Thursday, December 08, 2011

Lenguaje público y democracia





Estación de paso
Lenguaje público y democracia
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 8 de diciembre, 2011.

“Tepocatas”, “alimañas”, “mafias del poder”, “espurio”, “mediocre”, “hijos de puta”, “asalariados de mierda”, “matar al tirano”, “chinguen a su madre”, “corruptos”, “ineptos”, “hasta la madre”, “putitas”, “pendejos”. Esta brevísima e ilustrada colección de insultos no es lo que se podría pensar el lenguaje procaz, grosero, que uno suele escuchar en la calle, en las cantinas o en los baños públicos. Son palabras que han aparecido con frecuencia en los últimos años en el ámbito público, pronunciadas por Presidentes de la república, gobernadores, políticos, escritores, damas de la sociedad del espectáculo, diputados, conductoras de televisión, periodistas y editorialistas. Se trata de un lenguaje público al que rápidamente nos hemos acostumbrado, que ha sido vigorosamente recogido, reproducido y alentado por los medios de comunicación. Palabras e insultos que circulaban en voz baja, generalmente pronunciados en el contexto de conversaciones privadas, son hoy moneda de uso común en el ámbito público, formas de expresión que revelan el espíritu de la época, la manera en que la descalificación y el insulto configuran eso que vagamente suele denominarse como “deliberación pública”, “libertad de expresión”, incluso a veces disfrazado de “crítica política” .
Por supuesto, no hay ni puede haber deliberación ni debate público o democrático que pueda construirse a partir de las descalificaciones mutuas, de los insultos y de las ocurrencias. Y sin embargo, las buenas conciencias de la democracia a la mexicana apuestan por construir una democracia deliberativa también a la mexicana. Detrás de tan noble intención se encuentra implícita una noción heroica: para mejorar la democracia, o mejor aún, para construir una auténtica democracia (sabrá Dios que quiera decir eso), es necesario que los ciudadanos y los gobernantes discutan, debatan, presenten argumentos, que todos los ciudadanos participen, que sean escuchadas sus opiniones y críticas, que los gobernantes guíen sus acciones de cara a los ciudadanos, no en la oscuridad de los congresos, de los cafés o de las cantinas. Este supuesto heroico se ha puesto de moda en varios círculos en México y en otras partes del mundo, aunque, en realidad, es un supuesto que no se respalda en evidencias empíricas, ni en las democracias emergentes como la mexicana, pero tampoco en las democracias consolidadas europeas o norteamericanas.
Para decirlo en breve: no hay estudios que muestren que existe una relación directamente proporcional entre la cantidad y la calidad del debate público con la calidad de las democracias representativas. Más bien tenemos muchas evidencias contrarias, que alimentan cierto “escepticismo democrático” al respecto, como lo refiere el politólogo Adam Przeworski: quienes alientan el debate y la deliberación pública suelen ser muchas veces grupos de interés privados que terminan por obtener ganancias particulares, exclusivas, de los asuntos públicos. Hay varios casos que muestran como detrás del reclamo por el debate y la deliberación pública de ciertos temas se encuentra un conjunto de intereses privados no democráticos. Ejemplo reciente: las leyes antiinmigrante de California, Arizona o Alabama, que fueron promovidas por grupos de activistas de la ultra-derecha que terminaron por criminalizar a los migrantes, particularmente a los mexicanos. Un ejemplo local: las reformas antiabortivas y de protección a la familia, que terminan por imponer los prejuicios de una minoría deliberante a una mayoría silente.
Ello no obstante, la reflexión y el debate público suponen la construcción de un lenguaje político capaz de dar sentido a las palabras y a las cosas. Es deseable, por supuesto, que las artes de la política se acompañen de un lenguaje público apropiado, de una retórica atractiva, de palabras que correspondan no a la corrección política, sino a la precisión temática o técnica. Sin embargo, la política mexicana y el lenguaje público construido dentro y en sus alrededores en los últimos años reflejan más bien que sus actores y muchos de sus espectadores verbalizan con insultos o descalificaciones un profundo estado de confusión, donde las palabras y las cosas apuntan a direcciones diferentes. Quizá eso (la confusión) explique, en parte, el malhumor y la incapacidad discursiva que se han adueñado con frecuencia de las expresiones públicas de nuestras élites políticas y mediáticas, de los arrebatos y las incontinencias verbales de personajes y personajillos de ocasión. Nadie pide, por supuesto, que los actores públicos hablen como personajes fantásticos extraídos de algún Diccionario de la Real Academia. Pero por lo menos, que ejerciten un par de atributos propios de toda conversación civilizada: la prudencia y la claridad. Y no perder de vista que, hasta para insultar, hace falta inteligencia.

Thursday, November 24, 2011

El escritor y el político



Estación de paso
El escritor y el político
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 24 de noviembre, 2011.

A primera vista, la literatura es un campo diametralmente opuesto a la política. El mundo escrito que es habitado por libros y autores es un espacio y un tiempo muy distinto al mundo no escrito poblado por personajes resbaladizos, a veces francamente siniestros, presas frecuentes de sus arrebatos, de sus rutinas y prácticas políticas. Uno se caracteriza por la búsqueda de cierta coherencia estética y argumental, por la capacidad de abstraer realidades del mundo no escrito, mientras que el otro se define básicamente por las contradicciones, las tensiones, los pleitos, la hipocresía. Ambas actividades son criaturas humanas, bestias domadas por el arte, por la inspiración y el trabajo, de un lado; o por los cálculos, los instintos o el oficio, por el otro.
Y sin embargo, para muchos autores y políticos, los vínculos entre literatura y política son muy cercanos. Las figuras del escritor y del militante, del novelista, el poeta o el líder político, suelen ser parte de una misma arquitectura vital. Saramago, Paz, el poeta Ernesto Cardenal, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Günter Grass, son figuras que simbolizan la extraña fusión de los mundos literario y político en una misma persona. Muestran una y otra vez que ni el mundo literario ni el mundo político son entidades químicamente puras, sino que con cierta frecuencia y en diferentes contextos, ofrecen a la vista el carácter poroso de sus fronteras, la flexibilidad de sus estructuras, la cercanía de sus objetos.
Bien visto, las relaciones profundas entre la literatura y política se explican porque comparten el mismo suelo. La imaginación literaria y la práctica política se nutren de las mismas ansiedades: la pasión y el cálculo, la intuición y el impulso, la razón y la fe. Y quizá uno de los mayores ejemplos de cómo coexisten el mundo de los libros y el mundo del poder se encuentre en la figura de uno de los escritores que dieron a la política cierto estatus teórico y práctico: Nicolás Maquiavelo.
Es relativamente poco conocido el hecho de que el gran autor florentino, mientras escribía obras monumentales de la política como su conocidísima “El Príncipe”, o “Los discursos sobre la primera década de Tito Livio”, o “El arte de la guerra”, al mismo tiempo escribía obras de teatro y novelas como “La mandrágora”, “Clizia”, y “Belfagor”. Aunque estas últimas nunca gozaron de la fama y celebridad que adquirieron muchos años después de su muerte las obras políticas de Maquiavelo, muestran una faceta poco conocida de un autor que, hechizado por los secretos del poder, mantenía también una obra literaria que le permitía tomar distancia de la vida política que transcurría entre palacios, rituales y cálculos del mundillo del poder (Martin Unzué, “Detrás del telón. Teoría política y literatura en Maquiavelo”. Revista Pilquen, sección Ciencias Sociales, año VII, n.7, 2005, Buenos Aires).
Maquiavelo representa, por supuesto, un caso distinguido, excepcional, extremo si se quiere, de las relaciones entre literatura y política, propias de una época donde el hombre culto compartía tanto la pasión por el arte como la pasión por el poder. Lo que suele encontrarse de manera más habitual en nuestros tiempos y callejones son literatos con pretensiones políticas y políticos con pretensiones literarias. Como hemos visto en el ámbito doméstico o extranjero desde hace tiempo, abundan los casos donde poetas y escritores se convierten en activistas, y donde los políticos profesionales suelen exhibir sus dotes poéticas o novelísticas, con resultados regularmente desastrosos, tanto para la literatura como para la política.
Ahora que arrecian los vendavales político-electorales, tendremos oportunidad de mirar nuevamente las tensiones que recorren las relaciones entre política, cultura y literatura. Tendremos políticos citando a autores más o menos famosos, mostrando dotes intelectuales o literarias, con el ánimo de hacerlos parecer más interesantes e ilustrados de lo que verdaderamente son. Algunos incluso ya tienen a la venta libros de sus memorias, de sus entrevistas con personajes célebres o extravagantes, entrevistas autoconstruidas para promocionar su imagen de políticos ilustrados. También tendremos escritores mostrando sus simpatías por tal o cual candidato y partido, lanzando señales para ser considerados para algún puesto público en el futuro. En fin, la tierra firme de la ciudadanía como el continente que une de manera irremediable los cálculos, los intereses y los oficios del escritor y del político.

