Tuesday, March 31, 2009

Gran Torino negro, modelo ´72. Impecable.

Gran Torino, negro, modelo ´72. Impecable.
Adrián Acosta Silva
La más reciente película de Clint Eastwood (que de hecho puede ser la última, según ha dicho por ahí), es un relato situado a salto de caballo entre el drama y la comedia, pero también entre el humor y la tragedia. Personificada por Walt Kowalski, un obrero casi octagenario, jubilado de la Ford, viudo y solitario, cuyas aficiones son beber cerveza, mirar a los vecinos y cuidar con esmero a su auto y a su perra, la historia que dirige y actúa Eastwood puede ser vista como una daga que penetra directamente al centro del corazón políticamente correcto que invade a la sociedad gringa desde hace décadas. Con humor irreverente y sarcasmo ácido, el director nos muestra a las nuevas minorías que invaden desde hace tiempo las ciudades y los pueblos del medio oeste, no como la colección de postales folck y estereotipos que suelen presentar activistas de los derechos civiles o los medios de comunicación, sino más bien como una colección de familias e individuos tratando de adaptarse a un medio hostil, entre los que se encuentran individuos esforzados y apacibles junto con el puñado de hijos de la chingada que nunca faltan en ninguna sociedad, raza, etnia o nativos de ningún lado.
Como en todas las cintas recientes del autor, hay un sentido de trascendencia moral del personaje y de la historia, que en este caso tiene que ver con la soledad, el descubrimiento de los otros, las contradicciones entre la ética religiosa, las convicciones personales y las prácticas civiles. Tomando distancia del sacerdote de la historia (casi siempre hay uno en sus películas, como en la célebre Million Dollar Baby, de 2004), y todo lo que él representa en la vida cotidiana de la comunidad, Kowalski es un ateo práctico, que asume sus limitaciones y contradicciones sin rubor y sin presunción, tratando de convivir con ellas a pesar de la ominosa carga moral que aplasta su alma desde que asesinó a soldados indefensos en la guerra de Corea. Sus hijos y nietos son la gente extraña del personaje, una colección de familiares irreconocibles e impresentables para el exobrero de la Ford, mientras que poco a poco la familia Hmong que vive al lado se convierte en el nuevo entorno afectivo del protagonista. El proceso de aceptación de su presencia y sus prácticas, de sus símbolos, constituye el eje de la transformación de Kowalski, cuyas creencias y convicciones son alteradas por el reconocimiento de los valores de sus vecinos.
Pero es también la violencia pandilleril el lado oscuro de la luna eastwoodiana. La tribu de hunos urbanizados que encabeza el primo familiar de los Hmong, forjados a base del enfrentamiento criminal con otras tribus urbanas de latinos y negros, simbolizan el orden práctico al que deben adaptarse los hombres jóvenes de los migrantes, y a lo que se resisten mediante la intervención resuelta y un tanto autoritaria de la hermana y de la madre. Esta tensión entre violencia y adaptación, entre la búsqueda de sentido de pertenencia y la obediencia a la estructura familiar, ilumina buena parte de la película, que terminará por el sacrificio del personaje principal en beneficio del joven de la familia vecinal.
Gran Torino es la vuelta a la escena del tema de los valores y de las prácticas del orden social, representadas por Kowalski, los Hmong y la comunidad anglosajona a la que intentan adaptarse. Pero es también una historia del desvanecimiento de las certezas y los hábitos en medio de un orden que se desmorona, un poco como mostró el propio Eastwood en Los imperdonables (1992). Con un lenguaje políticamente incorrecto (“cabezas de pescado”, “cabeza de cierre”, italiano-hijo de-puta, son los adjetivos que suelta Kowalski a sus vecinos y amigos), el director y actor remueve el dedo en la llaga del neoconservadurismo que domina el lenguaje políticamente correcto de la época. El impecable Ford Gran Torino negro, modelo 1972, que permanece en el fondo de la película como testigo de la historia, simboliza el pasado perfecto que todos quisiéramos tener, ese que se pule con obsesión y se limpia como el recuerdo precioso de un presente imposible. Como la vida, justamente.

