Thursday, March 17, 2016

Realidad jurídica y orden práctico

Estación de paso
Realidad jurídica y orden práctico en educación superior
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 17 de marzo, 2016.)

La legalidad nos mata. Ningún gobierno es posible con ella.
Gustave Flaubert, Diccionario de lugares comunes

Una de las preocupaciones que alimentan con regularidad las ansiedades de algunos funcionarios, políticos y académicos relacionados con la educación superior, es la distancia real o simbólica que existe entre la normatividad jurídica que regula el comportamiento de las instituciones de educación terciaria, y las prácticas cotidianas que se desarrollan rutinariamente en esos mismos espacios. Se trata de una obsesión muy mexicana por tratar de acoplar la ley y el orden, la aspiración por hacer que la realidad jurídica gobierne efectivamente la realidad práctica en este sector, con la intención de someter los usos y costumbres institucionales a los derechos y obligaciones definidos por las leyes. Desde cierta perspectiva, es la versión digamos “sectorial” de las viejas relaciones entre el imperio de la ley y el orden práctico que ocurre todos los días en diversos establecimientos y territorios de la república universitaria.
Esa preocupación ha llevado a que, desde hace tiempo, y con variable intensidad derivada de las coyunturas políticas, o como producto de la gestión deliberada de las partes interesadas, el tema de la legislación se convierta en un foco de atención para no pocos actores y espectadores de los “pequeños mundos” de la educación superior. Es una preocupación legítima, acumulada incluso, luego de que, desde la formulación de la “Ley para la Coordinación de la Educación Superior” , hace 38 años (fue promulgada en 1978, durante el sexenio de José López Portillo), la legislación sobre este sector ha permanecido prácticamente inalterada, mientras que un accidentado, confuso y complicado proceso de expansión, diferenciación, competencia y sub y sobre-regulación derivada de diversos programas públicos (básicamente federales) han influido de manera significativa en el comportamiento institucional de la educación superior en el país.
El tema ha vuelto a colación con la realización de seis “mesas de debate” organizadas por la ANUIES, el Senado de la República y la SEP, los días 2 y 9 de marzo pasado en el hermoso patio de la antigua sede del Senado, en el callejón de Xicoténcatl, en el centro histórico de la hoy flamante CDMX. En esos foros, fue posible advertir la coincidencia en torno a la revisión de la legislación en ese campo específico de la acción pública. Como suele ocurrir en este tipo de eventos, la diversidad de los convocados se expresó también en la diversidad de los puntos de vista y de las preocupaciones enunciadas en las diferentes mesas. Desde el balance sobre la inoperancia de la ley hasta los temas del financiamiento público, pasando por asuntos como la equidad, la calidad o la pertinencia de la educación superior, el caso del sector privado, o la globalización e internacionalización de la educación superior, se constituyeron como parte de la agenda de discusión sobre la normatividad jurídica en esos temas.
Las aguas profundas del debate tienen que ver con conceptos pero también con hechos o, para decirlo con cierto lenguaje clásico, con la relación entre ideas, pasiones e intereses. El problema mayor es cómo traducir estos elementos en lenguaje técnico-jurídico, lo que supone la dificultad de imprimir claridad conceptual a términos como calidad, pertinencia o internacionalización, una tarea que es de suyo polémica, y para algunos, imposible, dadas las distintas experiencias y aproximaciones a los conceptos. Así, mientras que calidad puede ser codificada en términos de un ISO o bajo resultados asociados a misiones y visones de cada institución, para otros es un término imposible de definir. La experiencia mexicana, si uno atiende lo que ha ocurrido con la mencionada Ley para la coordinación…, es que la legislación sólo puede contener una retahíla de buenas intenciones, incubadas lentamente en el imaginario de los legisladores y sus asesores.
Justamente por ello, por el reconocimiento de que la realidad jurídica coexiste con un orden práctico confuso pero efectivo, la revisión y probable reforma de la legislación educativa superior requiere por lo menos de tres elementos clave: capacidad política, trabajo conceptual, e ingeniería jurídica. Es decir, capacidad de gestión y concertación política de los diversos intereses en juego, una definición clara de los conceptos clave para hacer inteligibles y operables las reglas jurídicas, y un buen diseño legislativo que imprima claridad y certeza a la nueva normatividad en el campo. Las tensiones y contradicciones entre las posiciones intervencionistas, liberales y contractualistas sobre la educación superior abundan en este campo. Pero a esos elementos habría que añadir un par de lecciones extraídas de la práctica y de la filosofía política clásica. Por un lado, que la ley –toda ley- no es más que la resolución jurídica de problemas políticos (Sartori); por el otro, que ninguna ley contiene propiedades mágicas para exorcizar o resolver los problemas públicos (Locke).
Quizá por ello, las universidades imaginarias de las élites políticas, del funcionariado y de los políticos profesionales contrastan con las universidades reales que todos los días funcionan bajo las reglas de un orden práctico que incluye costumbres, rutinización de los comportamientos, y múltiples racionalidades instrumentales, burocráticas y académicas. Es decir, las universidades reales no se comportan como la expresión empírica de las leyes y reglamentos que existen en la materia pues son espacios donde el lenguaje de la acción se sobrepone siempre al lenguaje de la ley. Y nada garantiza que una nueva legislación pueda cambiar esa realidad incómoda pero efectiva. Pero al mismo tiempo, parece necesaria una legislación “realista”, que reconozca la diversidad de un sistema que son muchos (federal, estatal, universitario, no universitario, tecnológico, normalista, público y privado), y que se haga cargo de los efectos deliberados, perversos y no deseados de las políticas (y no-políticas) públicas que se han instrumentado en el sector desde hace más de un cuarto de siglo. Conciliar esas realidades y necesidades constituye un interesante desafío intelectual, político y jurídico para cualquier propuesta de reforma.