Thursday, November 10, 2011

Discriminación y desigualdad


Estación de paso
Discriminación y desigualdad
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 10 de noviembre, 2011
Uno de los temas que se han colocado legítimamente en la agenda pública mexicana de los últimos años es el de la discriminación. “Invisibilizada” de la agenda política y gubernamental durante un largo ciclo, la discriminación es sin embargo una práctica ampliamente extendida en la sociedad mexicana, “histórica y cotidiana” si se quiere, aunque no se sabe bien el peso específico de las distintas formas de discriminación que se desarrollan, cultivan y reproducen en diversos territorios, grupos y clases sociales. Escondida entre los factores estructurales de la pobreza y la desigualdad que caracterizan el paisaje social mexicano, la discriminación es una bestia multiforme, cuyas raíces y expresiones varían según el contexto, los perfiles socioeconómicos, políticos o culturales de las comunidades, estratos sociales o segmentos que configuran la sociedad mexicana contemporánea.
Las narrativas edificadas sobre cierto sentido común, nos hablan de la discriminación como un fenómeno racial, étnico; en otras, la discriminación tiene su origen en la pertenencia, o no, a las localidades y territorios de la comunidades locales, imaginadas y reales, que configuran a los pueblos, las ciudades y las regiones; en otros relatos, la discriminación es esencialmente una práctica clasista, más que racista, y tiene que ver con el ingreso, el linaje o la posición social. En muchas de estas explicaciones la discriminación tiende a mirarse como un fenómeno “natural”, de cierta forma inevitable. Sin embargo, la discriminación es un fenómeno más complejo y sutil de lo que tratan de explicar o se imaginan las narrativas convencionales, y además es una práctica que implica altos costos sociales, que consolida clivajes y divisiones, debilita la cohesión e integración de grupos y sociedades, y mantiene prácticas que cuestionan o bloquean el proceso civilizatorio mexicano del siglo 21. En otras palabras, la discriminación es una práctica que tiende a endurecer y en muchos casos a agudizar las estructuras de la desigualdad social.
Recientemente el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (el CONAPRED), acaba de publicar los resultados de la Encuesta Nacional sobre Discriminación en México 2010, que muestran justamente algunos de los perfiles de dichas prácticas en nuestro país. Es un estudio que registra las percepciones de los ciudadanos según datos levantados entre habitantes de las tres grandes zonas metropolitanas de nuestro país (D.F, Guadalajara y Monterrey), que concentran a más del 25% de la población total del país. Lo interesante (o preocupante según se quiera ver) del estudio es que confirma la persistencia de la discriminación como una práctica social fuertemente arraigada en México, donde, como se afirma en el documento, “somos una sociedad con intensas prácticas de exclusión, desprecio y discriminación hacia ciertos grupos de la población”.
Orígenes de la discriminación. A nivel nacional casi el 60 % de las personas cree que la riqueza el factor que más divide a las personas, seguida de los partidos políticos y la educación. Este resultado puede mirarse como una expresión consistente con la persistencia de la pobreza en México y un incremento en una desigualdad real en la distribución de la riqueza, donde, según los datos proporcionados por la ENAHE para 2010, el 10% más rico de la población concentra el 34% de los ingresos promedios de los hogares, mientras que el 10% más pobre concentra solamente el 1.7% de. En otras palabras, la percepción de que la riqueza es un factor que divide a la sociedad, es consistente con la existencia de estructuras socioeconómicas de desigualdad que persisten a lo largo de las últimas tres décadas, según señala un estudio reciente de la CEPAL para México.
Tolerancia . La tolerancia religiosa en Guadalajara es muy significativa. Casi 70 de cada cien afirman que se respeta a los no católicos, mientras que 64 de cada 100 afirman que se respeta a las creencias de los protestantes.
Violencia contra las mujeres: aquí hay una paradoja: 92.2% dice que “no se justifica pegar a una mujer”, pero 54% cree que a las mujeres “se les golpea mucho”.
Aborto: 57.9% está en desacuerdo con que la mujer aborte, aunque entre las mujeres ese porcentaje alcanza al 70%. Según los datos, el 41.6% opina que se debe castigar a la mujer que aborta, contra el 43.7% que piensa que no debe ocurrir eso.
Derechos no respetados: Entre los encuestados de la ZMG se identifican como experiencias de discriminación el “No tener dinero” y la “apariencia física” (16.7% y 18.1%, respectivamente). Estos factores iluminan el rostro clasista de la discriminación que se observa en la ciudad y en nuestro país, y tiene que ver con lo que Bourdieu denominaba la “violencia simbólica” que expresa la discriminación, aquella asociada a la clase social, el gusto y el esnobismo, que configuran mecanismos de diferenciación para restringir las oportunidades de bienestar de los individuos, de una forma que resulta, en la práctica, dolorosa y duradera, como dispositivos simbólicos de discriminación y exclusión social.
En síntesis, los datos que proporciona la Encuesta muestran imágenes en blanco y negro –como todas las encuestas- de las opiniones y creencias que tienen los mexicanos sobre la discriminación. Los habitantes de la ZMG comparten de cerca varias de esas percepciones, pero se alejan en algunos casos de manera considerable de esas opiniones. No estoy seguro que es lo que explica esas diferencias y semejanzas, y tampoco lo que significan en términos de derechos sociales, derechos humanos y políticas públicas. De cualquier forma el ácido de la discriminación es una forma de violencia que cotidianamente se despliega entre ciudadanos y autoridades, y la tarea de identificar y medir ese tipo de violencia es ya una manera de colocar el tema entre los déficits institucionales, sociopolíticos y culturales de cualquier sociedad que reconozca en esas prácticas problemas sociales que requieren de soluciones políticas para volverse objetos de la acción pública.

Tuesday, October 25, 2011

Violencia: el loco brillo del diamante


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Violencia: ese loco brillo del diamante

Adrián Acosta Silva

Señales de Humo, Radio U. de G., 27 de octubre de 2011.

La violencia política es una bestia compleja, temible y de algún modo fascinante. Las imágenes de la captura y asesinato de Muammar Gaddafi, el exdictador de Libia, a manos de una turba enardecida, entusiasta y vengativa, o la noticia de la declaratoria del adiós a las armas que anunció, con la solemnidad y parafernalia acostumbrada, el grupo terrorista vasco ETA el mismo día en que circulaban por el mundo las imágenes de un Gaddafi maniatado y ensangrentado, son dos postales del mismo fenómeno, las dos puertas de entrada a la misma casa.

La violencia se alimenta de la idea de que los grandes cambios sociales son procesos acompañados inevitablemente por el derramamiento de sangre. Como señalaba Marx, la violencia es la partera de la historia, el mecanismo que produce transformaciones en la organización de la vida política de las sociedades, el combustible de la acción política revolucionaria. Cuando se mira la historia de las sociedades contemporáneas, se advierte de inmediato que todas están formadas, en grados distintos y variables, de los platos de sangre que se ofrecen a los dioses de la guerra. Revoluciones, levantamientos, protestas, rebeliones, cobran en algún momento facturas más o menos abultadas de muertos, heridos, desaparecidos. Es lo que hacía afirmar al viejo Marx aquello de que la historia siempre camina por el lado malo, siempre en sentido contrario a los deseos de los pacifistas, de los moralistas y de los ingenuos.

ETA forma parte del último ciclo de las expresiones de violencia política que recorrió el mundo antes de Al Qaeda. La guerra separatista que inició contra un franquismo en el ocaso, continuó en el contexto de una España que iniciaba en los años ochenta el largo camino de la democratización y el desarrollo económico. Para los etarras, sin embargo, el enemigo era el mismo. Tanto el franquismo como los gobiernos españoles surgidos luego del Pacto de la Moncloa formaban las dos caras de la misma moneda. Por tanto, su estrategia era la misma: sembrar con bombas y fusiles cualquier tipo de negociación con el enemigo. Cientos de muertes y miles de heridos fueron el precio a pagar por una guerra imposible, elegida por un puñado de encapuchados cómo única ruta suicida. El precio de ETA fue la marginación, el rechazo y el aislamiento local e internacional. Por ello, el anuncio realizado la semana pasada sólo confirma que es, tal vez, el epitafio grabado sobre su propia tumba.

Las imágenes de Gaddafi son más siniestras, como hemos visto en todos lados. Una turba lo arrastra, lo golpea, mientras escupen insultos y maldiciones a la cara del viejo dictador. Ensangrentado, herido, humillado, el viejo guerrero es sometido a la lógica de acero de la jauría, cuyos integrantes, iracundos, entusiasmados por su poder absoluto sobre el dictador, terminan por asesinarlo de un balazo en la cabeza. El acto final del espectáculo es climático: el traslado del cadáver a un refrigerador gigante, que hace las veces de morgue instantánea, en el cual se exhibe el cuerpo de Gaddafi como trofeo de guerra para los rebeldes libios.

Ambos casos, el adiós de ETA y el asesinato de Gaddafi, ilustran el fenómeno de la violencia política como el asidero de delirios y entusiasmos bestiales. Ambos poseen la atracción de los casos extremos. De un lado, el final anti-climático de la trayectoria de 4 décadas de una organización dominada por la lógica de una violencia sin política. Del otro, el sangriento final de un régimen edificado sobre la base de una política de violencia a secas. Las heridas y las herencias de ambos casos dejarán su huella en el presente de sus sociedades, y nada asegura que en el futuro el expediente de la violencia y el camino de las armas sean clausurados. Al final de cuentas, la violencia siempre ejerce una extraña fascinación sobre ciertos individuos, grupos y sociedades, una atracción hipnótica cuyos resortes suelen ser activados por la memoria, los delirios, o por los sueños de la razón. Quizá la violencia sea ese “brillo del loco diamante” al que le cantaba Pink Floyd, cuya reflejo se activaba en la mirada de unos "ojos que eran como negros agujeros en el cielo".

Tuesday, October 11, 2011

Joyería de fantasía


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Joyería de fantasía
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 13 de octubre de 2011.

A la memoria de Pedro Torres Sánchez

Como sabemos desde hace años, mañana inician los “Juegos Panamericanos de Guadalajara 2011”, según nos recuerda todos los días la publicidad de ocasión. Durante dos largas semanas la ciudad será el escenario de un espectáculo cuyo sentido deportivo es discutible pero cuya parte mercadotécnica y de negocios es clarísima. Luego de 6 años de haberse logrado la sede –eran los tiempos del anterior gobernador panista, el Sr. Ramírez Acuña- y tras un largo y sinuoso camino, los juegos llegaron ya. Más allá de maldiciones, bendiciones o indiferencias, el tema y el proceso que llevaron a este punto valen la pena no tanto por lo que son, sino como la representación de nuestro clima de época.
Como se sabe, los Panamericanos son la versión a escala regional de los Juegos Olímpicos. Pero ambos comparten el mismo perfil básico: son grandes espectáculos, el centro de numerosos negocios que tienen que ver con el anuncio de ropa y artículos deportivos, publicidad de bebidas y alimentos, venta de derechos de transmisión a las grandes empresas televisivas y de comunicación. Son también escaparates para la promoción política de gobernantes y funcionarios en turno, oportunidad para hacer negocios de constructoras y empresas inmobiliarias. Bien visto, lo último que importa en estos juegos son los deportes y los deportistas. El centro de todo estos lo consume el hoyo negro de la mercantilización del “espíritu deportivo”, como suelen denominarle de manera cursi los dueños del negocio (la ODEPA), los cronistas de los medios o nuestros gobernantes en turno.
Algunas áreas del mapa urbano fueron modificadas por las autoridades para remozar calles, pintar fachadas, construir estadios, crear nuevas avenidas, nuevas fuentes, camellones, jardinería de ornato, esculturas por todos lados, grandes anuncios, posters, promocionales radiofónicos y televisivos con sus jingles y spots de ocasión. La estética del marketing gobierna desde hace meses la ciudad, y bajo sus códigos de hierro se ha organizado la lógica del evento. Vender bien la idea, la imagen y los productos de los Panamericanos es, por supuesto, el nombre del juego. Los costos financieros, de tiempo y de desgaste de los ciudadanos de todos los días han sido enormes, pero los beneficios, nos dicen con insistencia monacal nuestro gobernador y su camarilla, serán enormes “para Jalisco”, como suele referirse el Sr. González Márquez a todos nosotros.
El oficialismo panista ha hecho todo para lograr que el evento sea la gran hazaña de su gestión, que permita superar la grisura y los fracasos de un gobierno caracterizado por escándalos, incapacidades y pequeños y grandes desastres políticos desde su inicio. La retórica más bien torpe de su gestión alrededor del tema panamericano ha intentado, sin mucho éxito, despolitizar y des-mercantilizar el acontecimiento, para colocarlo como una oportunidad para el lucimiento “de lo mejor que somos”, como insisten con la banalidad discursiva a la que nos tienen acostumbrados.
El hecho duro es, sin embargo, que los juegos fueron producto de una decisión política y económica, como suelen serlo todo este tipos de eventos. Y las consecuencias de esta decisión son también políticas y económicas. Bajo la retórica alucinante de las bondades intrínsecas del deporte como un asunto neutro, universal y químicamente puro, se esconden las aguas heladas del cálculo egoísta del rendimiento político y de negocios que subyacen en la organización del evento. Realizado con cuantiosos recursos públicos y privados, el espectáculo de la temporada muestra con crudeza el perfil del capitalismo de casino que se ha adueñado desde hace tiempo de la imaginación y las prácticas de políticos y empresarios.
El show se ha montado, y toda la parafernalia imaginable rodea su realización. Pronto se confirmará que sus actores principales no son los deportistas, sino las marcas de ropa, refrescos y teléfonos celulares, los funcionarios de la ODEPA, el gobernador y sus consejeros, las televisoras. Después del diluvio, en un par de semanas, si hay suerte, las cosas volverán a ser más o menos como antes. Y los costos y beneficios simbólicos, políticos y financieros serán distribuidos entre los organizadores, quizá entre algunos deportistas que serán las estrellas fugaces del momento, y que pavimentarán el camino hacia el espectáculo que viene, los juegos olímpicos del 2012 en Londres. Las medallas de oro, de plata o de bronce muy pronto quedarán sepultadas bajo las toneladas de joyería de fantasía que hoy promocionan abierta y alegremente los dueños del espectáculo.

