Thursday, March 29, 2012

Sostiene Tabucchi


Estación de paso
Sostiene Tabucchi
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. De G., 29 de marzo, 2012.

Como es de dominio público, el domingo pasado falleció en Lisboa el escritor italiano Antonio Tabucchi, a la edad de 68 años. Autor de novelas y relatos como Piazza de Italia, Sostiene Pereira, La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, o Nocturno Hindú, Tabucchi fue un escritor comprometido con su oficio y con su tiempo, un novelista excepcional, devoto de la literatura portuguesa y, en especial, de la obra de Fernando Pessoa.
Su escritura es frugal, contenida, envolvente. El tono pausado de sus narraciones está poblado de frases y oraciones profundas, penetrantes, reflexiones donde sus personajes marcan con palabras de “honduras sepultadas” imágenes, incertidumbres, muchas preguntas, algunas explicaciones, lamentos cotidianos y desencantos largos. Hombre de izquierdas, Tabucchi criticó duramente los años del berlusconismo, ese movimiento político y mediático dominado por la figura del exprimer ministro y empresario Silvio Berlusconi, que desde su punto de vista había erosionado las bases mismas de la democracia italiana, y mostraba la degradación política y cultural de la clase política de su país, pero también del empresariado y buena parte de las clases medias ilustradas italianas.
Admirador de la poesía, se declaraba incapaz de practicarla. Pero la seducción de la lengua portuguesa bajo la obra de Pessoa le marcó desde muy joven. Pasaba largas temporadas viviendo en Lisboa, admirando la inmensidad del río Tejo, deambulando entre las calles medievales que también caminó, amó y sufrió Pessoa. Su asombro por la belleza de la ciudad, y por el hipnotismo potente de la poesía y la narrativa del autor del Libro del Desasosiego, marcaron buena parte de su propia escritura. Ello no obstante, también fue capaz de crear un estilo y una prosa propia, se sonoridades italianas y portuguesas, que le significó un lugar destacado en la mesa de los grandes escritores de la segunda mitad de siglo XX en Europa.
Para muchos de sus lectores en México y en América Latina, los libros de Tabucchi significan el descubrimiento de otra forma de narrar el mundo, una forma donde la belleza de las palabras va unida a la imaginación y al compromiso de la lectura como actividad vital. Pero, además, leer a Tabucchi era también cierto acto de fe para intentar poner orden en el caos de los años ochenta y noventa del siglo padado, una bocanada de aire fresco para entender la vida pública y política. Sostiene Pereira, sospecho, significó leer una novela que nos permitía enteder mejor los claroscuros de la política en un contexto opresivo –la larga dictadura de Salazar en el Portugal de los años treinta- pero también era una ventana a las tensiones siempre ocultas entre el voluntarismo político, la academia universitaria, las prácticas periodísticas, el compromiso por la democracia o la justicia, y los inexplicables hábitos del corazón que dominan las vidas de los individuos y sus relaciones.
De esos y otros temas está hecha la escritura de Tabucchi. Enumero en frases sueltas algunos de ellos:
De vivir y beber: “Sabe, a veces, cuando se ha bebido un poco, la realidad se simplifica, se saltan los vacíos entre las cosas, todo parece encajar y uno dice: ya está,. Como en los sueños.” (“Enigma”, en Pequeños equívocos sin importancia, 1998).
De sueños y dioses: “El dios de la Añoranza y la nostalgia es un niño con cara de viejo…”
“El dios del Odio s un pequeño perro amarillo de aspecto macilento..Luego está el dios de la locura y el de la Piedad, el dios de la Magnaminidad y el del Egoísmo.”
“El dios del Amor, es una imagen … que no es un ídolo ni nada visible, sino un sonido, el puro sonido del agua marina (…) el sonido se reproduce en un eco infinito que embelesa a quien lo oye y produce una especie de ebriedad o de enajenación (“Hesperides. Sueño en forma de carta”, incluído en Dama de Porto Prim, de 1984)
Los misterios del corazón: “Es difícil tener convicciones precisas cuando se habla de las razones del corazón, sostiene Pereira.” (1995)
De la soledad: “… pensó que cuando se está verdaderamente solo es el momento de medirse con el yo hegemónico que quiere imponerse en la cohorte de las almas. Y aunque pensó en todo ello no se sintió tranquilo, sintió en cambio una gran nostalgia, no sabría decir de qué, pero era una gran nostalgia de una vida pasada y de una vida futura, sostiene Pereira.” (1995)
Del odio:” Y piensa en el odio. También el odio es algo difuso, no se deja aprisionar por las palabras, tiene múltiples formas de vivir, amtices, franjas, claroscuros imperceptibles, flujos, movimientos. (…) el odio tiene una concreción especial y extraña, cuando se convierte en definido y formulable ya había nacido en nosotros, preexistía en silencio agazapado en un pliegue de ánimo” (“Habitaciones”, en Pequeños equívocos…).