Wednesday, March 25, 2009

Chismes y política

Chismes y política: la realidad de los espejos (rotos)
Adrián Acosta Silva
Una de las curiosidades de la vida política mexicana contemporánea es su marcada propensión a convertirse en el centro de toda suerte de rumores, chismes y escándalos. Esa propensión no es nueva (ni ocurre sólo aquí, por lo demás), pero en los últimos años –justamente los de nuestra transición y cambio político hacia la democracia, lo que eso a estas alturas signifique- esa tendencia se ha recrudecido hasta alcanzar el centro simbólico y propagandístico de la bestia insaciable de los medios. No hay medio escrito, radiofónico, televisivo o virtual (o sea, el que se difunde por la internet, a través de infinidad de blogs, páginas web, correos electrónicos), que no contemple entre su oferta de “información” una sección, columna, una nota, reportaje o entrevista donde esos rumores y chismes se reproduzcan, se generen o se den por cierto sin más para construir a continuación el “análisis” instantáneo de la vida política local o nacional. La política suele aparecer en estos espacios como una farsa, una comedia o una tragedia, según lo dictaminen los observadores. Se trate de intrigas palaciegas, aldeanas o de cantina, los protagonistas cotidianos de la vida política aparecen como actores dispuestos a la transa, al embute, a colocarle zancadillas al otro, a colocar sus intereses personales por encima de sus funciones públicas, a estar dispuestos a lo que sea para alcanzar sus propósitos, sin importar el costo público, político o mediático de sus acciones.
Tenemos así la crónica de un escenario donde un ejército de farsantes, mentirosos, cínicos e hipócritas de diversa calaña y alcances protagonizan la sátira política de la temporada, mientras, abajo y al fondo, entre las luces mortecinas del gran teatro de la vida pública de los medios, otro ejército registra, inventa, o narra a su modo y oficio la puesta en escena del día, las actuaciones de los personajes, sus guiños y conversaciones, sus silencios, sus miradas, sus limitaciones. Ese otro ejército de reporteros, periodistas y opinadores profesionales o amateurs, interpretan lo que sienten o creen, y lo transmiten desde la óptica de sus prejuicios, sus ocurrencias o sus preferencias éticas o estéticas de carácter político, o anti-político. No existe el interés por saber la veracidad de lo que escuchan u observan, ni por verificar si lo que es apenas audible es cierto, o si las conversaciones en voz baja de los protagonistas es sólo una parte de lo que suele comentar dentro de la vida privada de ciudadanos y políticos. Eso, bien visto, no importa. Lo que es relevante es lo que dicen, creen, piensan o catalogan los intérpretes del vecindario, no los actores del espectáculo de todos los días.
Pero el asunto es un tanto más complicado, por el hecho de que la política y los políticos son el objeto de atención de medios que no pueden vivir sin la dosis diaria de escándalo y especulación que le rodea. Una práctica cotidiana es inventar historias, narrar anécdotas y vericuetos entre políticos, inducir o inventar rumores envenenados, para confirmar que el oficio de la política no es más que la suma de las personalizaciones correspondientes. Bajo el supuesto de que la mejor política es la que no existe, y de que lo que hay no es más que la confirmación de que de la política formal y real nada bueno puede esperarse, los medios documentan pacientemente y a veces fantasiosamente acusaciones, filtraciones y chismes, que entre más escandalosos parezcan, más enaltecen al chismoso de ocasión. El morbo político es el morbo de los que miran a un atropellado, tratando de mirar lo expuesto, de descifrar los daños, de observar lo que quedó a salvo, de especular cómo sucedió todo.
Gobernados por la convicción de que en política todo tiene una lógica coherente y esférica, una causa y un efecto calculados, los mirones y los chismosos del periodismo practican el viejo hábito de la especulación sin pruebas, de la invención de historias y hasta de actos de telepatía politológica, donde son capaces de saber hasta lo que piensan los actores y cómo sus acciones son la expresión cotidiana de sus planes y deseos. Personajes y personajillos de nuestra vida política aparecen entonces como los protagonistas de novelones o novelitas de cálculo y ambición, de lágrimas, bostezos y risas, que son relatados también por personajes o personajillos de medios que desmenuzan hasta la náusea las palabras, los gestos y las poses de los observados.
La vida política se vuelve entonces en un juego de espejos rotos, en la que los políticos y funcionarios juegan un juego de cartas marcadas, que simplemente basta mirar para comprender el desarrollo y el desenlace del juego, y en la que los narradores se dedican a trasmitir a multitudes imaginarias sus impresiones y certezas. El narrador se vuelve entonces en un actor más de la política, o se coloca al filo de la relación entre el observador y el observado, pero que no corre nunca con los riesgos del político y la política profesional. La incertidumbre y las ambiciones se vuelven entonces datos incómodos para los intérpretes del periodismo, hechos viejos que resultan problemáticos para quienes se han acostumbrado a ver en la política mexicana el peor de los mundos posibles. La imaginería y el delirio de los medios se han vuelto directamente proporcionales a la grisura, la ineficacia y la opacidad de la política profesional. La danza de sombras entre medios y política se ha convertido el signo mexicano de nuestra consolidación democrática.

