Friday, June 24, 2011

Tumbas, cenizas y huesos



Estación de paso
Tumbas, cenizas y huesos
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 23 de junio de 2011.

Los cementerios y panteones, con su reconocible colección grisácea de tumbas, capillas y mausoleos, son los sitios donde la muerte ha encontrado sus rituales apropiados, el respeto que se merece, y la expresión arquitectónica de su importancia en el ordenamiento de la vida en sociedad. En cualquier ciudad o pueblo se encontrarán siempre tiendas, escuelas, hospitales, iglesias, casas, edificios y, por supuesto, cementerios. El aura de solemnidad que predomina en el camposanto es directamente proporcional al miedo o al respeto que su figura o sus representaciones inspiran entre los mortales. Por ello, estos sitios suelen ser inspiradores para poetas, pensadores y fotógrafos, para cineastas, pintores y músicos, que encuentran en la visión de lápidas y tumbas el testimonio de lo inevitable, del silencioso territorio donde los vivos cultivan la ilusión de que los muertos, sus muertos, permanecen en un lugar específico, “vivos”, con sus nombres cincelados en piedra, granito o mármol, en los cuales se acumulan frases, imágenes y fechas que atestiguan lo que significan para sus herederos, familiares o amigos.
Cees Nooteboom, el escritor holandés de la errancia y los viajes, dedicó un libro justamente al tema de los cementerios y sus inquilinos perpetuos. Tumbas de poetas y pensadores (publicado por la elegante editorial española Siruela en el 2007, en Madrid) es un bello libro en gran formato, donde las impresiones del autor se mezclan con las palabras de 82 poetas y pensadores de diversas nacionalidades, para ofrecer, desde la perspectiva de la visión de las tumbas visitadas, una imagen líquida de la muerte, una colección de postales de hombres y mujeres cuyas reflexiones sobre la muerte son sombras proyectadas sobre sus propias vidas y entornos. Acompañado por una magnífica colección de fotografías en blanco y negro de Simone Sassen, el libro de Nooteboom es un recorrido visual y narrativo fascinante sobre las ciudades de los muertos, que posa su mirada y palabras en cementerios de París, de Roma, de Venecia, de Buenos Aires o de Chile.
“Las tumbas son ambiguas. Conservan algo y no conservan nada”, escribe en la Introducción el autor, para alertarnos sobre la vaguedad simbólica y práctica de los cementerios. “Cuando de tumbas se trata, todo es irracional”, dice Nooteboom. “Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella” (p.13).
Bajo esta premisa, el texto del escritor holandés se pasea por diversos panteones del mundo, frente a los cuales escribe sus notas de viaje, su bitácora mortuoria, en la que las palabras de los muertos resuenan en la observación de sus lápidas.
Frente al elegante mausoleo de Adolfo Bioy Casares, por ejemplo, en el cementerio de La Recoleta, en Buenos Aires, Nooteboom cita de La invención de Morel: “El hombre y la cópula no soportan largas intensidades”.
En un pequeño nicho de la Iglesia de Saint Michel, en East Coker, un pequeño pueblo en Inglaterra, la fotografía muestra las palabras escritas de T. S. Eliot : “En mi principio está mi fin…En mi fin está mi principio” (de su poema East Coker).
Frente a la tumba de John Keats, en Roma, una limpia lápida en mármol que asemeja un dedo índice elevado hacia el cielo, evoca las palabras: “Versos, fama y belleza son sin duda intensos, pero más intensa es la muerte, la alta recompensa de la vida” (del poema Porqué me reí esta noche, del propio Keats).
La visión de las tumbas de Apollinare y de Balzac, en París, de Baudelaire en Montparnasse, de Italo Calvino en la Toscana italiana, de Gohete, en Weimar, de Nabokov, en Montreaux (Suiza), de Robert Graves, en Mallorca, o de Ezra Pound, en Venecia, recorren cuidadosamente las 263 páginas del libro de Nooteboom. Y al pasar la vista sobre cada una de ellas, se pueden recordar las palabras dolorosas de nuestro Xavier Villaurrutia: “La muerte toma siempre la forma de la alcoba que nos contiene”.
Esas frases e imágenes colonizan parte de las representaciones sociales sobre las que se edifica la idea que da sentido a los cementerios. Y más allá de las fascinaciones, indiferencias o temores que la muerte trae consigo, los panteones nos recuerdan su carácter inevitable, y de su importante aunque triste papel en la historia de nuestras vidas. Después de todo, tres metros bajo tierra descansan los huesos y las cenizas de aquellos que vieron antes, con otros ojos y contextos, los mismos cementerios.