La errancia como supervivencia



Estación de paso
La errancia como supervivencia
Adrián Acosta Silva

Hace medio siglo, en la primavera de 1962, un joven tímido, que apenas pasaba de los veinte años, de aspecto descuidado y, para más señas, oriundo de Minnesota, lanzaba al mercado un disco titulado escuetamente “Bob Dylan”. El acetato incluía 13 canciones dominadas por una voz de sonoridad extraña, guitarras y armónica, 11 de las cuales eran versiones de temas de autores clásicos del folk y del blues como Woody Guthrie y Robert Johnson, y sólo 2 eran creación de un tal Robert Zimmerman.
El disco colocaba en escena por primera vez el trabajo de un bato que había recorrido cafés y cantinas de la costa este norteamericana buscando trabajo y algo de dinero ejecutando canciones propias y ajenas. Instalado en Nueva York, Dylan iniciaba un largo camino que le llevaría a la edad de 71 años y a la grabación de 36 discos como solista, más una cantidad similar de conciertos en vivo, grabaciones extraídas de sótanos, versiones de canciones inéditas, películas, homenajes, tributos.
Un torrente de inspiración y ansiedad inundaba la vida de un muchacho gobernado por sus impulsos e intuiciones. Imágenes, frases, palabras, nutridas de la poesía, de la biblia y el talmud, de los periódicos y de la radio, habitaban la cabeza de Dylan, quien se negaba a dormir porque tenía que escribir canciones. El secreto del metabolismo dylaniano comenzaba a revelarse: la obsesión vital de escribir como el centro de sus ocupaciones; la absoluta necesidad de plasmar en sonidos, palabras y oraciones sus impresiones, convicciones y creencias.
La fuerza de ese metabolismo acaso explica mejor su capacidad para cambiar de máscaras y ambientes de manera prodigiosa. Su vaguedad letrística, su eclecticismo sonoro, su capacidad para crear canciones en atmósferas imprecisas, marcaron una trayectoria de aguas profundas. Rebelde a las etiquetas y a los encasillamientos, escéptico frente a los halagos y las lisonjas, Dylan ha construido un personaje desligado de la persona; un músico que no se parece al individuo; un alias que puede ser cualquiera.
Un puñado de temas dominan la obra dylanesca: el poder, el conocimiento, la guerra, la soledad, los negocios, el amor, la salvación. Pero es quizá la figura del nómada, la experiencia de viajar y trasladarse continuamente de un lugar a otro, caminando, a bordo de automóviles, autobuses o trenes, el centro de la inspiración de Dylan. La experiencia del vagabundo eterno, del flàneur, como maldición: condenado eternamente a describir e interpretar lo que ve, a registrar con música y palabras el mundo y sus fantasmas, sus ángeles y demonios; el errante como representación de la sobrevivencia.
