Friday, August 21, 2020

Cápsula del tiempo

Cápsula de tiempo Adrián Acosta Silva A la memoria de Paco Navarro (Nexos, Blog de Música, 21/08/2020) En sus Nostalgias (1938), el poeta Xavier Villaurrutia escribió que “volver a una patria lejana” significa “volver a una patria olvidada”. El pasado es, más allá de toda representación poética, esa patria a la que se refiere Villaurrutia, un territorio que suele visitarse de vez en cuando para tratar de recordar personajes, lugares o sonidos. Hoy, donde el pasado se ha vuelto una industria cultural que se alimenta incesantemente de la insatisfacción con el presente y la preocupación por el futuro, la patrias olvidadas de la infancia o de la juventud se pueden encapsular y difundir en esas máquinas del tiempo que son los archivos digitales. Una parte de esas pequeñas patrias imaginarias es el rock. Escuchar los discos nuevos de rockeros viejos es un acto de fe, un impulso gobernado por la nostalgia, una excentricidad propia de los antiguos y modernos. Alejados de la férrea dictadura de las modas, esos impulsos son confusos, a veces ciegos, pero obedecen a una suerte de sentimiento vintage, la ansiedad por cierta identidad perdida, desteñida por los años, agotada por los excesos, el aburrimiento o las pérdidas. Pero la curiosidad es también una explicación legítima, un motivo válido para explorar los sonidos de aquéllos que formaron el alma dura del rock. La persistencia de la memoria configura el bazar de las antigüedades rockeras, un espacio vivo, un lugar donde se encuentran los clásicos y los emergentes, en el cual compositores, cantantes y grupos de los años sesenta o setenta buscan a sus públicos fieles o a jóvenes incautos. Paul Simon, Van Morrison, Eric Clapton, Bob Dylan, Mark Knopfler, Patti Smith, Bruce Springsteen, pertenecen a aquellas generaciones de los años sesenta o setenta que siguen haciendo lo único que saben o pueden: componer y tocar canciones. La jubilación no está contemplada en sus agendas. Como en otras profesiones u oficios (escritores, directores de cine, poetas), las rutinas básicas del género están ligadas a la imaginación minimalista, a preocupaciones estéticas, políticas o afectivas, a recuerdos, temores, esperanzas. Polvos de viejos lodos. En sus últimos años, por ejemplo, Leonard Cohen se dedicó a organizar sus apuntes existenciales en plena vejez, con la lucidez que sólo proporciona la conciencia de la muerte, publicando tres discos espléndidos entre 2014 y 2018. Lou Reed, Joe Cocker, Leon Russell, Ginger Baker, J.J. Cale, pasaron sus últimos años cantando, escribiendo o tocando canciones, combinando presentaciones en pequeños bares y ofreciendo conciertos en sitios de poco público, marginales a su manera, sin preocuparse demasiado por las presiones del mercado o de la fama, esas formas modernas de la dictadura de las industrias musicales en la era digital. Neil Young pertenece a esa estirpe pura sangre de rockeros viejos en busca de fieles, infieles, incautos o apáticos. A sus 74 años, acaba de lanzar una pequeña cápsula de tiempo: Homegrown (Reprise Records, 2020). Extraídas de sus propios archivos, el disco reúne 