Thursday, September 29, 2011

La realidad y sus intérpretes

Estación de paso La realidad y sus intérpretes Adrián Acosta Silva “Señales de humo”, Radio U. de G., 29 de septiembre de 2011. La vida pública mexicana está habitada en proporciones imprecisas por las interpretaciones que sobre distintos temas realizan sus ciudadanos, sus políticos, sus funcionarios o, con mayor fuerza y visibilidad cotidiana, por los medios de comunicación. En los últimos años, sin embargo, un nuevo conjunto de expresiones con nombre y apellido habitan eso que suele denominarse como “esfera pública”. Esos rostros, nombres y voces forman un pequeño ejército de columnistas, opinadores más o menos profesionales, analistas, comentaristas de distinto calibre académico, experiencia o raiting en los medios. El fenómeno quizá tenga que ver con aquello de que toda nueva religión requiere de sus intérpretes, y la post-transición mexicana ya se convirtió en algo parecido a una nueva religión local, con todo y sus seguidores y oficiantes de ocasión. Baste rastrear lo que ha ocurrido en Jalisco en los últimos 15 o 20 años para darse cuenta como la cantidad y diversidad de medios escritos, electrónicos, virtuales, radiofónicos, se ha multiplicado, y con ellos la cantidad de personas que analizan, comentan, opinan, o chismean sobre lo que ocurre en la ciudad, el estado, el país o en el mundo. No importa demasiado la consistencia de sus dichos, ni la veracidad de sus fuentes de información, ni la solidez de sus argumentos para opinar sobre tal o cual tema. Lo que interesa señalar aquí es el hecho: hoy tenemos más opinadores, columnistas, editorialistas y rumorólogos que en los años dorados del régimen priista. Ello no obstante, no es claro (quizá no debería de serlo, por lo demás), si esta “nueva opinión pública” (de alguna forma hay que llamar a la cosa), ha ayudado a comprender mejor nuestros problemas, a mejorar la calidad del debate público, o simplemente a organizar mejor que antes la crítica hacia las cosas que no hace bien el gobierno, los partidos, o los poderes fácticos. Una parte de esta ola expansiva de medios y comentaristas tiene que ver con la función de los intelectuales en la vida pública. Como ha sucedido en todo el país, una franja significativa de los nuevos intérpretes proviene de los cubículos universitarios públicos y privados. Se trata de profesores o investigadores que habitan el mundo académico local, y que de pronto se convirtieron por azar, por convicción o por oportunismo -o por una mezcla de todo ello- en opinadores de todo asunto de interés público, es decir, del interés de los medios. Economistas, comunicólogos, sociólogos, politólogos, historiadores, filósofos, escritores profesionales y amateurs, se volcaron sobre los espacios que diarios y revistas, canales de televisión y de radio, la internet y los cafés virtuales, pusieron a disposición de los interesados para comentar, bajo el cielo protector de sus títulos y grados, o de sus libros y reconocimientos académicos, sobre casi cualquier cosa que salte a la gran arena de los medios. El resultado ha sido extraño pero claro: los académicos e intelectuales ya forman parte de un mercado de observadores privados sobre la cosa pública, en el que el ruido, la retórica y la incontinencia verbal habitan una parte importante de sus espectáculos habituales. Pero como todo sistema de mercado, hay algunas plumas y voces que rápidamente se han colocado en la cúspide del circuito mediático. Son los que concentran la atención de medios y políticos, empresarios y funcionarios. Son los “líderes de opinión”, los editorialistas del círculo rojo gubernamental, los invitados frecuentes a espacios de “debate y crítica constructiva”, y que por supuesto gozan de canonjías y salarios que no son comunes entre la opinocracia. Pero la inmensa mayoría de los comentaristas locales son más bien una franja grisácea de voces y rostros que alimentan el interés de empresas e instituciones para “ganarse un espacio” en la esfera pública, que muestran una proclividad a ganar fama y prestigio colocando frases apantalladoras, ocurrencias al por mayor, lisonjas o descalificaciones al poder legítimo o a los poderes fácticos, denuncias mal o bien informadas sobre los más diversos asuntos. Y aquí, en este mundillo de expresiones, encontramos de todo: los tira-netas, los farsantes, los inocuos, los oficialistas, los pontificadores, los panfletarios, los activistas, los ingenuos, los desencantados. Hay también, por supuesto, un puñado de escribientes y locutores serios, que realizan su trabajo con solidez y coherencia, que ejercen el oficio crítico, que intentan ir más allá del lugar común, que construyen diatribas inteligentes, sarcasmos, ironías, escepticismos, sobre muchos de los hechos y temas que pueblan cotidianamente la vida pública en este Valle de Atemajac y sus alrededores. Sin embargo, el ruido de fondo que domina el ambiente público suele ser confuso y a veces ensordecedor. Provoca la sensación de que todo es incomprensible, meros asuntos para iniciados. Da la impresión de que las buenas opiniones y comentarios se pierden en la espesura del griterío, en callejones mal iluminados de paredes largas, sin puertas ni ventanas. De cuando en cuando, algunas de esas voces suenan como llamadas nocturnas, que disipan o incrementan nuestras ansiedades e incertidumbres, justo como cantaba Joe Cocker en Night Calls, con la cadencia de una voz sabiamente curtida entre los tragos y el humo, acompañada por la guitarra discreta y eficaz de Mike Campbell. Bien visto, los nuevos intérpretes de estos años malhumorados y viles podrían tener como música de fondo el blues de las llamadas nocturnas que ejecuta con maestría el nacido entre las viejas fábricas de acero de Sheffield.

Wednesday, September 14, 2011

Los demonios de la razón



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Los demonios de la razón
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 15 de septiembre de 2011.
Hace unos días tuve oportunidad de ver una película alemana, realizada en 2008, titulada La banda Baader-Meinhof. Dirigida por Uli Edel, la película relata la historia de la “Facción del Ejército Rojo”, una organización político-militar surgida en los turbulentos años setenta en Berlín. En el marco de la guerra fría, de las movilizaciones universitarias contra la guerra de Vietnam, bajo la poderosa influencia de la teorías de los focos guerrilleros en América Latina (inspirados por la Revolución cubana y las figuras emblemáticas de Fidel y del Che), y alimentada fuertemente por las tesis maoístas y el marxismo-leninismo como fuentes de interpretación de la realidad europea y mundial de esos años, un grupo de estudiantes deciden que la única forma de intervenir activamente en la solución de los problemas era la vía armada, creando guerrillas urbanas en varias ciudades alemanas.
El hecho es significativo y, en cierta manera, fascinante, pues revela los resortes psicológicos, políticos e ideológicos que intervienen en la decisión, finalmente terrible, de tomar las armas y desafiar el establishment. El paso de la inconformidad y el malestar por lo que se considera una injusticia, hacia la abierta rebeldía, y de ahí a la acción armada hasta la inmolación, supone la intervención de varios mecanismos que estructuran la lógica metálica de un grupo político que decide transformarse en una banda terrorista. La racionalidad fría y a la vez apasionada de las acciones de la banda Baader-Meinhof, se expresa en un discurso edificado sobre la base de la indignación moral y la rabia contra el capitalismo, el imperialismo y los políticos convencionales de la Alemania de los años setenta.
Con la música de fondo de rolas como Mi Generación, de los Who, la cinta expone los acontecimientos y sus actores principales, las tensiones que genera el terrorismo en la sociedad alemana de la época, el papel de los conflictos en el medio oriente y la sombra espesa de la guerra fría que se desarrolla en ambos lados del muro de Berlín. La radicalización de un líder estudiantil (Baader) y de una periodista que decide abrazar la causa revolucionaria (Meinhof), es el combustible principal del activismo de la banda; pero es un radicalismo inexplicable si no se hace referencia también a la reacción de fanáticos ultraderechistas contra los líderes estudiantiles, y la incapacidad del Estado alemán para ofrecer una respuesta a las exigencias de muchos universitarios.
Secuestros, bombas y asesinatos se convierten en el modus operandi de un grupo convencido de la justeza de sus causas, de sus medios y fines, cuyo desenlace, están seguros, será la Revolución, la construcción del hombre nuevo, el inicio de una nueva historia para la humanidad. Sin embargo, a la sombra de este discurso luminoso e incendiario, se esconde una historia secreta de tensiones, contradicciones y ansiedades entre los propios miembros de la banda, que terminará por enviar a sus principales líderes a la cárcel y, finalmente, al suicidio.
La historia de la banda Baader-Meinhof es el relato de una ruta de violencia y desencanto, de utopías trágicas y de cálculos errados, de efectos indeseables y perversos, contrarios a las intenciones y objetivos de la banda. Recuerda bien la célebre frase de Goya según la cual “el sueño de la razón engendra monstruos”, la racionalidad como fuente de construcción de los peores demonios imaginables, los monstruos de la razón. La Facción del Ejército Rojo, con la parafernalia de fusiles y cuchillos, banderas y emblemas, como la organización de una cadena de interpretaciones en las que se hacen indistinguibles las causas, el cálculo y las consecuencias de la acción, para encaminar a un grupo y a muchos de sus seguidores al desfiladero y a varios abismos existenciales, morales y mortales. Una historia triste, de lecciones imprecisas, y de consecuencias trágicas para sus actores y para muchos (inocentes) observadores del terror y sus espectáculos.

Wednesday, August 31, 2011

Palos de ciego, cosas sin nombre

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Palos de ciego, cosas sin nombre
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 1 de septiembre de 2011.