Luego de cinco décadas, Dylan significa el mito y la ruta, el crucero del camino y el grafiti lírico y sonoro, la señal y la ausencia. Muchos Dylans habitan todo este tiempo. Símbolo de los baby-boomers de la segunda posguerra, que dominó los cánticos de protesta y rebeldía de la primera mitad de los sesenta –desde The Freewheelin´ (1963) hasta Higway 61 Revisited (1965) y Blonde on Blonde (1966)-; el músico que abandonó un concierto folk en Nashville por los abucheos que una multitud furiosa exclamaba ante la irrupción de la guitarra eléctrica en las manos de un infiel, en pleno proceso de transformación hacia el sonido del rock. El Dylan de los primeros setenta es un compositor que se sumerge en las penumbras del desencanto y la melancolía -Blood in the tracks (1974)-, hasta el que al cierre de la misma década encuentra en el cristianismo una fuente de inspiración tan legítima como cualquiera –representadas por Slow Train Coming (1979) o Saved (1980)-, para luego recorrer los ochenta y noventa con el regreso al espíritu agnóstico de Infidels ((1983) y al sonido duro del rock con Under the Red Sky (1990). Eso preparó el camino para cerrar el siglo XX y comenzar el XXI, reposando en las aguas tranquilas del blues y del rock, con la cuatrilogía maestra de Time Out of Mind (1997), Love and Theft (2001), Modern Times (2006) y Togheter Through Life (2009).
A punto de cumplir 71 de edad, Dylan ha acumulado reconocimientos y premios internacionales y locales, desde Doctorados Honoris Causa por parte de prestigiosas universidades estadounidenses hasta el Premio Príncipe de Asturias en el 2007, o el Pulitzer, en 2008. Sin embargo, también ha recibido el reconocimiento de sus colegas, como el homenaje que en 1992 le rindieron por el 30 aniversario de su carrera, o el que le han hecho recientemente con la publicación del disco Chimes of Freedom, que coincide con el aniversario de Amnistía Internacional, y donde ochenta cantantes y grupos interpretan alguna de las canciones producidas por Dylan en el último medio siglo.
¿Qué se puede agregar a una trayectoria de errancias como principio y fin? ¿Cómo descifrar la relación entre nomadismo y supervivencia? ¿Qué podría decir el propio Dylan de su trayectoria, de sus canciones y de sus siete décadas de vida?. Sospecho que su mejor respuesta sería la contenida en una frase de My Back Pages, al recordar los primeros, hoy lejanos años sesenta del siglo pasado: “Ah, pero entonces era mucho más viejo/Soy más joven ahora”.


