Wednesday, May 22, 2013

El teclado alucinante y el poeta eléctrico




Estación de paso
El teclado alucinante y el poeta eléctrico
Adrián Acosta Silva

Señales de humo, Radio U. de G., 23 de mayo, 2013.

The end of laughter and soft lies
The end of nights we tried to die
This is the end
(The End, The Doors, 1967)

El fallecimiento de Ray Manzarek, el célebre tecladista de The Doors, cierra una página más de la historia del rock. La noticia corrió como incendio en pastizal entre los medios el lunes pasado, e hizo recordar a muchos la importancia que tuvo Manzarek en la formación y evolución del famoso grupo formado en Los Ángeles entre 1967 y 1971, justo cuando, bajo las sombras y las luces de Jim Morrison, los Doors alcanzaban la cúspide de la fama, el dinero y el prestigio para sus integrantes. Ahora, a los 74 años y víctima del cáncer, postrado en la cama en alguna clínica de Alemania, el músico y compositor se despedía de los escenarios y de la vida, quizá recordando algunas notas de Light my Fire, L.A. Woman, Riders on the Storm, o, con cierta justicia poética, The End, ese himno tétrico e inquietante sobre la vida y la muerte, la desesperación y el vacío.
Como ha ocurrido con frecuencia implacable, los Doors fueron subsumidos mucho tiempo a la figura trágica e impactante del Rey Lagarto, muerto a los 27 años en París. Pero ahora, 42 años después de su muerte, la figura discreta de Manzarek nos recuerda que fue su colaboración la que ayudó no solamente a dar una salida elegante, poderosa y precisa a la poesía de un veinteañero más bien tímido e inseguro como lo fue Morrison, sino que fue el verdadero artífice del sonido alucinante y fantasmal de la música de los Doors, el bato que imprimió la coherencia estética y el sonido básico del grupo, en el que la guitarra profunda de Robby Krieger y la batería exacta de John Densmore articularon la imagen y la fuerza de una banda por cuya música no parece pasar el tiempo.
Manzarek estuvo muy activo en los últimos años de su vida. El año pasado, por ejemplo, tuvo una colaboración en una canción del DJ Skryllex, un músico con cierta fama entre los adolescentes. Ahí se nota la magia del teclado clásico de Manzarek, que provoca una inmediata sensación Dejá Vú entre quienes conocen la música de los Doors. La imagen parsimoniosa y de bajo perfil de Manzarek, ayudó a equilibrar la figura luminosa, chamánica y espectacular de Morrison, lo que contribuyó a ensamblar el sonido distintivo del grupo. En la película When You´re Strange, de Tom Dicillo (2010), esa interacción entre Morrison y Manzarek aparece en varios momentos, algunas veces en forma silenciosa y cooperativa, algunas otras en forma de pleitos e irritaciones entre ambos, en muchas más, con el aliviane de Manzarek en los conciertos, cuando el crápula de Morrison se presentaba pasado de tragos o francamente drogado, y se le olvidaban las letras de las canciones o se ponía a dormir en el escenario justo en medio de un concierto. Ahí, en esos momentos, Manzarek, el confidente del Rey Lagarto, el tecladista y el amigo, cargaba con el peso de las presentaciones y los pleitos con el público y con los organizadores.
Hace tiempo, el crítico de música Danny Sugerman, coautor (junto con Jerry Hopkins) del libro Nadie sale vivo de aquí (1984), la biografía póstuma de Jim Morrison, se preguntaba porqué la música de Los Doors seguía siendo atractiva para las nuevas generaciones. ¿Porqué ellos? ¿Por qué ahora? ¿Por qué todavía?, se cuestionaba en cierto tono atormentado Sugerman. Y aún se aguardan las respuestas. Con la muerte de Manzarek, el tecladista alucinante, vuelve a morir Morrison, el poeta eléctrico, y la música de los Doors da un paso más a la posterioridad. Si es cierto que, como lo afirmaba el escritor cubano-mexicano Eliseo Diego en uno de sus libros, la eternidad por fin comienza un lunes, Ray Manzarek comenzó la semana con el pie derecho. Mientras tanto, los mortales nos quedaremos apreciando los sintetizadores de Manzarek, que acompañarán por siempre la música fantasmal de los Doors, esa neblina púrpura que llenó el espíritu de la época de varias generaciones.

