Thursday, April 14, 2011

La fuerza civilizatoria de la hipocresía



Estación de paso
La fuerza civilizatoria de la hipocresía
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 14 de abril de 2011.
Uno de los recursos más antiguos empleados en la convivencia social y política de todos los días es la hipocresía. No goza de muy buena fama, frecuentemente es vista como “la peor de todas las maldiciones” como señalaba el viejo Moliére, y casi en todas partes se suele condenar a los hipócritas como seres despreciables, deshonestos, amorales, mientras que al mismo tiempo se elogia la franqueza, la buena fe, la honestidad, la transparencia de las personas. Todos tenemos seguramente una o muchas historias que contar al respecto. Justo por ello, es una de las paradojas maestras del orden social: cuando se condena tan abiertamente a la hipocresía y a la mentira, ¿porqué persiste su práctica en todos los campos de la vida social?
Para evitar algún malentendido, me apresuro a expresar que estoy dispuesto a suscribir cualquier exhorto para exigir transparencia y sinceridad a los políticos (y a los no políticos también), pero me temo que eso no resuelve el problema de las prácticas hipócritas. Por lo tanto, la pregunta persiste: ¿por qué se practica la hipocresía? ¿Por qué las personas utilizan las máscaras de la hipocresía en el ámbito público y privado? ¿Qué motivos llevan a las personas a emplear esas máscaras para relacionarse entre sí?
Para decirlo en breve, lanzo una divagación sociológica: el cultivo de la hipocresía es el resultado de la incapacidad de las normas para resolver los conflictos sociales cotidianos. Las fricciones de todos los días, las que ocurren entre ciudadanos, entre políticos o entre familiares, no suelen resolverse con el cinismo o la sinceridad absoluta, pues ello suele producir conflictos que terminan con amistades viejas o recientes, con relaciones laborales o políticas, con vínculos familiares y afectivos. Para lidiar con ese riesgo, un recurso de uso generalizado es la hipocresía, es decir, la acción de disimular el disgusto o la desaprobación que nos causa un hecho o una persona empleando un disfraz que cubre nuestros verdaderos sentimientos. Las imperfecciones del orden social explican el uso de esta máscara tanto como otras (las mentiras piadosas, la compasión, la discreción, el secreto), pues forman parte del lubricante que aprendemos a usar desde niños para eludir el enfrentamiento, el pleito, la violencia incluso.
El aplomo de muchos hipócritas es envidiable, a veces legendario. Un célebre aforista sentenció: “La hipocresía es el vicio más difícil de mantener. No se puede practicar en los ratos libres: es una ocupación a tiempo completo” (La frase es de Somerset-Maugham, y es citada por Jon Elster en Alquimias de la mente. La racionalidad y las emociones, Paidós, Barcelona, 2002). Entre los políticos, por ejemplo, el recurso es moneda de uso legal, legítimo e indispensable. Junto con el pleito abierto y las discusiones álgidas, los políticos emplean la hipocresía para suavizar las tensiones, para dosificar los pleitos, para concentrar su atención en los temas que les interesan. En ese sentido, la hipocresía es un recurso civilizatorio, propio de toda acción que se basa en la negociación y la búsqueda de los acuerdos. Y el amplio arco ideológico de los partidos y de los políticos no inhibe el uso frecuente de los comportamientos hipócritas. Desde la izquierda lopezobradorista, proto-proletaria o pro-indigenista hasta la ultraderecha yunquista, la máscara de la hipocresía es un recurso practicado con una frecuencia que llega a convertirse, en ocasiones, en insoportable.
Ahora que la indignación moral se practica como recurso de la bienpensantía nacional y local, en la que se lanzan prédicas y pontificaciones al mayoreo para referirse a la infinita maldad de políticos, mafiosos, empresarios, líderes y lidercillos de todos los ámbitos, el tema confirma ser reacio a los exorcismos morales de no pocos intelectuales, obispos laicos y sacerdotisas de la sociedad civil. Algunos acusan con tono de indignación que el cinismo ilimitado de la clase política es la fuente de todos nuestros males públicos y privados. Pero se suele olvidar que la hipocresía es una fuerza civilizatoria, capaz de amortiguar el juego rudo de la vida política y social, que suele estallar de cuando en cuando con consecuencias indeseables, violentas, a veces irreversibles. Siempre es bueno pensar que en la política actúen las mejores personas posibles, ciudadanos y ciudadanas de nobles intenciones, pasados luminosos y capacidades probadas o por probar. Pero también es de agradecer que lleguen junto a ellas un buen puñado de hipócritas que ayuden a que la política y la vida pública funcionen. Ya se sabe: el mundo de la política no es el reino de los ángeles sino de los mundanos, capaces de lidiar cotidianamente con el conflicto y la negociación de los intereses, en donde las máscaras siempre ayudan. En estos tiempos en los que el cinismo o la indignación moral dominan el ánimo público, no está de más elogiar el viejo arte de la hipocresía.