Thursday, March 15, 2012

Cosecha 1972




Estación de paso
Cosecha 1972
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 15 de marzo, 2012.

Como lo acaba de recordar la prestigiada revista británica de música Uncut en su número de marzo, hace exactamente 40 años Neil Young, el cantante y compositor canadiense de folk-rock, lanzaba al mercado Harvest, su cuarto disco de larga duración como solista. Ya antes había saltado a la fama con su integración a grupos como Buffalo Springfield, y luego al cuarteto de Crosby, Stills, Nash & Young, la agrupación que se había iniciado con el country y las canciones folck, para abrazar luego al rock y al blues introducido por Young y su deslumbrante eclecticismo sonoro. 1972, sin embargo, era un año difícil. Las movilizaciones de la guerra contra Vietnam, el auge, la caída y la descomposición de la alucinante pero efímera Nación de Woodstock, el declive del movimiento hippie y de la era del amor y la paz, habían cedido el paso en muy poco tiempo a la desmoralización, al pesimismo y la desolación en varios frentes del potente ciclo de movilizaciones contra la guerra y por las libertades que había caracterizado el cierre de los años sesenta en los Estados Unidos y en otras partes del mundo. La muerte en fila de Janis Joplin, de Jimi Hendrix y de Jim Morrison, habían marcado el fin de una era, la idea de que “el sueño había terminado”, como escribió por esos años John Lennon.
En ese clima decadente, Neil Young compuso las 10 canciones que incluiría en Harvest. Acompañado por la banda de los Stray Gators (formada por iniciativa del propio músico canadiense) y por las voces en los coros de James Taylor y Linda Ronstadt, Young, a sus entonces 27 años de edad, produciría una obra que 40 años después es considerada como uno de los discos más influyentes en la historia del rock.
“Heart of Gold” se convirtió en la canción más conocida del disco, y la que hizo de Harvest el disco más famoso y vendido de la carrera del rockero de Toronto. “Esa canción me colocó en el centro del camino”, diría años después el propio Young respecto a “Corazón de oro”, mientras que Bob Dylan declaraba en alguna entrevista por esos años que a él le hubiera gustado ser el autor de esa canción. Pero el éxito masivo de esa rola, con su lírica folck de armónica y guitarra y su contenido naif, no ocultaba el hecho de que Harvest fuese un disco profundo, obscuro, inquietante, en donde las letras de las canciones y la guitarra lúgubre de Young proporcionaban estampas grisáceas sobre las drogas, la muerte, los reclamos de una generación a sus mayores, la crítica al racismo sureño de los Estados Unidos, los llamados a cambiar el país.
Como se sabe, “The Neddle and The Damage Done” (La aguja y el daño hecho), fue escrita por Young en homenaje a la trágica muerte de su amigo Danny Whitten, el exbajista de su banda Crazy Horse, por una sobredosis de heroína. “Alabama” es un reclamo al racismo, mientras que “Words (Between the Lines of Age)” y “Old Man” son canciones donde la vejez y la figura del padre aparecen en el centro. El piano tocado por Jack Nitzsche, un fondo de orquesta sinfónica en “A Man Needs a Maid”, los coros de Taylor y Ronstandt en “Heart of Gold”, la guitarra y la voz triste de Young como el eje de todo el disco, arrojan como resultado una obra ecléctica, deslumbrante, potente.
Neil Young recorrería desde Harvest un largo camino de cuatro décadas y 35 discos, que se alarga hasta la producción de Le Noise (“El ruido”, en francés), su álbum más reciente (2010). Pero el disco que este año cumple 40 años es, quizá, el mejor de toda su carrera. “¿Llegaré a cosechar algo?” se preguntaba Young en alguna parte de la canción que da título al disco, y ahora, a sus 67 años, seguramente tendrá algunas respuestas al respecto. Fiel a sus experimentos sonoros, pero también a su activismo político, a su pacifismo, su rebeldía contra el consumismo y contra la tiranía de los medios y del mercado, Young ha sido etiquetado como “el último hippie”, la “conciencia moral del rock”, el sobreviviente de una época de excesos y sueños destruidos. Sin embargo, las etiquetas le tienen sin cuidado, y bien visto, no importan. En cualquier caso, Young es un compositor y cantante comprometido con su oficio, un músico de rock que se niega a conformarse con lo que hay, y que sigue ofreciendo conciertos y luchando por causas que valgan la pena. Eso, más que las etiquetas y los clichés, son los que ayudan a comprender la obra de un músico que hace 40 años lanzó una obra que cambió a muchos, que abrió nuevas rutas sonoras, y que confirmó la vitalidad del rock en un período de oscuridad e incertidumbre.


Thursday, March 01, 2012

Figuras y desfiguros


Estación de paso
Figuras y desfiguros
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 1 de marzo, 2012.

“Decencia: Brinda prestigio, impresiona la imaginación de las masas. “¡Hay que tener decencia! ¡Hay que tenerla!”
Gustave Flaubert, Dicccionario de lugares comunes.