12 canciones grabadas originalmente entre 1974 y 1975, justamente entre la grabación de tres de sus obras emblemáticas de los años setenta: On the Beach (1974), Zuma (1975) y Tonight´s the Night (1976). “Love is a Rose”, “We Don´t Smoke No More”, “Little Wing” (basada en la rola que grabó Jimi Hendrix en 1967), son algunas de esas canciones setenteras, hechuras del espíritu de la época, donde lo acompañan la voz de Emmylou Harris (“Try”), la batería de Levon Helm (“Separate Ways”) o la guitarra de Robbie Robertson (“White Line”). Lo que se escucha son historias breves acompañadas por la voz lánguida y suave de Young, en las que se reiteran los patrones básicos del folck-rock y el blues que caracterizan su trayectoria antes y después de sus obras setenteras. La fijación por lugares (“Mexico”, “Kansas”, “Florida”) es parte de la cartografía elaborada por la imaginación del canadiense por aquellos años de utopías y paraísos artificiales. Recientemente afirmó que Homegrown es “el lado b de Harvest” (1972) su disco más famoso y sólido, el contraste con las tonalidad popular, fácil y optimista de “Heart of Gold”. Forma parte de las costuras sonoras y emocionales que unen sus discos de la primera mitad de los años setenta. 45 años después, esas costuras mantienen el estilo y la frescura que luego aparecerán esporádicamente hasta Colorado (2019), su último disco de nuevas canciones. Llenos de altibajos y contrastes, las obras de los años recientes de Young (2010-2019) muestran el desgaste, las inconsistencias y destellos de uno de los últimos músicos representativos del pasado del rock norteamericano, hecho a mano entre las costas de Nueva York y California. Casi al mismo tiempo del lanzamiento del disco, Young demandó a Donald Trump por utilizar una de sus canciones como parte de sus actos de campaña para la reelección presidencial (Rockin´ in the Free World, de 1989). Ese acto del rockero canadiense (curiosamente de la misma edad de Trump) muestra el espíritu hippie de la patria del rock pre-industrial. Ya sabemos cómo los miembros de una misma generación pueden ser tan opuestos como Trump y Young, lo que revela el peso de las fuerzas misteriosas del azar en la construcción de las identidades. Pero a lo largo del siglo XXI, las preocupaciones de Young son parte de su nueva patria personal: ambientalistas, anti-transgénicas, de homenajes ingenuos a la naturaleza, de protestas contra la contaminación ambiental, animando con algunas de sus canciones elaborados rituales de veneración a la Madre Tierra. Con todo, Young y sus compañeros de generación se niegan a resignarse a ser apreciados como piezas de museo. Casualmente, Homegrown (algo así como “Cosecha propia”) aparece como un regalo bien envuelto, una cápsula de tiempo que coincide con los tiempos de miedo y aislamiento social de la pandemia que hoy nos azota a todos. Soledad, ansiedad y vida doméstica unen misteriosamente el pasado con el presente. Quizá, después de todo, la vida consista simplemente en un “cambio de hábitos”, como canta Young en “Separate Ways”, o en la búsqueda eterna, circular, de alguna patria lejana, como escribió Villaurrutia.

