentes económicos, los analistas de la vida pública, los organismos internacionales, se movilizaron frente al riesgo, el temor o el miedo franco hacia los efectos del virus y mostraron de manera colorida la geografía de los sentimientos que habitan el corazón de nuestra convivencia pública. La invisibilidad del orden natural de las cosas cedió el paso a la visibilidad del miedo y el temor asociado con la percepción de riesgo frente a un depredador impreciso que flotaba en el aire.

El estado alterado de la convivencia comenzó con la suspensión de actividades de un tercio de la población del país, compuesto por los casi 29 millones de estudiantes de todos los niveles educativos, y sus efectos en la población que gravita alrededor de ellos: padres de familia, maestros, trabajadores administrativos y manuales del sector educativo. Con la desactivación de este conglomerado de la población, el ritmo de toda la actividad social, económica y productiva se vio radicalmente modificado en sus tiempos, costumbres y estructuras. Motivadas por el cálculo o la prudencia, las autoridades federales modificaron la atención pública sobre el tema del narco o de las elecciones, y enviaron una potente señal de alerta con toda la fuerza del Estado a la sociedad mexicana y a la comunidad internacional. Confusas y desordenadas, las conferencias de prensa encabezadas por el secretario de salud y apoyadas por el Presidente Calderón, mostraron el día a día de una decisión que encontraba cada vez menos asideros para justificar el tamaño de la alarma gubernamental. Paranoica o responsable, la acción gubernamental tendrá que ser valorada con calma en las próximas semanas, y sus efectos políticos podrían ser observados en el voto de los electores del 5 de julio.

Pero entre los ciudadanos y organismos empresariales y cívicos, la reacción fue diversa e igualmente confusa. Desde reclamos por las pérdidas económicas hasta las teorías conspiracionistas más inverosímiles, el abanico de reacciones iluminan bien los problemas de legitimidad, credibilidad y confianza que las decisiones públicas suscitan entre los ciudadanos. El lado oscuro de la epidemia fueron las acciones de discriminación y rechazo que se suscitaron dentro y fuera del país, la incapacidad de muchos gobiernos estatales de reaccionar de manera coherente frente a la emergencia, la encomiendas a la virgen para salvarnos de todos los males que lanzó la jerarquía católica, las ocurrencias y despropósitos que invadieron a la opinión pública. El miedo, el asombro, el escepticismo, junto con la apatía, la indiferencia o la fe ciega en los dictados gubernamentales, mostraron la complejidad y diversidad de los sentimientos públicos hacia las acciones gubernamentales.

Pero el miedo fue el gran ordenador de la vida pública de estos días extraños. El miedo político y el miedo físico, es decir, el miedo público hacia las consecuencias colectivas del mal, y el miedo de los privados hacia el riesgo de contagio. Y el miedo no es nada nuevo ni aquí y ni ahora. Es el piso duro y a la vez frágil del orden social. La influenza gobernó fugazmente el cálculo y las emociones, la razón y los sentimientos. Y ciudadanos y gobernantes, y sus intermediarios oficiales e intérpretes de ocasión, encarnaron la vieja geografía de los sentimientos que descansan en el subsuelo profundo del orden público.

Monday, May 04, 2009

Miedo: la invención de una idea

Estación de paso
El miedo: la invención de una idea
Adrián Acosta Silva

“A lo que más temo es al miedo”, escribió en alguna ocasión el célebre ensayista francés Michel de Montaigne, y esa afirmación ha recorrido desde entonces la espina dorsal de la intelectualidad política y cultural de buena parte de las sociedades occidentales. La frase formula una idea que ha tenido consecuencias políticas en distintos órdenes de nuestra vida social, a saber: que la creación de nuestras instituciones, de nuestras prácticas y valores cotidianos, de muchas de las creencias que habitan la imaginación individual y colectiva, están afirmadas fuertemente en el piso duro y a la vez frágil del miedo.
Desde este argumento, el núcleo central de ordenamiento de la vida en común no es la buena voluntad, el deseo o el interés, sino el temor al miedo. Y dos son los temores mayores que han estructurado la vida social contemporánea: el miedo a Dios y el miedo al Estado. Uno ha dado por resultado la construcción de una potente cultura del sufrimiento, de la culpa, y de la fe, como mecanismo de construcción de un orden moral, fuertemente custodiado por las iglesias. El otro ha dado por resultado el reclamo liberal-democrático por los excesos del poder político y del autoritarismo. Uno supone algún orden divino al que deben ajustar sus comportamientos los individuos, vigilados por los hombres con caras de santos, de sotanas púrpuras y báculos sagrados; el otro, un orden político cuyo rasgo deseable es la sociedad democrática, organizados en instituciones políticas habitadas por lo que Gaetano Mosca denominó “la clase política”. Lo que une estos fenómenos es el miedo, no la confianza; el temor, y no la fe.
Con baterías y acordes de requinto, en el rock también se ha reconocido la importancia del miedo. Decía el Jefe Springsteen en una canción (Devils and Dust) del 2005, que “el miedo es una cosa peligrosa”. David Gilmour y Roger Waters, de Pink Floyd, escribieron “El mismo, viejo miedo”, como una de las frases que cierran su célebre Wish You Were Here, de 1975. Estas referencias lúdicas quizá sirvan para mostrar la potencia simbólica y práctica del miedo, ese viejo combustible para que comunidades, individuos y sociedades procuren establecer reglas que minimicen la sensación de riesgo frente a las amenazas externas o los conflictos internos.
El universo de los miedos personales, privados, es tan amplio como la cantidad de individuos que habitan a nuestras comunidades. De hecho, las industrias cinematográfica y literaria han explotado con distintos grados de éxito y consistencia ese universo oscuro, desde Stephen King o Brian de Palma, a de Edgar Allan Poe y Joseph Conrad a Alfred Hitchcock. Pero existe un tipo de miedo específico, colectivo y público, que es el que provoca guerras, intolerancia, exclusión y discriminación. Es el miedo político. Y un libro del politólogo norteamericano Corey Robin publicado recientemente por el Fondo de Cultura Económica (El miedo. Historia de una idea política, México, 2009), da cuenta puntual de la trayectoria de la idea del miedo político, con referencia a la sociedad estadounidense, pero cuyos efectos se pueden extender a la nuestra. El argumento central del texto es que el miedo es un fenómeno político, desde el cual se construyen instituciones, culturas y comportamientos sociales, pero es también un dispositivo de dominación de las elites políticas, económicas y mediáticas.
El miedo al narcotráfico, el miedo al aborto, el temor hacia las nuevas tecnologías, el miedo a la crisis económica o a una epidemia, forman parte del menú de opciones del miedo político en nuestro contexto. Las vemos todos los días expresadas en las voces de los líderes religiosos, de los funcionarios públicos, de los dirigentes políticos, de los opinadores mediáticos. El miedo hacia lo de fuera, hacia lo externo, es muy bien explotado por las élites locales. Pero es el miedo entre los ciudadanos, en el trabajo, en el vecindario o en la escuela, el que propicia comportamientos perturbadores y extraños, que debilitan la cohesión social e incrementan la conflictividad no sólo contra la autoridad sino entre los propios ciudadanos. Los demonios del miedo político viven en el centro de nuestra vida pública.