En la película Torero por un día (Gilberto Martínez Solares, 1963), que trata sobre las desventuras de un torero que en realidad es un payaso de rodeo, su protagonista, Eulalio González, Piporro, en su papel de “El mil faenas”, reflexiona, casi al final: “Hay unos que nacen para ser figuras, y otros que nacen para hacer desfiguros”. La película, la frase y la historia, guardadas todas las proporciones, son conclusión y reconocimiento de los riesgos de las imposturas.
Veamos, por ejemplo, lo que ocurre en la actual coyuntura electoral, donde el clima político de la época es favorable para los desfiguros, los arranques de humor involuntario y las ocurrencias que suelen exhibir sin pudor y sin piedad los actores políticos de la temporada. Dado el hecho de que la política real siempre se juega en el corto plazo, cierto sentido de urgencia, de ansiedad, gobierna los cálculos, las acciones y el discurso de los jugadores profesionales y amateurs del espectáculo político sexenal. A lo largo de los procesos de conformación de los candidatos a ocupar puestos de representación popular se observan las dificultades que muchos y muchas tienen para encarar decorosamente los resultados de sus apuestas, la negociación de sus intereses, la legitimidad de sus aspiraciones.
El discurso vago pero ampuloso de quienes buscan un lugar en las listas de los partidos políticos refuerza un patrón conocido: la autopromoción de los interesados como ejemplos de coherencia, de honestidad y de férreas convicciones personales. La personalización de la política es una costumbre que habita desde hace tiempo la disputa electoral, donde hombres y mujeres practican malabares discursos y mediáticos para presentar con sus decisiones como producto de profundas meditaciones, como ejercicios rigurosos de balance espiritual y político, para tratar de favorecer las causas más nobles de la justicia social, para exhibir su compromiso con los intereses de las mayorías, o simplemente para que las cosas mejoren para todos.
Veamos dos casos recientes. Uno es el caso de un actual diputado federal del PRI que, al no verse “favorecido” por su propio partido para alcanzar la candidatura a la alcaldía de Guadalajara, anuncia en rueda de prensa su intención de apoyar al candidato de otro partido.
“Yo vengo con mis principios, mis valores, mis convicciones, mi sentido de la vergüenza, para hacer política de los más y no de los menos”. Salvador Caro, Diputado Federal del PRI, al anunciar su apoyo a Enrique Alfaro (Milenio-Jalisco, 22/02/2012)
Días antes, el exgobernador panista Alberto Cárdenas, candidato de su partido a la alcaldía de Guadalajara, dijo: “Estamos seguros de que los líderes de este siglo XXI, de esa democracia, vinieron, necesitan de que sus líderes salgan de procesos democráticos, porque el día de mañana, a la hora de tomar decisiones, es en donde ya vamos hechos para eso y no para golpear ciudadanos” (Milenio-Jalisco, 20/02/2012).
Aunque sea difícil, olvidémonos por el momento de la sintaxis destrozada y la retórica ingobernable que representan las palabras de los personajes citados. Ambas posiciones, el sentido de las palabras y el contexto en el cual se pronuncian, iluminan de manera inmejorable el signo de los tiempos. Se trata de (auto) justificar posiciones, actitudes y cálculos para ganar un puesto, contender por alguna posición, para negociar algún apoyo. ¿Programas, proyectos políticos, ideas más o menos celebrables, conflictos que pueden gestionar? En un contexto donde el oportunismo, la ambición y la vaguedad son las monedas de uso común, las palabras no importan demasiado.
La arraigada costumbre de cambiar de barco y de partidos, de practicar la vieja religión del yoísmo (basada en el uso intensivo del “yo-yo-yo”), forman parte de la personalización de la política, es decir, esa forma de concebir y practicar a la política no como un asunto de instituciones sino como un hábito personal, donde la voluntad y la congruencia, y la honestidad moral y la vergüenza, la decencia, las convicciones democráticas o los compromisos personales, son las prendas promocionales que ofrecen los interesados en representar a los ciudadanos.
Esa personalización, inevitable e infatigable por lo que se ve, forma parte de la des-institucionalización, o la frágil institucionalización, de la democracia representativa a la mexicana, lo que eso signifique. Visto de esta manera, buena parte de la clase política mexicana de hoy retrata bien en las palabras de aquel personaje del “Mil faenas”, que contemplaba desde el ruedo las figuras y los desfiguros de la vida pública.