Los trágicos acontecimientos del jueves pasado en Monterrey colocaron en una nueva perspectiva el problema de la delincuencia, la impunidad y el narcotráfico en México. Más allá del hecho puntual –a saber, el incendio como acto de venganza que una pandilla de extorsionadores hicieron a los dueños del Casino Royale por negarse a pagar las cuotas exigidas-, lo que representa es la confirmación de la ausencia de límites de la violencia de los grupos organizados, pero también la incapacidad gubernamental y social para disuadir la acción de los criminales. Aunque el vocablo “narco-terrorismo” apareció pronto como la explicación instantánea de lo ocurrido en la capital neoleonesa, hay muchos factores que llevan a tomarse con reservas el calificativo para denominar la acción incendiaria de la semana pasada.
En primer lugar, el terrorismo es una palabra que supone algo parecido a un proyecto, una ideología y una organización con fines e intereses más o menos claros. Estoy hablando aquí de la noción más clásica del terrorismo, la que surgió con la Revolución Francesa y con algunas vertientes del anarquismo, y que reapareció con fuerza en la segunda mitad del siglo XX, entre las guerras autonómicas del país vasco encabezadas por ETA, en España, o postmarxistas, como el caso de Sendero Luminoso, en Perú. Sin embargo, la acción de los grupos dedicados al narcotráfico, a la extorsión y al sicariato en México es otra cosa. Sus objetivos no son el poder político, ni hay una ideología que imprima cierta coherencia a sus acciones, ni un discurso que proporcione sentido organizativo a sus intereses. Lo que tenemos es más bien una cantidad difusa de tribus y grupúsculos que actúan más como gavilleros y talamontes que como organizaciones que intenten sistemáticamente debilitar el poder del Estado y atemorizar a cualquier precio a los ciudadanos. Los propios métodos de actuación son brutalmente elementales, producto más de la ocurrencia que del cálculo. Incendiar con gasolina un establecimiento, tras llenar algunos bidones con combustible comprado a unas cuadras del lugar, y luego dirigirse en un convoy para llevar a cabo su venganza, es un acto de ingenuidad y sencillez impropia de un grupo al que rápidamente y sin pensarlo mucho se le ha denominado “terrorista”.
Tal vez lo que tenemos frente a nuestros ojos es, insisto, otra cosa. Sí lo que no tiene nombre no existe , lo que observamos a través del fuego y el humo del norte es un fenómeno que hay que caracterizar de mejor manera para poder actuar eficazmente contra él. Quizá uno de los grandes fallos o debilidades de la estrategia calderonista contra el narco es que se argumentó desde el principio como una solución espectacular a un problema impreciso y vago, cuya complejidad y dimensiones parecen acrecentarse con cada nueva acción de los criminales. En esas circunstancias, la acción del gobierno parece convertirse cada vez más en parte del problema, y no en parte de la solución.
Por otro lado, cuando un conjunto de individuos actúan de manera irregular, inconsistente e impredecible, les favorece un clima de impunidad formado largamente a la sombra de las instituciones públicas y privadas. En esas circunstancias, se ha configurado un estado fáctico de excepción decretado no por el poder público (el Estado), sino por las bandas delincuenciales lideradas por sicarios, asesinos y matones, cuya inteligencia y capacidades parecen estar sobre-dimensionadas por el gobierno y por los medios. Frente a la multiplicación de las víctimas inocentes, la suma de todos los miedos está asociada a la lenta multiplicación de todas nuestras incapacidades. El debate se ha convertido en un torneo de discursos normativos y bienintencionados –salpicados de enormes dosis de cursilería e ingenuidad-, frente a otro conjunto de discursos (y prácticas) asociados a la instrumentación de acciones duras y abiertas contra los narcos, dando palos de ciego por todos lados, a pesar de los daños colaterales infligidos a víctimas inocentes. En otras palabras, el ocaso del sexenio calderonista está marcado por el empecinamiento presidencial en la implantación de una solución frente a un problema que, en realidad, son muchos, y la multiplicación de las voces que llaman hacia un alto al fuego sin un proyecto de solución factible a la vista. Peor, imposible.



Thursday, August 18, 2011

Crucero


Estación de paso
Crucero
Adrián Acosta Silva
“Señales de humo”, Radio U. de G., 18 de agosto de 2011.
Quizá uno de los rituales colectivos más interesantes que se pueden observar son los conciertos de música, especialmente de rock. Como varios otros eventos masivos –algunos encuentros de futbol, las peleas de box, no pocas manifestaciones políticas o de protesta- los conciertos de rock suelen ser espacios sobrecargados de expectativas, de creencias colectivas en torno a ciertos cantantes y grupos, de los que usualmente se espera obtener por lo menos un par de horas intensas, un recorrido por canciones y ritmos que a los espectadores les significan escuchar claves de una parte importante de sus vidas, y a los protagonistas la oportunidad de mostrar en vivo el oficio que eligieron. Por ello, todo concierto es un acto sustentado en un contrato no escrito entre público y músicos de ocasión: ofrecer un buen espectáculo, y premiar con aplausos, chiflidos o bostezos la música que reciben los espectadores.
Crossroads, por ejemplo, es un evento que organiza desde 2004 Eric Clapton, a través de la Fundación del mismo nombre. Su propósito es reunir fondos para sostener la organización que creó Clapton en 1998 para ayudar a superar el problema de las adicciones, y que tiene su sede en la isla de Antigua, en El Caribe. Sobreviviente de todo tipo de excesos, el autor de canciones como “Layla” e integrante de míticas bandas de rock como Cream, o Blind Faith, conoce de cerca los demonios de la droga y el alcohol, los mismos que se han llevado a la tumba a varios de los personajes que habitan el panteón musical moderno, desde Janis Joplin hasta, muy recientemente, Amy Winehouse. Por ello, el Centro Crossroads es un esfuerzo filantrópico para tratar de rehabilitar a quienes por diversas razones eligieron, o quedaron atrapados, por la música dulce de los paraísos artificiales. Con ese propósito, Clapton y amigos realizan con alguna frecuencia conciertos masivos para reunir fondos y dar a conocer a la propia fundación.
La más reciente de esas celebraciones fue en julio del 2010, en la ciudad de Chicago. El anterior, celebrado en 2007, también en el mismo lugar, fue grabado en vivo y distribuido en formato DVD. Como otros eventos anteriores, el criterio básico para invitar a cantantes y grupos a participar en el festival es la guitarra, que en buena medida es el instrumento central del blues y del rock, y en cuya ejecución el gran maestro de todos los tiempos es el mismísimo profesor Clapton. Dividido en dos discos cuya duración supera las cuatro horas, Crossroads Guitar Festival 2007 (Rhino, 2007) es una obra deslumbrante no sólo por la calidad y cantidad de los músicos reunidos y por los miles de asistentes que disfrutaron el concierto, sino también por la mirada que el director (Martyn Atkins) logró posar en los músicos principales y secundarios, en los técnicos y asistentes, en lo que sucede tras el escenario, y las diversas expresiones de lo que ocurre entre el público.
25 grupos y cantantes ocupan en diversos momentos el centro del escenario que se instaló en el estadio Toyota Park de Chicago. Son 25 estilos que reúnen a las vacas sagradas del blues (B. B King, Buddy Guy, Hubert Sumlin, Johnny Winter, el mismo Clapton), con grupos de blues digamos poco ortodoxo, como Los Lobos, y la incorporación de viejos amigos y músicos que han acompañado a Clapton en otros tiempos como Steve Winwood, Jeff Beck, o Robert Cray, hasta cantantes más ligados al folck como Willie Nelson, Albert Lee o Sheryl Crow. Pero también aparecen la que podría ser la nueva generación de guitarristas de blues: Doyle Bramhall II o John Mayer, por ejemplo, un par de jóvenes talentosos, que, aunque aparecen un tanto cohibidos por la presencia de las leyendas mencionadas, tuvieron una presencia bastante digna. La conducción del evento estuvo a cargo del actor Bill Murray, quién logró inyectar un tono anti-solemne al concierto, y hasta interpreta una fracción de Gloria, la rola clásica de Van Morrison.
Para los que somos cada vez más reacios a participar en eventos masivos, acercarnos a ellos a través de la existencia de un DVD es una experiencia casi religiosa. Mirar la maestría de los guitarristas, el entusiasmo de los músicos, escuchar piezas maestras del blues y del rock como si fuera la primera vez, mientras que se observan las diversas reacciones de los asistentes, resulta un ejercicio reconfortante, en cierta manera aleccionador, en torno a la misteriosa fascinación que la música ejerce entre muchos de los que nos formamos en las largas filas del rock. Con todo y los gritos, los aplausos, y los bostezos (que, legítimamente, también forman parte del espectáculo), Crossroads Guitar Festival 2007 es un documental que reafirma la certeza de que la música es una enfermedad, que escuchamos para tratar de compensar carencias, quizá para curarnos, como diría Paul Auster respecto de la escritura. En los tiempos en que el espacio público es una colección de diatribas y lamentos de todo calibre, en voces que alimentan todos los días la certeza de que padecemos una suerte de catástrofe moral, y donde muchos espacios privados están dominados por un silencio cósmico, guarecerse en la contemplación hedonista de un buen concierto de rock es un acto gobernado por la intuición de que la vida es, a veces, menos aburrida de lo que aparenta.

Thursday, July 21, 2011

La felicidad es un arma caliente

Estación de paso
La felicidad es un arma caliente
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 21 de julio de 2011.

Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna….
Groucho Marx

Sí, justo como la rola clásica de los Beatles. “La felicidad es un arma caliente”, quizá el mejor título de una canción en la historia del rock, como alguna vez sugirió el escritor Juan Villoro. Sentimiento elusivo, tramposo, “fugaz y traicionero”, como también apuntaba en tono de bolero el buen Licenciado Lara, treinta años antes que Lennon y McCartney. Definirla es una tarea complicada, en cierta manera un divertimento imposible. Y sin embargo la felicidad existe, es una expresión inevitablemente momentánea de bienestar, de satisfacción, relacionada con un hecho, algún evento, el cumplimiento de ciertos deseos, la obtención de algún logro o beneficio. Su presencia esporádica en la vida de las personas o de las comunidades no elimina el hecho de que su aparición o sus representaciones suelen provocar la sensación de que la vida es buena, de que vivimos en el mejor de los lugares y comunidades. El ejemplo reciente es la percepción, estadísticamente comprobable, de que vivir en Guadalajara es motivo de felicidad, según dicen las encuestas de “Jalisco cómo vamos”, el promocionado proyecto local al respecto, presentado con bombo y platillo la semana pasada ante los medios, funcionarios y políticos de la localidad.
Medir la percepción de la felicidad, sin embargo, es una tarea arriesgada, fundamentalmente ambigua, y sus resultados suelen ser polémicos. Más aún: es contradictoria cuando se observa el malestar o la insatisfacción con las condiciones materiales de existencia de individuos, grupos y comunidades. Ser feliz aún cuando hay quejas contra la economía, contra el gobierno, malestar contra los sistemas locales de salud y de seguridad pública, diatribas contra la política y los partidos, o pleitos cotidianos con los vecinos, insinúa algo que Don Ismael Rodríguez documentó desde hace tiempo, armado con el puro poder de su intuición: los pobres son más felices que los ricos. No es la visión descarnada y despiadada documentada a contraluz por otro cineasta de la misma época de Don Ismael, Luis Buñuel, en Los Olvidados: la pobreza como combustible diario de la violencia, la infelicidad y el miedo.
Escuchar alguna canción, leer un buen libro, sacarse la lotería, ser correspondido en el complicado mundo de los afectos, suelen ser acontecimientos que provocan sentimientos felices. Pero disfrutar una cerveza fría o beber un buen whisky pueden ser también motivos suficientes para constatar que Dios existe, que la felicidad, como el diablo, está en los detalles. En esta visión minimalista de los sentimientos, la felicidad esporádica y fugaz es la única de las felicidades posibles, como sugería en algún texto Octavio Paz.
Para autores cáusticos como Cioran, la felicidad es simplemente una ilusión, una alucinación provocada por la amargura y el aburrimiento de la vida cotidiana. Mucha filosofía de farmacia se ha encargado de promover la idea de que la felicidad está al alcance de todos, de que tiene un precio y un valor disponible en el mercado, en la fe, de que es un asunto de voluntad individual. La búsqueda de la felicidad como ejercicio de cálculo y obtención deliberada de recompensas y alegría instantáneas, va siempre acompañada del optimismo, una fórmula que vende bien hoy día. En el imperio de las emociones al mayoreo, esa fórmula (felicidad más optimismo) ocupa un papel central en el ordenamiento de las preferencias que los nuevos chamanes, sesudos expertos y comerciantes de ocasión atribuyen a las percepciones de los individuos, como si las percepciones subjetivas fueran equivalentes a realidades objetivas. Pero ello es una muestra, sofisticada y moderna, de un antiguo hábito: crear ilusiones como antídoto contra la realidad, contra lo insoportable. Es parte de los esfuerzos que Cioran, es sus demoledores Silogismos de la amargura, atribuía a la especie humana: “nos empeñamos en abolir la realidad por miedo a sufrir”. Nos declaramos felices por el temor al miedo.

Wednesday, July 06, 2011

Aire de familia



Estación de paso
Aires de familia
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 7 de julio de 2011.

Las imágenes, crónicas y notas periodísticas cotidianas sobre lo que sucede actualmente en España o en Grecia nos hablan de que un viejo fantasma recorre Europa: el fantasma de la rebelión. El plantón de “Los indignados” en España, o de la oposición popular a las decisiones del parlamento en Grecia, o la protesta contra los recortes en Gran Bretaña, son, a la vez, síntoma y causa de un estado de cosas contra el cual un sector importante de la población manifiesta su furia: contra la economía, la política, el gobierno, las empresas. El reclamo es confuso pero tumultuoso. No hay ideas claras, ni agendas, ni propuestas específicas. Hay hartazgo, malestar, impotencia, desconfianza más o menos generalizada, incertidumbres corrosivas, contra un orden que se aprecia más bien como una zona de desastre, que impide imaginar futuros distintos, y cuyo combustible pesado es la maldición sobre el presente.
Lo que sucede hoy, sin embargo, tiene un cierto aire de familia con lo que sucedió en otros tiempos y contextos. Específicamente, con lo que ocurrió hacia finales de la década de los sesenta y principios de los años setenta en Francia, en Alemania, en los Estados Unidos, en Inglaterra. Los actores fueron básicamente los mismos: los jóvenes, además, urbanos, estudiantes universitarios, clasemedieros. Los movimientos estudiantiles o las movilizaciones contra la guerra, fueron expresiones de insatisfacción contra el establishment, contra los políticos y los gobiernos, por la conquista de libertades sexuales, de pensamiento y expresión, de organización, vagamente anti-partidistas y claramente comunitarios. Con el soundtrack de la época –dominado inconfundiblemente por el rock, los sonidos y las voces de Dylan, de Lennon, de Jefferson Airplane, de Buffalo Springfield-, las manifestaciones que recorrieron buena parte del mundo occidental de la época fueron consideradas como la expresión social de un malestar profundo con la cultura consumista, contra la moral conservadora y contra la democracia y sus instituciones y actores. Esa interpretación dio origen a un texto célebre, relativamente famoso en su tiempo y que hoy tiene un estatus inconfundiblemente clásico: Las crisis de las democracias. Un reporte a la Comisión Trilateral, elaborado por tres politólogos importantes: Samuel Huntington, Michel Crozier y Jiao Watanuki.
Dicho reporte fue elaborado en 1974 y publicado originalmente en inglés en el verano del ´75.El texto consistía en formular un diagnóstico de las causas que explicaban el malestar y, además, las posibles soluciones para enfrentarlo. El argumento del reporte es clásico: el malestar social es causado por la sobrecarga de demandas de los ciudadanos a la democracia y el estancamiento en la capacidad de los gobiernos y el sistema político democrático para responder a dichas demandas. Esto generaba una crisis de gobernabilidad de las democracias, es decir, dificultades estructurales para atender con dosis razonables de estabilidad, eficacia y legitimidad dichas demandas. Otros autores, señaladamente Jurgen Habermas y Claus Offe, interpretaron los fenómenos del descontento como una crisis de legitimidad de las democracias capitalistas, producto de las desigualdades económicas y de los problemas de la representación política. Estas interpretaciones habitaron el debate político, académico e intelectual durante varias décadas, y hoy parecen resurgir con fuerza teniendo como telón de fondo las movilizaciones en Madrid, Atenas o Londres.
Desde esta óptica, lo que tenemos frente a nosotros puede ser interpretado como una típica crisis de ingobernabilidad de las democracias europeas. Sin embargo, hay diferencias notables con lo ocurrido hace 4 décadas. Es una crisis surgida luego de un largo período de prosperidad económica, de bienestar social y de cambio y estabilidad política democrática. Los niveles de bienestar alcanzados son notablemente superiores a los que esos países tenían hace 40 años. Las exigencias sociales y económicas de los jóvenes y no pocos adultos –empleo, seguridad social, futuros- sobrepasan la capacidad de los regímenes democráticos y de las economías posindustriales para satisfacerlos de manera razonable, es decir, eficiente, estable y legítima. Las viejas y nunca resueltas tensiones entre capitalismo y democracia parecen emerger en un horizonte político y sociocultural distinto al que predominó en los años sesenta, en donde los reclamos de los desempleados, los desencantados y los desesperanzados de hoy escupen hacia los que, en buena medida, fueron actores e impulsores de los cambios económicos y las transiciones a la democracia de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Lo que tenemos es el sonido y la furia propios del fin de un ciclo y el comienzo incierto de otro, con una música de fondo que ya no es el rock, sino tambores, mezclas electrónicas de ritmos inclasificables, globales y locales al mismo tiempo, que acompañan una etapa imprecisa de cambio, en donde la imaginación social, el mercado y la política miran hacia lados diferentes, emitiendo señales encontradas.

Friday, June 24, 2011

Tumbas, cenizas y huesos



Estación de paso
Tumbas, cenizas y huesos
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 23 de junio de 2011.

Los cementerios y panteones, con su reconocible colección grisácea de tumbas, capillas y mausoleos, son los sitios donde la muerte ha encontrado sus rituales apropiados, el respeto que se merece, y la expresión arquitectónica de su importancia en el ordenamiento de la vida en sociedad. En cualquier ciudad o pueblo se encontrarán siempre tiendas, escuelas, hospitales, iglesias, casas, edificios y, por supuesto, cementerios. El aura de solemnidad que predomina en el camposanto es directamente proporcional al miedo o al respeto que su figura o sus representaciones inspiran entre los mortales. Por ello, estos sitios suelen ser inspiradores para poetas, pensadores y fotógrafos, para cineastas, pintores y músicos, que encuentran en la visión de lápidas y tumbas el testimonio de lo inevitable, del silencioso territorio donde los vivos cultivan la ilusión de que los muertos, sus muertos, permanecen en un lugar específico, “vivos”, con sus nombres cincelados en piedra, granito o mármol, en los cuales se acumulan frases, imágenes y fechas que atestiguan lo que significan para sus herederos, familiares o amigos.
Cees Nooteboom, el escritor holandés de la errancia y los viajes, dedicó un libro justamente al tema de los cementerios y sus inquilinos perpetuos. Tumbas de poetas y pensadores (publicado por la elegante editorial española Siruela en el 2007, en Madrid) es un bello libro en gran formato, donde las impresiones del autor se mezclan con las palabras de 82 poetas y pensadores de diversas nacionalidades, para ofrecer, desde la perspectiva de la visión de las tumbas visitadas, una imagen líquida de la muerte, una colección de postales de hombres y mujeres cuyas reflexiones sobre la muerte son sombras proyectadas sobre sus propias vidas y entornos. Acompañado por una magnífica colección de fotografías en blanco y negro de Simone Sassen, el libro de Nooteboom es un recorrido visual y narrativo fascinante sobre las ciudades de los muertos, que posa su mirada y palabras en cementerios de París, de Roma, de Venecia, de Buenos Aires o de Chile.
“Las tumbas son ambiguas. Conservan algo y no conservan nada”, escribe en la Introducción el autor, para alertarnos sobre la vaguedad simbólica y práctica de los cementerios. “Cuando de tumbas se trata, todo es irracional”, dice Nooteboom. “Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella” (p.13).
Bajo esta premisa, el texto del escritor holandés se pasea por diversos panteones del mundo, frente a los cuales escribe sus notas de viaje, su bitácora mortuoria, en la que las palabras de los muertos resuenan en la observación de sus lápidas.
Frente al elegante mausoleo de Adolfo Bioy Casares, por ejemplo, en el cementerio de La Recoleta, en Buenos Aires, Nooteboom cita de La invención de Morel: “El hombre y la cópula no soportan largas intensidades”.
En un pequeño nicho de la Iglesia de Saint Michel, en East Coker, un pequeño pueblo en Inglaterra, la fotografía muestra las palabras escritas de T. S. Eliot : “En mi principio está mi fin…En mi fin está mi principio” (de su poema East Coker).
Frente a la tumba de John Keats, en Roma, una limpia lápida en mármol que asemeja un dedo índice elevado hacia el cielo, evoca las palabras: “Versos, fama y belleza son sin duda intensos, pero más intensa es la muerte, la alta recompensa de la vida” (del poema Porqué me reí esta noche, del propio Keats).
La visión de las tumbas de Apollinare y de Balzac, en París, de Baudelaire en Montparnasse, de Italo Calvino en la Toscana italiana, de Gohete, en Weimar, de Nabokov, en Montreaux (Suiza), de Robert Graves, en Mallorca, o de Ezra Pound, en Venecia, recorren cuidadosamente las 263 páginas del libro de Nooteboom. Y al pasar la vista sobre cada una de ellas, se pueden recordar las palabras dolorosas de nuestro Xavier Villaurrutia: “La muerte toma siempre la forma de la alcoba que nos contiene”.
Esas frases e imágenes colonizan parte de las representaciones sociales sobre las que se edifica la idea que da sentido a los cementerios. Y más allá de las fascinaciones, indiferencias o temores que la muerte trae consigo, los panteones nos recuerdan su carácter inevitable, y de su importante aunque triste papel en la historia de nuestras vidas. Después de todo, tres metros bajo tierra descansan los huesos y las cenizas de aquellos que vieron antes, con otros ojos y contextos, los mismos cementerios.