Wednesday, May 08, 2013

12 días



Estación de paso
12 días
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 9 de mayo de 2013.
Desde el movimiento estudiantil de 1968, en la UNAM y otras universidades públicas del país quedaron estampadas ciertas prácticas políticas que derivaron, a veces, en un conjunto de pequeñas y grandes movilizaciones universitarias y, en otras, en la reiteración de rituales y acciones estancadas, enmohecidas, amontonadas en pasillos, aulas y auditorios. El activismo, el radicalismo y el ultra-izquierdismo –ese infantilismo de izquierda que tanto criticaba el viejo Lenin-, se anidaron en sectores específicos de profesores y estudiantes. Un conjunto de tribus, grupúsculos y sectas ubicados en distintos territorios del campus encarnan las representaciones políticas e ideológicas que se quedaron con la imagen de que la Revolución igualitaria y justiciera es inminente, de que hay que construir las condiciones para la explosión revolucionaria, y de que la universidad es el foco que debe alumbrar el camino. En el otro extremo, las figuras del fósil y del porro se conservaron como prácticas viejas de intimidación, chantaje y presión contra directores, líderes académicos, sindicalistas de los años setenta, rectores y contra los propios estudiantes de izquierda. Sin embargo, estas expresiones polares, digamos, se fueron desvaneciendo en el curso de los últimos años, hasta llegar a confluir y confundirse en un solo animal: el porrismo de ultraizquierda, es decir, una figura que reúne lo peor de los dos mundos: el arrebato intimidatorio y la retórica de la intransigencia, el impulso al empujón y el uso de la violencia “legítima” con la seca ideología del todo vale.
La toma de la rectoría universitaria en la UNAM de finales de abril (que duró exactamente 12 días) es el fruto podrido de esa confluencia extraña. Como en otras ocasiones y otros tiempos, la autoridad universitaria fue desafiada por un grupo de activistas vestidos con traje de ocasión –capuchas, pañoletas, palos, piedras, tubos- bajo el argumento de defensa de otros de sus compañeros, expulsados hace meses por su comportamiento en el CCH Naucalpan, la rebeldía contra la “imposición” de un nuevo plan de estudios para el bachillerato univesitario y otras 10 demandas más. El grupo de marras muestra la mezcla del nuevo animal del campus: un discurso incendiario, rabioso y hostil contra toda forma de autoridad, que justifica, o intenta justificar, el rompimiento de cristales y la toma de las instalaciones que resguardan el trabajo cotidiano de la máxima figura de la representación universitaria. Es ese activismo reacio a toda forma de negociación, que exige garantías y condiciones imposibles a la autoridad, que genera simpatías en algunos de los círculos oxidados del ultra-izquierdismo universitario, y al que le tiene sin cuidado la reprobación o el rechazo que otros sectores de universitarios manifiestan ante su agresividad, sus prácticas y discurso sin matices ni cuarteaduras ni inflexiones.
El hecho preocupa no solamente en el caso de la UNAM. La rebeldía magisterial de Guerrero, Oaxaca o Michoacán representa estados de ánimo y prácticas políticas que desafían cualquier forma de autoridad, la expresión de las nuevas formas de la intolerancia que se han cultivado a la sombra de los cambios políticos experimentados en el país en las últimas décadas. Para decirlo en otro tono, el asalto de la UNAM fue posible en un contexto de movilización y crisis de ciertas formas de representación política que se han incubado silenciosamente en los sótanos y los rincones de la estructura política de los intereses de franjas enteras del sector educativo nacional. Pero no son expresiones articuladas, sino simplemente coincidentes e independientes. Entre el humo y los gritos de la coyuntura, estos fenómenos expresan con alguna claridad que los demonios de la ingobernabilidad en el terreno educativo no han podido o querido ser disipados por el proceso de cambio político democrático experimentado desde hace décadas. Pero es una ingobernabilidad que no proviene de disputas electorales ni de alternancias imposibles. Es una ingobernabilidad que se nutre del lenguaje de la intransigencia, de la inexistencia de formas de articulación política que construyan sentido y horizontes a la acción de los grupos e individuos, y que aparece ahí donde instituciones como la universidad son presa fácil de los fanatismos y delirios de encapuchados, porros y activistas.
Lo peor es que la universidad y la escuela son instituciones muy frágiles para resolver por sí mismas estas explosiones de ingobernabilidad. Pero hay que recordar que lo peor es siempre un término elástico, como escribió alguna vez Martin Amis. La reproducción del porrismo y del ultraizquierdismo universitario es posible ante la ausencia de formas de articulación de los intereses que debiliten el poder de los activistas. En ese contexto, las fantasías de los asaltantes de la Rectoría que habitan el drama de la UNAM, es una postal grotesca y triste del signo feroz de los tiempos que de cuando en cuando sacuden la vida universitaria.