Wednesday, March 11, 2009

Indignación moral

Indignación moral
Adrián Acosta Silva

Eres lo que no hay
Cormac McCarthy, Suttree

Entre la abundante colección de escenas imprecisas que se han amontonado en la vida pública mexicana de los últimos años, destacan las que protagonizan cotidianamente algunos periodistas, intelectuales y escritores que han jugado el papel de intérpretes oficiosos de los humores privados y públicos de la sociedad mexicana. Gobernadas por la irritación y el griterío más que por el matiz, la prudencia o la mesura (viejos hábitos republicanos, si es que algún a vez los hubo), esas voces expresan el descontento que parece haberse adueñado de las prácticas y la imaginación de las nuevas elites dirigentes y de poder de las sociedades locales. Lo mismo en Guadalajara que en Monterrey, en el DF. o en Ciudad Juárez, esas voces son dominadas por un acusado tono fatalista combinado con un furioso reclamo moralizador hacia los actores políticos de la temporada y del escenario.
La parte más visible de ese reclamo tiene que ver con un discurso ( y un recurso) poderoso y extendido entre ciertas franjas de las elites mexicanas bienpensantes de los últimos años: la indignación moral. Es un sentimiento de yo-acuso acompañado de la certeza de que el país no tiene remedio, pero de que basta reconocerlo o denunciarlo para empezar a cambiarlo. Es también una pose estética a la vez que un posición ética, que crítica por igual a la corrupción, los partidos políticos, al gobierno, a la clase política, a las empresas, al neoliberalismo, a la crisis económica, la desigualdad, la pobreza, la falta de competitividad económica, a los sindicatos, al viejo y nuevo corporativismo, a los liderazgos varios que hay en el país. Apela a valores supremos y absolutos que, suponen, deben y tienen que ser compartidos para construir a la sociedad buena y al buen gobierno: honestidad, confianza, ética, compromiso, responsabilidad, lealtad, sinceridad. A diferencia de ciertas franjas que deciden participar directamente en la actividad política formal, optando por el árido trayecto de la organización y el activismo para cambiar las cosas, aquellas elites prefieren actuar individualmente o en pequeños grupos con las que comparten gustos, fobias y afinidades éticas y estéticas. Pertrechados en la seguridad del lamentable estado de cosas que caracterizan nuestros tiempos, esas voces reclaman airadamente a las autoridades su ineficacia, su insuficiencia, sus incapacidades, desde una perspectiva donde lo bueno es verdadero y lo malo es lo falso, ineficiente o ambiguo. “Decir la verdad” es su brújula, “denunciar la mentira” es su práctica, aunque la misma vaguedad de la brújula y las prácticas esconden la debilidad del reclamo de nuestros nuevos radicales chic.
La indignación moral es el emblema de la nueva radicalidad criolla, ellos y ellas, generalmente provenientes de familias acomodadas, que cursaron estudios en el extranjero, que hablan varios idiomas, que se dan el lujo de huir del país de cuando en cuando para dictar conferencias, irse de shopping o para participar en reuniones con sus homólogos hindúes, españoles, italianos o brasileños. Frecuentemente aparecen en la televisión privada o pública, en programas de alto rating, y sus firmas y rostros suelen ser publicados de periódicos y revistas de alta circulación nacional. Practican el jogging y asisten a algún GYM, cultivan con esmero sus cuerpos, se visten a la moda, utilizan perfumes inalcanzables para la mayoría, viven en zonas de lujo, comen y beben en restaurantes exclusivos.