Wednesday, June 15, 2011

El futuro ya no es lo que era




Estación de paso
El futuro ya no es lo que solía ser
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 9 de junio de 2011.
La frase que da título a esta colaboración pertenece al poeta francés Paul Valèry, quien se refería al hecho de que las representaciones y percepciones de los intelectuales de su época sobre el futuro habían cambiado de manera dramática al comenzar el siglo XX. “El problema de nuestros tiempos es que el futuro ya no es lo que solía ser”, escribió el autor de El cementerio marino, y con ello se refería vagamente a las dificultades que un mundo cambiante e incierto imponía al pensamiento de su época. William Butler Yeats, el gran poeta irlandés, contemporáneo por cierto de Valèry, era aún más contundente y pesimista al respecto: “.allí donde el verde es perpetuo, todo ha cambiado, cambió por completo; una belleza terrible ha nacido”, escribió, en referencia a la guerra nacionalista irlandesa de finales el siglo XIX (Semana santa de 1916). En ambos casos, el presente, sus presentes, impusieron temor y cautela frente a las visiones románticas y las grandes expectativas sobre el futuro, y sus palabras se convirtieron en los grandes epitafios del siglo XX.
Esas palabras afirman al futuro como un territorio inhóspito, en algún sentido tierra de nadie. Pensar en lo que puede llegar a suceder en un tiempo corto o largo es siempre un ejercicio habitado por imágenes de desolación, de optimismos desbordados o de pesimismos documentados, según sea el observador y sus circunstancias. Existen también las imágenes dominadas por sólidos escepticismos sobre nuestra capacidad para adivinar, predecir o calcular lo que puede ocurrir después. En cualquier caso, el futuro es siempre un territorio abierto, el efecto de la combinación del azar, el cálculo o la incertidumbre, rebelde a las predicciones y a los destinos luminosos o fatales. Justo por ello, por la imposibilidad de saber lo que puede ocurrir años o décadas más adelante en la vida de los individuos, el futuro es un objeto promovido por chamanes y adivinos, brujos y profetas, donde la metafísica y el espiritismo suelen alimentar negocios de ilusiones para creyentes, incautos e ingenuos. La ignorancia sobre el futuro es la fuente de un mercado inagotable de charlatanes más o menos sofisticados, que ofrecen una variedad de pócimas, trucos y remedios para asegurar el porvenir, la felicidad y la fortuna a quienes desean creer en su poderes.
Horóscopos, retorcidas interpretaciones de los restos del café, consulta de oráculos, la lectura de las líneas de la palma de la mano, echar las cartas sobre la mesa, son métodos ancestrales empleados por adivinos para tratar de descifrar el futuro. Vamos hasta la copromancia, la observación de las heces humanas -según narra en uno de sus cuentos el escritor brasileño Rubem Fonseca-, forma parte de los métodos utilizados por charlatanes y brujos para asegurar a sus fieles la potencia y veracidad de sus vaticinios. Por supuesto, esas visitaciones metafísicas al futuro sólo sirven para alimentar la sensación de que las cosas, la vida de las personas, pueden ser controladas por los propios individuos, con la pequeña ayuda de intérpretes y profetas. Es, por supuesto, una ilusión potente, una droga contra la ansiedad.
La idea de que el futuro es un territorio gobernado inexorablemente por cierta noción de progreso forma también parte de las racionalidades del pensamiento moderno de filósofos, políticos y sociólogos. Cierta confianza en que las cosas no pueden ser peores domina con frecuencia indomable esa ilusión racional. “La fe en el progreso es el Prozac de las clases pensantes”, escribió en tono sombrío John Gray en su libro Contra el progreso y otras ilusiones (Paidós, 2006), y con ello elabora una crítica demoledora hacia cualquier forma de reflexión optimista sobre el porvenir.
En ciertas zonas intelectuales, el escepticismo y las dudas gobiernan las expectativas de lo que puede suceder en el tiempo. El futuro está hecho de pérdidas, construido sobre piedras demolidas por las sombras y el olvido. “¿Qué soñará el indescifrable futuro” se preguntaba Borges en su poema Alguien soñará, y se respondía: “Soñará que el olvido y la memoria pueden ser actos voluntarios, no agresiones o dádivas del azar”. El futuro como invención puede ser también un acto voluntario de demolición.
Leonard Cohen, el flamante Premio Príncipe de Asturias en el campo de las de Letras de este año, escribió justamente una canción con ese título, El Futuro, en la que declara la imprevisibilidad del porvenir, su carácter ingobernable, su imposibilidad maldita. En una frase lúgubre, Cohen pontifica con la lucidez que sólo puede proporcionar la desesperación y la soledad, cultivadas a la sombra bienhechora de una cantina sórdida en Lisboa: “He visto el futuro, hermano: Es un asesino”.

Thursday, May 26, 2011

La felicidad, según Simon




Estación de paso
La felicidad, según Simon
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G. 26 de mayo de 2011.

Este año Paul Simon cumple siete décadas de vida, curiosamente igual que Bob Dylan, otro músico legendario. Hombres de su tiempo, músicos de referencia y, además, buenos amigos, Dylan y Simon forman parte central del lienzo rockero del siglo XX que se sigue abriendo paso ya entrado el siglo XXI. Mientras que Dylan celebra sus setenta años con una larga gira en China y Europa, Paul Simon decidió lanzar un nuevo disco como fiesta de cumpleaños titulado So Beautiful or So What (Hear Music, 2011). Publicado en los primeros meses de este mismo 2011, es el disco número 14 de su larga carrera como solista. Como se sabe, Simon inició en 1971 una prolongada trayectoria en solitario, que significaba continuar con la carrera que había comenzado unos años antes en compañía de Art Garfunkel con quien se dio a conocer formando en 1965 el conocidísimo grupo Simon y Garfunkel, que a lo largo de 6 discos imprimió un nuevo sonido a la mezcla de folck, rock suave y ecos de godspell en un contexto dominado furiosamente por el rock sicodélico y el hard rock de la época.
El oriundo de New Jersey ofrece su nueva obra luego de una pausa de casi 5 años. Desde que grabó Surprise, en el 2006, Simon se había mantenido en giras ocasionales, pequeños conciertos y presentaciones en algunos lugares de la costa este de los Estados Unidos. Pero desde principios del 2010 comenzó a escribir o reescribir algunas notas y canciones que había acumulado pacientemente en los últimos años. El resultado es So Beautiful or So What (en traducción libre, algo así como “Es hermoso, o más o menos”), un ejercicio lúdico sobre la vida y sus contrastes, sobre las ambigüedades del bien y del mal, sobre el poder hipnótico de la ignorancia y el fanatismo. Como escribe Elvis Costello en la presentación de este disco, la obra es el resultado del trabajo de “un hombre en plena posesión de sus facultades mirando la comedia y la belleza de la vida con la claridad y la ternura que sólo proporciona el tiempo”.
Las diez canciones que estructuran el mapa narrativo de Simon, ofrecen un registro cuidadoso, un inventario personal, de los misterios mundanos y de sus explicaciones místicas, de las confusiones y señales erradas de nuestra época, de las banalidades cotidianas y de la inevitable persistencia de los afectos, del amor, como el centro vital de las existencias de los individuos. Con palabras exactas acompañadas por las sombras de una guitarra espléndida, percusiones, arpas, flautas, pianos y clarinetes, Simon construye un sonido ecléctico donde las palabras y la música dan color a postales donde la ironía, los actos de fe, las creencias y los símbolos configuran el entramado complejo de la vida, vista desde las costas de New Jersey con el temple y la sabiduría de un setentón.
El disco está elaborado desde una mirada dubitativa, alimentada por el combustible de las interrogaciones planteadas por el propio Simon: “¿Cómo comienzas? ¿Cuándo sabes en qué momento serás recompensado por tu destino? ¿Cuándo interrumpir y cuándo continuar pintando sin conocer la pintura completa? ¿Es una cuestión de belleza? ¿Quién la necesita? Eso es el mayor de los misterios y de la fascinación. El truco es, según yo, mantenerse cauto con el infierno pero que te valga madre al mismo tiempo, o como de manera más elegante se propone aquí: es hermoso, o más o menos” (traducción libérrima, AAS)
Con este disco, Simon reclama su lugar en la música en tiempos del Ipod y los teléfonos celulares. Si “Los sonidos del silencio” o “Mrs. Robinson” forman parte de la música de fondo de varias generaciones, tal vez “Love is Eternal Sacred Light”, “Questions for the Angels”, “Love & Blessings”, “Rewrite”, o la misma “So Beautiful or So What”, cinco de las canciones incluidas en el nuevo disco, se pueden considerar como los testimonios de un músico habituado al uso sistemático de frases penetrantes junto al empleo legítimo de sonidos bastardos. Con un lenguaje preciso, con una música que absorbe influencias jazzísticas, del blues, del rock, con un instrumental diverso, rabiosamente ecléctico, So Beautiful or So What representa el manifiesto cultural y político de una generación que aún tiene mucho que decir a sus contemporáneos pero también, creo, a las nuevas generaciones.