Thursday, August 20, 2020

El futuro no será como imaginamos

Estación de paso El futuro no será como lo imaginamos Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 20/08/2020) En 1992, Gilberto Guevara Niebla coordinó la publicación de un libro cuyo título era dramático, escandaloso: “La catástrofe silenciosa”. Ahí se plasmó un diagnóstico sobre la educación nacional que registraba muchas cosas en varias dimensiones: el pobre desempeño escolar, la centralización burocrática, la politización de las decisiones educativas derivada del corporativismo sindical ejercido por el SNTE, los altos índices de abandono y rezago escolar, la baja eficiencia terminal de los estudiantes en los diversos niveles, los problemas del financiamiento público, la inequidad social y regional en el acceso, tránsito y egreso de los estudiantes, la débil participación de los padres de familia en la educación de los hijos. Las implicaciones del diagnóstico eran sombrías en términos de políticas públicas: esos problemas registraban y anticipaban una catástrofe nacional, una distopía negra, una calamidad social. Hoy, una nueva catástrofe se desarrolla ante nuestros ojos. Pero es una catástrofe de una complejidad cualitativamente diferente. Aunque existen problemas de desempeño, funcionamiento y articulación del sistema educativo, desde las reformas de los años noventa hasta la fallida reforma educativa del sexenio pasado, o la que está en curso, se ha mejorado relativamente el conocimiento de la eficiencia y eficacia educativa mexicana, atenuando los déficits de siempre, mejorando algunos indicadores, evaluando mejor algunos procesos. Pero lo que tenemos enfrente es una crisis educativa que es a la vez una crisis social: un veloz proceso de des-institucionalización educativa, cuyos impactos han alterado las prácticas, hábitos y rutinas del sistema educativo. La abrupta y prolongada desmovilización de más de 30 millones de niños y jóvenes, maestros y padres de familia, tiene ya una serie de impactos en cadena no sólo sobre la salud y la economía de las familias, sino también sobre la cohesión social, las redes de socialización y los vínculos culturales que unen o debilitan la vida colectiva. Eso significa que el espacio común, público, el único lugar que reúne a los diferentes (la escuela pública) ha sido sustituido por el espacio privado, familiar, donde se reproducen las desigualdades de clase, de ingreso, de capital cultural. Es un proceso clásico de des-institucionalización social. Esa es la peculiar complejidad de la catástrofe áspera y ruidosa que estamos experimentando. Está en marcha un proceso de desestructuración social que no podrá ser resuelto con buena voluntad, plataformas digitales, radio o televisión educativa. El cierre de escuelas y universidades convirtió la casa familiar en el refugio obligatorio de niños y jóvenes, en espacios hogareños muy diferentes entre poblaciones, grupos y clases sociales. El rol de los maestros ha sido sustituido por los padres de familia, y, muy en especial (como en realidad siempre lo ha sido), por las madres. Los pizarrones, las lecturas en voz alta, la discusión, el patio de recreo, fueron sustituidos por plataformas digitales cuyo acceso (cuando lo hay) ocurre en la soledad de niños y jóvenes. Lo que se pensaba sería una respuesta contingente, no planeada, frente a una situación extraordinaria, se ha convertido con el paso de los meses en un patrón de comportamientos institucionales y sociales que endurece la coyuntura crítica y la transforma en una nueva estructura de desigualdades. Imaginar el futuro educativo en estas circunstancias resulta un ejercicio intelectual y político complicado. Es curioso como el flamante “Programa Sectorial de Educación 2020-2024” publicado apenas el mes pasado, no dedica una sola línea a la experiencia pandémica en el ámbito escolar, ni menciona los efectos socioeducativos de la crisis como parte del diagnóstico ni de los seis objetivos estratégicos de la acción gubernamental en educación. Ello revela que, desde la óptica de las autoridades del sector, la coyuntura solo tendrá molestias y efectos transitorios en los calendarios y relojes de la educación. La valoración gubernamental y social dominante de esos efectos es que, más temprano que tarde, la contingencia pasará y volveremos a las rutinas escolares (lo que eso signifique), pero ahora con el uso masivo de aplicaciones y tecnologías digitales, modos extraños de organización escolar y comportamientos sociales diferentes. El problema de fondo es que aún no calibramos adecuadamente la dimensión sociológica de la pandemia y sus efectos en los comportamientos educativos. No hay ni habrá ningún algoritmo que indique cómo resolver la desinstitucionalización de la escuela, desde el preescolar hasta la universidad. Tampoco habrá cursos en línea que enseñen cohesión social, aprendizajes a control remoto, ni orden social en situaciones de emergencia y desigualdad. Las prácticas educativas son también prácticas sociales y esas se construyen fundamentalmente en los espacios públicos que comparten estudiantes y profesores, amigos y compañeros, mediante juegos y conversaciones, pleitos ocasionales y acuerdos cotidianos. La sensación que se vislumbra es la de un futuro de sombras sin luces, en donde la desinstitucionalización de la escuela ampliará las brechas de desigualdad social y educativa entre poblaciones y territorios.