Wednesday, June 15, 2011

El futuro ya no es lo que era




Estación de paso
El futuro ya no es lo que solía ser
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 9 de junio de 2011.
La frase que da título a esta colaboración pertenece al poeta francés Paul Valèry, quien se refería al hecho de que las representaciones y percepciones de los intelectuales de su época sobre el futuro habían cambiado de manera dramática al comenzar el siglo XX. “El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que solía ser”, escribió el autor de El cementerio marino, y con ello se refería vagamente a las dificultades que un mundo cambiante e incierto imponía al pensamiento de su época. William Butler Yeats, el gran poeta irlandés, contemporáneo por cierto de Valèry, era aún más contundente y pesimista al respecto: “.allí donde el verde es perpetuo, todo ha cambiado, cambió por completo; una belleza terrible ha nacido”, escribió, en referencia a la guerra nacionalista irlandesa de finales el siglo XIX (Semana santa de 1916). En ambos casos, el presente, sus presentes, impusieron temor y cautela frente a las visiones románticas y las grandes expectativas sobre el futuro, y sus palabras se convirtieron en los grandes epitafios del siglo XX.
Esas palabras afirman al futuro como un territorio inhóspito, en algún sentido tierra de nadie. Pensar en lo que puede llegar a suceder en un tiempo corto o largo es siempre un ejercicio habitado por imágenes de desolación, de optimismos desbordados o de pesimismos documentados, según sea el observador y sus circunstancias. Existen también las imágenes dominadas por sólidos escepticismos sobre nuestra capacidad para adivinar, predecir o calcular lo que puede ocurrir después. En cualquier caso, el futuro es siempre un territorio abierto, el efecto de la combinación del azar, el cálculo o la incertidumbre, rebelde a las predicciones y a los destinos luminosos o fatales. Justo por ello, por la imposibilidad de saber lo que puede ocurrir años o décadas más adelante en la vida de los individuos, el futuro es un objeto promovido por chamanes y adivinos, brujos y profetas, donde la metafísica y el espiritismo suelen alimentar negocios de ilusiones para creyentes, incautos e ingenuos. La ignorancia sobre el futuro es la fuente de un mercado inagotable de charlatanes más o menos sofisticados, que ofrecen una variedad de pócimas, trucos y remedios para asegurar el porvenir, la felicidad y la fortuna a quienes desean creer en su poderes.
Horóscopos, retorcidas interpretaciones de los restos del café, consulta de oráculos, la lectura de las líneas de la palma de la mano, echar las cartas sobre la mesa, son métodos ancestrales empleados por adivinos para tratar de descifrar el futuro. Vamos hasta la copromancia, la observación de las heces humanas -según narra en uno de sus cuentos el escritor brasileño Rubem Fonseca-, forma parte de los métodos utilizados por charlatanes y brujos para asegurar a sus fieles la potencia y veracidad de sus vaticinios. Por supuesto, esas visitaciones metafísicas al futuro sólo sirven para alimentar la sensación de que las cosas, la vida de las personas, pueden ser controladas por los propios individuos, con la pequeña ayuda de intérpretes y profetas. Es, por supuesto, una ilusión potente, una droga contra la ansiedad.
La idea de que el futuro es un territorio gobernado inexorablemente por cierta noción de progreso forma también parte de las racionalidades del pensamiento moderno de filósofos, políticos y sociólogos. Cierta confianza en que las cosas no pueden ser peores domina con frecuencia indomable esa ilusión racional. “La fe en el progreso es el Prozac de las clases pensantes”, escribió en tono sombrío John Gray en su libro Contra el progreso y otras ilusiones (Paidós, 2006), y con ello elabora una crítica demoledora hacia cualquier forma de reflexión optimista sobre el porvenir.
En ciertas zonas intelectuales, el escepticismo y las dudas gobiernan las expectativas de lo que puede suceder en el tiempo. El futuro está hecho de pérdidas, construido sobre piedras demolidas por las sombras y el olvido. “¿Qué soñará el indescifrable futuro” se preguntaba Borges en su poema Alguien soñará, y se respondía: “Soñará que el olvido y la memoria pueden ser actos voluntarios, no agresiones o dádivas del azar”. El futuro como invención puede ser también un acto voluntario de demolición.
Leonard Cohen, el flamante Premio Príncipe de Asturias en el campo de las de Letras de este año, escribió justamente una canción con ese título, El Futuro, en la que declara la imprevisibilidad del porvenir, su carácter ingobernable, su imposibilidad maldita. En una frase lúgubre, Cohen pontifica con la lucidez que sólo puede proporcionar la desesperación y la soledad, cultivadas a la sombra bienhechora de una cantina sórdida en Lisboa: “He visto el futuro, hermano: Es un asesino”.