Friday, May 13, 2011

Mujeres, hijos y viejos



Estación de paso
Mujeres, hijos y viejos
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 12 de mayo de 2011
En un libro reciente titulado Los tres grandes retos del Estado del Bienestar, (Ariel, España, 2010) , los sociólogos europeos Gosta Esping-Andersen y Bruno Pailer argumentan los tres temas críticos de hoy y del futuro a los que me refería en una colaboración anterior: el de la familia y las mujeres, el de los hijos y la igualdad de oportunidades, y el tema del envejecimiento y la equidad.
El cambio social más importante de las últimas décadas es sin duda la incorporación masiva de las mujeres en el ámbito laboral. La feminización del empleo tradicionalmente masculino, sin embargo, no se ha correspondido con la masculinización del trabajo doméstico, tradicionalmente femenino. Colocar el énfasis en el reconocimiento de un fenómeno irreversible (la incorporación masiva de la mujer al mundo de la escuela y del trabajo) supone también crear políticas para favorecer esa incorporación desarrollando al mismo tiempo un cambio general en la valoración del trabajo doméstico. Esa transformación no puede ser resuelta consistentemente dejando las decisiones a los individuos, pues ello significa la reproducción de los patrones de desigualdad de las relaciones hombre/mujer en ese campo, o dejar que sean las parejas de más ingresos las que pueden contratar un servicio doméstico particular. En ambos casos se asiste a un incremento de las desigualdades entre géneros y entre clases y estratos sociales. La solución institucional implica transformar y ampliar los regímenes de protección social en estos nuevos roles de hombres y mujeres, y forma parte de la construcción de un verdadero Estado de Bienestar para el siglo XXI.
Los hijos y sus oportunidades de desarrollo son el segundo gran tema de la agenda social que puede ser discutida de cara a los próximos comicios presidenciales en México. Hasta ahora, diversas formas de asistencialismo, paternalismo y filantropía se han adueñado de la definición del tema de los hijos, particularmente de los sectores pobres y medios del país. Aquí se han hecho grandes inversiones en educación formal, guarderías, educación preescolar obligatoria, sin considerar demasiado el peso que tiene lo que ocurre entre las cuatro paredes que limitan el ámbito familiar. Ahí, en ese ámbito privado, los especialistas han detectado tres mecanismos estratégicos en la relación entre los hijos y sus oportunidades de bienestar, de igualdad y de movilidad social futura: uno es el “efecto dinero”, otro el “efecto tiempo”, y tercero el “efecto cultura”. El primero supone que la renta, el ingreso, basta para dotar de buenas oportunidades a los hijos, pero eso no es necesariamente cierto. Muchos ricos no dedican demasiado tiempo a los hijos, y el “efecto nodriza” no asegura la sustitución del tiempo por dinero. Muchos maestros en Europa, que no ganan demasiado dinero, por ejemplo, dedican más tiempo de atención a sus hijos y sus resultados tienden a ser notables en términos de oportunidades.
El efecto tiempo es el segundo factor. Más tiempo de los padres dedicado al aprendizaje de los hijos es importante. Pero hay condiciones estructurales que determinan el impacto del efecto temporal en los hijos. La escolaridad alcanzada por los padres determinará en buena medida la calidad del tiempo y de los aprendizajes de los niños. Por ello es fundamental incrementar el acceso a la educación superior de los jóvenes de hoy, pues la posibilidad de tener mayores niveles de escolaridad significará mejores oportunidades de aprendizaje, movilidad social y equidad para sus propios hijos.
Pero todo ello va ligado al tercer factor en juego en relación a los hijos que se desarrolla en el campo doméstico: el capital cultural, es decir, el conjunto de recursos intelectuales, simbólicos y materiales que se heredan de padres a hijos. Un indicador es sencillo y relevante: diversos estudios muestran que los niños que viven en casas donde hay por lo menos 10 libros, tendrán mejores oportunidades que los niños que no disponen de ese recurso cultural. Y contar con libros en casa revela sobre todo una práctica social heredada o construida por padres y abuelos.
Finalmente el tercer gran desafío de una agenda social para el siglo XXI es el de la relación entre envejecimiento y equidad. Hay una tendencia irreversible hacia el envejecimiento general de la población, debido en gran medida a dos factores: el alargamiento de la edad promedio y la tendencia de las parejas jóvenes a tener muy pocos hijos (uno o dos, cuando los hay). Esto tiene enormes implicaciones para el futuro, que puede resumirse en una paradoja monumental: el problema de las pensiones y jubilaciones comienza con los bebés de hoy, no con los jóvenes ni viejos del mañana.
Estos temas quizá pueden ser parte de las propuestas que podrían debatirse en México en los próximos meses. Ahora que el cortoplacismo, la inmediatez y el pesimismo es la música de la temporada, quizá sea el momento de re-pensar el futuro como un recurso de supervivencia colectiva.

Thursday, April 14, 2011

La fuerza civilizatoria de la hipocresía



Estación de paso
La fuerza civilizatoria de la hipocresía
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 14 de abril de 2011.
Uno de los recursos más antiguos empleados en la convivencia social y política de todos los días es la hipocresía. No goza de muy buena fama, frecuentemente es vista como “la peor de todas las maldiciones” como señalaba el viejo Moliére, y casi en todas partes se suele condenar a los hipócritas como seres despreciables, deshonestos, amorales, mientras que al mismo tiempo se elogia la franqueza, la buena fe, la honestidad, la transparencia de las personas. Todos tenemos seguramente una o muchas historias que contar al respecto. Justo por ello, es una de las paradojas maestras del orden social: cuando se condena tan abiertamente a la hipocresía y a la mentira, ¿porqué persiste su práctica en todos los campos de la vida social?
Para evitar algún malentendido, me apresuro a expresar que estoy dispuesto a suscribir cualquier exhorto para exigir transparencia y sinceridad a los políticos (y a los no políticos también), pero me temo que eso no resuelve el problema de las prácticas hipócritas. Por lo tanto, la pregunta persiste: ¿por qué se practica la hipocresía? ¿Por qué las personas utilizan las máscaras de la hipocresía en el ámbito público y privado? ¿Qué motivos llevan a las personas a emplear esas máscaras para relacionarse entre sí?
Para decirlo en breve, lanzo una divagación sociológica: el cultivo de la hipocresía es el resultado de la incapacidad de las normas para resolver los conflictos sociales cotidianos. Las fricciones de todos los días, las que ocurren entre ciudadanos, entre políticos o entre familiares, no suelen resolverse con el cinismo o la sinceridad absoluta, pues ello suele producir conflictos que terminan con amistades viejas o recientes, con relaciones laborales o políticas, con vínculos familiares y afectivos. Para lidiar con ese riesgo, un recurso de uso generalizado es la hipocresía, es decir, la acción de disimular el disgusto o la desaprobación que nos causa un hecho o una persona empleando un disfraz que cubre nuestros verdaderos sentimientos. Las imperfecciones del orden social explican el uso de esta máscara tanto como otras (las mentiras piadosas, la compasión, la discreción, el secreto), pues forman parte del lubricante que aprendemos a usar desde niños para eludir el enfrentamiento, el pleito, la violencia incluso.
El aplomo de muchos hipócritas es envidiable, a veces legendario. Un célebre aforista sentenció: “La hipocresía es el vicio más difícil de mantener. No se puede practicar en los ratos libres: es una ocupación a tiempo completo” (La frase es de Somerset-Maugham, y es citada por Jon Elster en Alquimias de la mente. La racionalidad y las emociones, Paidós, Barcelona, 2002). Entre los políticos, por ejemplo, el recurso es moneda de uso legal, legítimo e indispensable. Junto con el pleito abierto y las discusiones álgidas, los políticos emplean la hipocresía para suavizar las tensiones, para dosificar los pleitos, para concentrar su atención en los temas que les interesan. En ese sentido, la hipocresía es un recurso civilizatorio, propio de toda acción que se basa en la negociación y la búsqueda de los acuerdos. Y el amplio arco ideológico de los partidos y de los políticos no inhibe el uso frecuente de los comportamientos hipócritas. Desde la izquierda lopezobradorista, proto-proletaria o pro-indigenista hasta la ultraderecha yunquista, la máscara de la hipocresía es un recurso practicado con una frecuencia que llega a convertirse, en ocasiones, en insoportable.
Ahora que la indignación moral se practica como recurso de la bienpensantía nacional y local, en la que se lanzan prédicas y pontificaciones al mayoreo para referirse a la infinita maldad de políticos, mafiosos, empresarios, líderes y lidercillos de todos los ámbitos, el tema confirma ser reacio a los exorcismos morales de no pocos intelectuales, obispos laicos y sacerdotisas de la sociedad civil. Algunos acusan con tono de indignación que el cinismo ilimitado de la clase política es la fuente de todos nuestros males públicos y privados. Pero se suele olvidar que la hipocresía es una fuerza civilizatoria, capaz de amortiguar el juego rudo de la vida política y social, que suele estallar de cuando en cuando con consecuencias indeseables, violentas, a veces irreversibles. Siempre es bueno pensar que en la política actúen las mejores personas posibles, ciudadanos y ciudadanas de nobles intenciones, pasados luminosos y capacidades probadas o por probar. Pero también es de agradecer que lleguen junto a ellas un buen puñado de hipócritas que ayuden a que la política y la vida pública funcionen. Ya se sabe: el mundo de la política no es el reino de los ángeles sino de los mundanos, capaces de lidiar cotidianamente con el conflicto y la negociación de los intereses, en donde las máscaras siempre ayudan. En estos tiempos en los que el cinismo o la indignación moral dominan el ánimo público, no está de más elogiar el viejo arte de la hipocresía.

Thursday, March 31, 2011

Viento en el desierto




Estación de paso
Viento en el desierto
Adrián Acosta Silva
Señales de Humo, Radio U. de G., 31 de marzo de 2011
Como se sabe, los vientos pre-electorales han comenzado a soplar en el ámbito político del país. Candidatos y partidos, líderes y sectas, grupos y cofradías, iniciaron el proceso de construir candidaturas de cara a las elecciones presidenciales del año que viene, y en algunos estados de la República (el Estado de México, por ejemplo), suenan desde hace tiempo los tambores políticos para la competencia electoral. No hay nada de espectacular ni novedoso en todo ello. De hecho, como sucede desde hace rato (desde 1997 para ser precisos) estos actos son parte de las rutinas institucionales que habitan el complicado reloj de la democracia mexicana realmente existente, es decir, aquella que se ha construido con las instituciones, los actores y las reglas acordadas desde hace tiempo.
La novedad es que estas rutinas ocurren en un un contexto degradado por el pobre desempeño institucional de los partidos y del gobierno, y por la consolidación de la apatía y el desencanto político como seña de identidad en muchas franjas de ciudadanos. En esas circunstancias, las elecciones que vienen pueden significar, entre otras cosas, la confirmación del abismo que separa a la clase política respecto de los ciudadanos, pero también la posibilidad de debatir asuntos que no aparecen en la agenda de la política y de los políticos profesionales. Contra lo que puede pensarse desde las franjas malhumoradas y escépticas de nuestra vida pública (que, sin duda, se han multiplicado en los años recientes), las elecciones son siempre ocasiones importantes para plantear cuestionamientos al desempeño de los representantes ciudadanos y de las propias instituciones en que se organiza esa representación.
El problema es que no parecen identificarse buenos incentivos para participar en la vida pública. La crisis de representación política que atraviesa el régimen post-autoritario mexicano ha significado el aislamiento de las élites políticas respecto de las demandas e intereses de zonas importantes de la ciudadanía. Ello se manifiesta no sólo en el aburrimiento y la apatía de dichos sectores frente a la actual oferta de partidos políticos y sus respectivos liderazgos, sino que tampoco parece responder a las formas más elementales de la organización política, es decir, la participación en sindicatos, asociaciones civiles, organizaciones vecinales, consejos escolares. El desafío es enorme tanto para la capacidad de representación que tienen los partidos como para la estructuración de las demandas sociales por parte del sistema político en México.
No hay muchas razones para entusiasmarse con la oferta política que tenemos hoy en día. Pero tampoco parecen existir buenas razones para voltear la mirada como si esa oferta fuera irrelevante. Si la democracia consiste simplemente en que los ciudadanos pueden castigar o premiar con su voto a los partidos, esa misma fórmula les permite alejarse del ejercicio si las alternativas no le resultan atractivas. Desde esa perspectiva, lo que quizá sea el recurso más valioso de la política -la capacidad para generar expectativas y compromisos-, tiene en los procesos electorales una oportunidad importante para configurar propuestas que susciten, potencialmente, el interés y quizá hasta el entusiasmo de los ciudadanos por la vida política.
Hay una tendencia dura que explica la ausencia de incentivos a la participación y al debate político. Desde hace tiempo, no aparecen ideas claras ni programas de los partidos que ofrezcan proyectos atractivos para los electorados mexicanos (así, en plural). Y hay al menos tres asuntos que parecerían importantes en el horizonte programático de la democracia representativa que tenemos. Son asuntos que se debaten desde hace poco en otros contextos (el europeo, por ejemplo), y que son pertinentes para el presente y futuro mexicano. Son retos que significan poner de cabeza lo que se ha hecho en México en los últimos veinte o treinta años en términos de políticas públicas de bienestar y desarrollo social. Uno es el tema de la familia y la revolución del papel de la mujer. Otra es el del tema de los hijos y la igualdad de oportunidades. Y el tercero es el tema del envejecimiento y su relación con la equidad.
(En la próxima colaboración me referiré brevemente a ellos.)