Se dejan ver, les encanta ser personajes de alto perfil, se codean con empresarios y políticos conocidos. Se promueven con éxito envidiable para reuniones y mesas redondas sobre los temas del momento, en los que suelen hablar con verdades incómodas, frases taquilleras, acusaciones flamígeras, acompañadas de datos y cifras apantalladoras. Se presentan a sí mismos como voces ingobernables, con una rebeldía calculada e informada, capaces de suscitar el aplauso facilón en las graderías, de agradar en el ánimo decaído o escéptico de de muchos que “no-se atreven-a- decir- la- verdad”. Son los nuevos sacerdotes o sacerdotisas de pseudointelectuales, pseudoacadémicos y pseudoelites a las que les gustaría ser como ellos pero no pueden. Esta figuras y sus prácticas habitan el paisaje contemporáneo de la opinión pública mexicana, y junto a un ejército de charlatanes, opinadores mediocres, gacetilleros profesionales o de ocasión, periodistas profesionales, intelectuales serios y académicos que buscan abierta o discretamente a la fama (esa “dama fatal” de Jaime López), las nuevas elites mediáticas fabrican imposturas, venden verdades al vapor, confeccionan un catálogo de denuncias, problemas y fatalidades junto a un recetario de lugares comunes, antídotos contra la depresión, prácticas imposibles, utopías al mayoreo.
Estas elites pontifican con un tufillo de superioridad moral difícil de ocultar. Por su posición económica o social, forman parte de la zona exquisita de la intelectualidad nice del país, y se asumen como diferentes respecto de muchos otros. Aunque la palabra “elite” sea de suyo problemática, supone algo parecido a la cúspide del poder mediático, económico o político, a posiciones de dominio público y privado, de influencia precisa en decisiones, posiciones o formulación de intereses u opiniones. Pero la mejor definición de elite que conozco es la que leí alguna vez de un libro del sociólogo norteamericano Charles Wright Mills (en La élite del poder): “son todo lo que nosotros jamás podremos ser”. Esas elites acusan, se enojan, critican, pero también ganan o conservan fama, prestigio, dinero, autoridad, sobre todo en épocas de desencanto y desilusión política y económica. Contra las prácticas de las elites del siglo XIX o principios del XX , que eran fielmente celosas de su intimidad y privacía, los miembros de las nuevas elites desean ser escuchados y vistos, que sus prédicas y críticas sean conocidas, que sus caras y voces sean referencia pública. Son los intelectuales y académicos que forman el exclusivo club de los más vendidos o leídos, junto con los mercanchifles de los programas y publicaciones dedicadas a los chismes del mundillo del espectáculo, los que forman la nueva camada de voces que desde el filo del acantilado forman o interpretan los ecos de una sociedad convulsiva, pero cuyos usos y costumbres cotidianos parecen brutalmente lejanos a los que tratan de hablar por ellos, justamente como la distancia abismal que hay entre la indignación moral de algunos y el orden social y político de todos los días.