Thursday, August 06, 2020

Tocando fondo

Estación de paso Tocar fondo Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 06/08/2020) They´re taking me down, my friend And as they usher me off to my end (….) If what they say around here is true Then we´ll meet again Me and you Nick Cave, Idiot Prayer El Presidente, la Secretaría de Hacienda, la OCDE, la OMS, políticos del oficialismo, economistas, médicos, analistas simbólicos de la vida pública, suelen utilizar la frase “ya tocamos fondo” para referirse a una situación límite, una crisis cuyos efectos más corrosivos ya pasaron. Es por supuesto una metáfora, una frase coloquial para apaciguar conciencias o para convencer a otros de que las cosas ya no pueden estar peor, de que en adelante lo que sigue es la recuperación de lo que sea: la economía, la salud pública, el ánimo, la seguridad. Son palabras políticamente correctas para inyectar optimismo, alentar expectativas, devolver la confianza. El problema es definir cuál es el fondo, cómo lo podemos medir. Borges decía que “hay profundidades sin fondo”, que tocar fondo es una expresión ambigua dado que, “como el espacio es infinito, podemos seguir cayendo indefinidamente”. Paul Auster afirmaba que el fondo de las cosas es como lo peor de las cosas: un término elástico. Tocar fondo significa que tocamos el suelo, algo por debajo de la superficie de las cosas, un límite que ya no se puede traspasar. Sin embargo, la frasecilla una y otra vez termina por contradecirse. El fondo puede ser más profundo de lo que se imagina o se cree. No puede anticiparse; solo puede medirse después de las crisis. El tema viene a cuento por la situación sanitaria y económica que atravesamos. Estancados en las horas bajas del consumo, la productividad, la caída histórica del PIB, el desempleo, el número de contagios y muertes, el presidente afirma que “ya tocamos fondo”, y lo que viene una recuperación rápida “en el próximo trimestre”. Habituados a las representaciones gráficas de los datos de la crisis, vemos publicadas todos los días curvas, picos y valles que ilustran cifras, tasas de crecimiento, índices, temporalidades, territorios, colores de gravedad de la situación (rojo, naranja, amarillo, verde), relatos optimistas o catastróficos de la gestión gubernamental de la pandemia. Es el extraño lenguaje de la crisis. Pero nada garantiza que el fondo ya se haya tocado. Las aguas profundas de la crisis son multidimensionales, confusas, complejas. El desempleo formal e informal de millones es difícil de medir y a veces siquiera de estimar. La ruptura de las cadenas productivas llevan mucho tiempo en repararse. La educación es un territorio de confusión gobernado por la incertidumbre. Las lecciones del pasado remoto y reciente muestran que la destrucción económica y la desconfianza política o social pueden ocurrir en períodos muy cortos, a gran velocidad: dos guerras mundiales, las crisis financiera de 1929, la crisis de la deuda de los 80´s, el “efecto tequila” de 1994-1995, o la de 2008-2009, terremotos, sequías, inundaciones. Pero lleva un tiempo considerablemente mayor recuperarse de sus efectos. La rapidez es el signo de la crisis; la lentitud, el de la recuperación. La ilusión del fondo es además relativa. La desigualdad preexistente de las condiciones y contextos sociales explican cómo el impacto de la crisis es muy distinta entre estratos sociales, poblaciones y territorios. La tradicional vulnerabilidad de los sectores más pobres se agudiza, mientras que las clases medias reducen expectativas para sortear en mejores condiciones las adversidades. Las élites que tradicionalmente habitan los exclusivos salones de la riqueza, suelen fortalecer sus posiciones de poder y prestigio frente al resto. Las crisis, lo sabemos, incrementan dramáticamente las brechas y fracturas de la desigualdad social. La plasticidad es una propiedad del fondo; nunca es un suelo parejo, duro, sólido. Es un pantano de aguas lodosas e inestables, arenas movedizas que pueden dejar atrapados a gobiernos y sociedades por un largo tiempo, acumulando tensiones, pasiones e incertidumbres. El fondo es la representación de un lugar imaginario, una metáfora marina (profundidad/superficie), o religiosa (cielo/infierno) que alimentan muchas filosofías de farmacia relacionadas con el bien y el mal, la condena y la salvación. “Tocar fondo” o “lo mejor está por venir” son frases toda-ocasión de políticos y funcionarios, de curas y fieles, de terapeutas y enfermos. Pero también es una metáfora política, útil para narrativas optimistas que alimentan la sensación de que todos, en algún momento, flotaremos hacia algún lado, aunque tampoco se sepa muy bien que signifique eso. Invocar cualquier fondo real o imaginario supone también la representación de una superficie imaginaria, luminosa, tranquilizadora de la vida social. En este mundo simbólico, los escepticismos de Borges o de Auster son recursos de realismo químicamente puro, a los que puede agregarse el sonido metálico que nos regala el Licenciado Cave en “Oración idiota”: el fondo es la estación terminal donde todos nos podremos reunir.