Friday, March 18, 2011

Síndrome de infelicidad colectiva



Estación de paso
El síndrome de la infelicidad colectiva
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 17 de marzo, 2011.
Un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la infelicidad. Con distintos matices y expresiones, ese fantasma se aparece frecuentemente en el ánimo público y privado, entre grupos sociales e individuos. Bajo distintos ropajes, máscaras y disfraces, la infelicidad se manifiesta en la convivencia pública cotidiana, en las charlas de café o de cantina, en los medios, incluyendo, por supuesto, las redes sociales, las cartas a los diarios, en el cine o en los noticieros de televisión.
El síndrome de infelicidad colectiva forma parte de una suerte de ”lamento generacional” que se ha expandido poco a poco en México y en buena parte del mundo respecto de la manera en que se percibe el bienestar social de los jóvenes de hoy respecto de generaciones anteriores. Para decirlo en breve, se trata de la afirmación de que los jóvenes de hoy viven peor que sus padres y sus abuelos, y que sus expectativas laborales, culturales o educativas son más reducidas hoy que en el pasado reciente y aún remoto. Ese lamento, arraigado en varios territorios sociales, académicos e intelectuales, a veces es una crítica a la globalización y al neoliberalismo, en otras una denuncia sobre la falta de valores y la pérdida de las tradiciones e identidades, pero también tiene un potente aire de familia con el nihilismo y el existencialismo que de cuando en cuando nos asalta a todos. Pero la afirmación añade varios elementos adicionales: el desempleo, la crisis económica, la precariedad laboral, los malos gobiernos nacionales, que han erosionado las bases materiales del bienestar, y han comprometido casi de manera irreversible las posibilidades e movilidad social y mejoría económica y cultural de las nuevas generaciones.
El lamento es, insisto, extendido, se transmite rápidamente y es fácil de compartir. Sin embargo, es ambiguo y, en el mejor de los casos, paradójico. Es decir, por un lado es confuso porque los niveles de bienestar en el mundo se han incrementado como nunca antes en la historia. Hoy tenemos infraestructura, sistemas de salud y educativos, posibilidades tecnológicas y ciencias que no teníamos hace ni siquiera 50 años. Ello explica un incremento notable en la esperanza de vida de la población, una mejoría general en la atención a la salud, un ingreso per cápita mayor, la expansión del consumo, etc. El problema es hoy como ayer la desigualdad social en la distribución de esos beneficios. Esa desigualdad explica no sólo el pesimismo de los pobres y de las clases medias, sino que también afecta a los ricos. En otras palabras, por diversas razones, en contextos de desigualdad la infelicidad afecta a clases sociales distintas de modo diferente.
Incluso ciertas escuelas de economistas han incluido la categoría “felicidad” como una categoría central para medir el desarrollo y bienestar de las sociedades, y algunos gobiernos han colocado a la “Felicidad Nacional Bruta” (similar al ingreso nacional bruto, o el índice de desarrollo humano) como una forma de medir y articular los esfuerzos de los gobiernos para mejorar la felicidad colectiva. Un ejemplo: el gobierno himalayo de Bután utiliza esta categoría para instrumentar sus programas de gobierno desde hace varios años.
Pero el argumento de la infelicidad es, además de ambiguo, también paradójico. En un medio donde se publicita la felicidad consumista y proliferan los mensajes de optimismo en forma de consejos, cursos de superación personal y desarrollo humano, canciones y anuncios publicitarios, y libros que se venden por millones en los que el éxito se asocia a la felicidad, la persistencia de las percepciones y expresiones de la infelicidad aparecen como problemas de los individuos y no de las sociedades. Por lo tanto, los individuos tienen en sus manos la posibilidad de ser felices si son más competitivos, menos egoístas, más calificados, conocen los secretos del liderazgo, son innovadores y emprendedores. Es decir, un discurso vacío y ramplón, como suelen serlo todas las fórmulas y manuales de la felicidad, el éxito y el reconocimiento social instantáneo.
El tema da para mucho. Pero el hecho es que la sensación de infelicidad colectiva aparece hoy en el horizonte de las preocupaciones públicas, privadas y sociales. ¿Que explica eso?. Un libro reciente de un economista y una antropóloga británicos (Robert Wilkinson y Kate Picker, The Spirit Level: Why Greater Equality Makes Societes Stronger, Bloomsbury Press, 2009) lanza una hipótesis interesante: la desigualdad produce infelicidad para los pobres pero también para los ricos. Probablemente el miedo, el estrés, el riesgo a perder dinero, las propiedades, el estatus, el empleo, es el combustible de la infelicidad. Ello alimenta la sensación de precariedad y a vivir en el riesgo permanente, a no tener demasiadas expectativas ni representaciones claras sobre el futuro, a padecer los estragos de la nostalgia y la idealización del pasado, a sobrevivir en un presente que es un túnel profundo y oscuro, sin luces del norte ni señales de orientación que ayuden a salir de él. Con mapas extraviados, sin brújulas, con la sensación de que no hay causas que valgan la pena ni instrumentos confiables para salir del marasmo, la infelicidad colectiva es la música de fondo de estos años largos.

Monday, March 14, 2011

La rebelión de las clases medias

Estación de paso
La rebelión de las clases medias
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 3 de marzo de 2011.
Desde un punto de visto sociológico, “clases medias” es un concepto problemático. Hay una considerable variedad de definiciones sobre ese segmente de la población ubicado en algún lugar entre los pobres y los ricos, para decirlo de manera coloquial. Ese “lugar” está determinado por el ingreso económico, el estatus, la educación, el origen social, el lugar de residencia, la actividad, cierto tipo de linaje incluso. Pero también juegan algún papel las expectativas de movilidad, los patrones de diferenciación respecto de los que están arriba o abajo (o incluso al lado) de su posición social. Por supuesto, hablar de clases medias es un generalización un tanto abusiva, tanto que en el lenguaje cotidiano que se acostumbra utilizar entre las familias hay un esfuerzo intuitivo por diferenciar la clase media, de la clase media baja, de la clase media alta, de los que están en el fondo y de los que están en la cima, aunque nunca es claro que significa y que implicaciones tiene pertenecer o reconocerse en uno u otro segmento.
Ello no obstante, el hecho es que la cosa existe. Es decir, hay segmentos de la población que pueden ser considerados como capas o estratos medios, generalmente urbanos, escolarizados, que han sido beneficiados por prolongados procesos trans-generacionales de movilidad social y crecimiento económico, y que desempeñan diversas actividades económicas o políticas. Burócratas, pequeños o medianos comerciantes y empresarios, universitarios, profesionistas, suelen ser parte de esos estratos medios. Y lo interesante de estos sectores es que son los que usualmente promueven la resistencia o el cambio de los regímenes políticos en las sociedades contemporáneas. Ahí, en esos segmentos, se ubican generalmente el grueso de los liderazgos políticos, los miembros de los partidos, las organizaciones no gubernamentales, el funcionariado público o privado del gobierno y de las empresas, los licenciados, los médicos, los contadores y profesores , los estudiantes universitarios y sus familias.
Esos segmentos juegan un papel central en la estructura social moderna. Como lo saben los fiscalistas y economistas, la ciudadanía fiscal es clasemediera: provee buena parte de los impuestos que el Estado recauda entre la población todos los días. Pero son también los segmentos que reciben buena parte de los servicios públicos y algunos privados que se producen en las sociedades. Pero, además, esas franjas cumplen funciones políticas sustanciales en los procesos de estabilidad y legitimidad a la que aspira todo régimen político. Por ello, son los sectores que resienten más los períodos de crisis económica que suelen asolar a las economías modernas, al introducir abrupta o gradualmente el veneno de la incertidumbre económica en sus vidas cotidianas.
Esto explica el hecho de que los segmentos medios sean los más proclives a la rebelión o al conservadurismo, según sean las circunstancias. Pinochet, Videla, Stroessner, los nombres estelares de las legendarias dictaduras militares de los años sesenta y setenta del siglo pasado en Sudamérica, fueron regímenes estructurados sobre la base de un sector importante de las clases medias de sus respectivos países, pero el derrumbe de esos mismos regímenes políticos se explica por la movilización de esos y otros sectores de las mismas clase que antes les apoyaron.
Hoy que en El Cairo, en Trípoli, en Yemen, en Jordania, observamos la rebelión de la población frente a los dictadores y regímenes que antes apoyaron, es posible afirmar que entre esas multitudes se encuentran muchos de los segmentos de las clases medias que por razones diversas decidieron emprender movilizaciones y protestas contra personajes como Mubarak o Ghadafi, que forman parte de la última generación de políticos y dictadores surgidos de la guerra fría. Esos movimientos no son exclusivamente clasemedieros, pues se pueden identificar también rebeliones tribales y étnicas, la movilización de élites que ven amenazados sus privilegios, sectores militares descontentos con sus jefes. Pero son los sectores medios los que han emprendido un movimiento de cambio político para tratar de asegurar, sobre todo, su estatus y sus expectativas.
La espectacularidad de los registros en el medio oriente, es posible por el papel de los medios, pero fundamentalmente por la visibilidad y el papel que juegan los segmentos medios de esas sociedades en los proceso de rebelión y cambio. El activismo de las clases medias (en particular de los jóvenes) y otros sectores ha configurado un clima de rebeldía que muy probablemente terminará con linchamientos morales o físicos a los representantes del viejo orden, y con cambios en los regímenes políticos de la región. Sin embargo, nada asegura desenlaces felices (o fatales) para las aspiraciones de los que hoy promueven los cambios. De cualquier modo, el efecto hipnótico de los acontecimientos muestra, una vez más, el cambiante papel de las clases medias en el orden político y social contemporáneo.