Thursday, August 22, 2019

La autonomia y sus narrativas

Estación de paso

La autonomía y sus narrativas

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 22/08/2019)


La universidad se hizo autónoma por la revolución de nuestra palabra, nuestra huelga y nuestra sangre

Frase pronunciada por estudiantes de la Universidad Nacional, mayo 1929.

¿Qué significa hoy la autonomía universitaria? ¿Cómo han cambiado los relatos en torno a su importancia, función y alcances para el desarrollo de las universidades públicas? ¿De qué manera los cambios contextuales han impactado sus significados? Estas cuestiones forman parte de la construcción de un nuevo horizonte narrativo entre las universidades públicas latinoamericanas, un horizonte en el cual coexisten varios tipos de autonomías y definiciones que obedecen a una relación compleja entre diagnósticos, interpretaciones, entornos e historias institucionales.

Ello fue uno de los motivos de la celebración de los 90 años de la UNAM y los 70 de la fundación de la Unión de Universidades de América Latina (UDUAL). La reunión fue una valiosa oportunidad para reunir a medio centenar de rectores y académicos para reflexionar en torno a los significados y desafíos contemporáneos de la autonomía universitaria en América Latina y El Caribe. En un par de días (15 y 16 de agosto), los participantes abordaron desde diversas perspectivas el tema, lo que permitió identificar preocupaciones comunes desde posiciones distintas. Un recuento breve permite formular algunos de los puntos centrales del seminario convocado por la UDUAL y la UNAM.

La heterogeneidad como rasgo de las autonomías. No hay un solo significado de la autonomía universitaria. Las defensas heroicas de la autonomía coexisten con las defensas políticas o ideológicas de las universidades públicas. La fe, el pragmatismo y la razón se mezclan en las nuevas narrativas sobre la universidad, en entornos donde el escepticismo, la crítica o los embates políticos francos a la idea misma de la autonomía académica e intelectual universitaria se han multiplicado en los últimos años. Bolsonaro en Brasil, o Trump en los Estados Unidos, representan esos nuevos contextos de anti-intelectualismo, escepticismo y agresión política a las universidades públicas.

La autonomía es un arreglo institucional surgido en contextos de crisis. Las movilizaciones estudiantiles de la Universidad de Córdoba en 1918, o de la Universidad Nacional de México en 1929, implicaron una demanda de libertades académicas, intelectuales y organizativas que imprimieron sentido y coherencia al reclamo autonómico universitario. Ello significó la contención de las intervenciones del Estado y de los grupos de poder en la vida interna de la universidad, a la vez que legitimó el gobierno colegiado y la autonomía institucional como medios para proteger las libertades de cátedra y de investigación en las universidades. Ese fue el relato dominante durante casi todo el siglo XX, que impulsó diversos procesos reformadores universitarios en muchos países.

Pero la modernización de la autonomía de las universidades que se experimentó con diversas intensidades durante las dos últimas décadas del siglo pasado, ocurrió en contextos de crisis económica y de financiamiento a las universidades públicas. Fue una modernización impulsada en buena medida por el cambio en las políticas públicas de educación superior en la región. Más recientemente, a lo largo del siglo XXI una suerte de crisis de identidad de las universidades ha modificado el sentido mismo de la autonomía, sujeta desde hace tiempo a la evaluación externa del desempeño de las universidades públicas, en contextos donde la multiplicación anárquica de las ofertas privadas y públicas han relocalizado el papel y las funciones tradicionales de las universidades federales y estatales.

Los relatos sobre la autonomía han perdido fuerza política. Uno de los rasgos históricos de la autonomía universitaria en América Latina es su fuerza épica. El “Manifiesto Liminar” de los estudiantes cordobeses, o la reivindicación del triunfo de la primera autonomía como resultado de ”la palabra, la sangre y la huelga” de los estudiantes mexicanos de 1929, fueron emblemáticos de ese sentido casi dramático de la autonomía universitaria en la región. Hoy, la épica de la autonomía es una suerte de épica de indicadores, centrada en mostrar datos sobre el desempeño, calidad, prestigio o impactos de las universidades sobre sus entornos locales, nacionales o internacionales. Es una épica sin fuerza política, una suerte de “épica técnica” que parece débil frente a la descalificación en bloque que hacen los nuevos oficialismos de izquierda o de derechas sobre la autonomía universitaria. En eso se parecen los arrebatos de Trump o Bolsonaro con los de Maduro en Venezuela o de Ortega en Nicaragua.

Existe un “déficit argumentativo” de la autonomía universitaria contemporánea. Ese déficit quizá se explica porque no hay una imagen clara de la universidad pública ni entre los propios universitarios ni entre los poderes públicos. Las imágenes son ambiguas y contradictorias. Las universidad emprendedora coexiste con la universidad crítica, la humanista, la reflexiva, o la científica; la universidad flexible, internacionalizada, competitiva, innovadora, coexiste con la imagen de la universidad para el desarrollo, democrática, equitativa, pertinente. Esa diversidad de imágenes tal vez explica la heterogeneidad de los relatos autonómicos contemporáneos. Pero el resultado es el mismo: la autonomía se ha convertido una categoría vaciada de significado, ambigua, contradictoria, confusa, en un contexto donde a las universidades públicas se les considera refugio de académicos que “levitan”, de fifís y privilegiados.

En ese contexto, el desafío mayor consiste en elaborar un nuevo discurso sobre la autonomía universitaria como parte de una narrativa política potente y profunda. Una épica que dote de sentido y coherencia a la idea misma de la universidad y de lo público en un nuevo contexto. De otro modo, las tendencias hacia la heteronomía de las universidades por la vía del Estado o del mercado con sus propias narrativas neo-utilitarias, competitivas y de ilusiones de clase mundial, continuarán colonizando el significado de la autonomía universitaria contemporánea.

Thursday, August 08, 2019

1969: La nostalgia como museo

Estación de paso
La nostalgia como museo
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 08/08/2019)
Hace exactamente cinco décadas, dos acontecimientos llamaron la atención del mundo. Uno fue el viaje a la luna protagonizado por tres astronautas norteamericanos, un hecho que culminaba una década de experimentos y aproximaciones científicas. La otra noticia era la celebración del Festival de Woodstock, en Bethel Woods, una granja del estado de Nueva York, donde decenas de miles de jóvenes pasaron tres días de “paz y música”. Ambos eventos fueron espectaculares por causas distintas. Uno era el triunfo de la inteligencia humana, el producto de años de investigación científica y desarrollo tecnológico aeroespacial (Programa Apolo). El otro era el cénit del movimiento hippie asociado al rock, la expresión mayor y más prolongada de las prácticas e imaginarios asociados a la libertad, las drogas, el espíritu comunitario, la rebeldía organizada que se había acumulado a lo largo de los años sesenta.
El Apolo 11 y sus tripulantes (Nel Amstrong, Buzz Aldrin y Michel Collins) representaban el sueño de una generación de políticos, científicos y gobernantes. Woodstock representaba la utopía de una generación que deseaba romper con las tradiciones e inercias del conservadurismo de la época. Ambas generaciones eran el producto de la segunda posguerra, los baby-boomers que por la vía de la ciencia, la política, la música o la cultura se arriesgaban a emprender proyectos diferentes, ambiciosos, desmesurados. La ingenuidad y la disciplina, la imaginación y el poder, la rebeldía y la paciencia, la certeza y la confusión, fueron la mezcla de valores y sentimientos que alimentaron con distintos intereses y pasiones la hechura de los acontecimientos.
Los dos eventos compartieron el mismo contexto: la guerra fría. Y ambos también experimentaban oportunidades y limitaciones: un capitalismo de alto crecimiento económico combinado con déficits de representación política y una extendida aunque vaga sensación de malestar moral y cultural. Las críticas al consumismo feroz, la amenaza del comunismo, las movilizaciones contra la guerra de Vietnam, coexistían con la intolerancia, política y las crecientes dificultades de las democracias liberales para traducir el malestar de los jóvenes en legitimidad política de los gobiernos nacionales. Algunos llamaron a estos procesos “crisis de las democracias”.
El Apolo 11 y Woodstock fueron iluminados por la misma luna. Los meses de julio y agosto de aquel verano del ´69 una luna llena descendía sobre doscientas mil personas en Bethel Woods, la misma luna que había sido conquistada sólo un mes antes por tres solitarios astronautas ante los ojos de millones de espectadores que seguían la hazaña por televisión. La épica espacial y la épica cultural alimentaron dos de los relatos fundamentales sobre la modernidad experimentada durante los años sesenta. Una era sobre la nueva frontera, el triunfo de la curiosidad científica y el desarrollo tecnológico sobre el universo que comenzaba con la conquista simbólica de la luna. La otra épica era la invención de una nueva utopía: la libertad y el espíritu comunitario coexistiendo durante tres largos días bajo la lluvia, arropados por música de rock.
El despegue y el aterrizaje de la nave Apolo, la caminata lunar, las palabras de Aldrin transmitidas por televisión, representaban la realización de un esfuerzo de casi una década dirigido por la ambición científica y política de un gobierno y un régimen empeñado en mostrar su superioridad sobre otro. Las interpretaciones de Jimi Hendrix, Joe Cocker, Jefferson Airplane, Carlos Santana o The Who frente a una multitud de jóvenes empapados bailando y cantando entre el lodo y baños improvisados, representaban el romanticismo terrenal de una utopía cuya propia naturaleza era la imposibilidad.
Pero la nostalgia bien cabe en un museo. Uno es el fin de un sueño; otro la confirmación de una ruta. Ambos son hoy piezas de sus respectivas salas de exposiciones, que alimentan la nostalgia y sus parafernalias, melancolías e ilusiones. Después de todo, como escribió en algún lugar Nathaniel Hawthorne a la mitad del siglo XIX, toda nostalgia es un conjunto desordenado de recuerdos poblados de espectros. Para el caso, un trío de fantasmas posados en la superficie lunar, mientras que decenas de miles de espirítus bailaban a la luz de la misma luna extrañas canciones a las que en algún tiempo se les llamaba rock, y que se presentaba como la música del futuro de una nueva sociedad. Aquellos acontecimientos son hoy objetos de museo.