Thursday, March 03, 2016

Gobiernos estatales y universidades públicas

Estación de paso
La música de las tensiones: gobiernos estatales y universidades públicas
Adrián Acosta Silva
(Publicado en Campus-Milenio, 03/03/2016)
En las últimas semanas han sido registradas oportunamente en las páginas de Campus varias señales de política y conflicto en diversas universidades públicas ubicadas en distintos territorios y contextos estatales. Son postales coloreadas por las características irrepetibles de los entornos locales y sus actores, pero que tienen su origen y sentido en el marco de las historias institucionales y las coyunturas políticas de cada caso. Así, problemas político-financieros (como es el caso de la Universidad Veracruzana), jurídicos y de fiscalización (como es el caso de la UA del Estado de México), de apoyos insuficientes de los ejecutivos estatales a las universidades locales (como es el caso de la UA de Querétaro ), de la combinación de reclamos presupuestales con exigencias políticas a los gobiernos estatales (como el caso de la UA del Estado de Morelos), o de índole sindical y laboral (como es el caso de la UABJ de Oaxaca), ofrecen un panorama bastante complicado de un conjunto de comportamientos institucionales basados en diversos tipos de crisis en las relaciones políticas y de políticas públicas que ocurren entre los ejecutivos estatales y las autoridades universitarias.
No es posible reducir esos conflictos a una lógica común, ni someterlos a un juicio único de causas y efectos. Cada caso tiene sus peculiaridades, sus antecedentes, sus entornos y sus pleitos nuevos y viejos, con actores igualmente permanentes, emergentes o de ocasión. La independencia de los eventos y la diversidad es la característica de esos episodios de poder y política estatal. Sin embargo, tal vez puede arriesgarse una hipótesis interpretativa de orden general. Se trata de episodios derivados de la creciente tensión entre la lógica política que anima la acción y los intereses de los actores formales y fácticos locales y los titulares de los ejecutivos estatales, y la lógica autonómica que gobierna las prácticas y el sentido mismo de la vida cotidiana de las universidades públicas en cada entidad federativa. En otras palabras, son pleitos que deben analizarse con la música de las tensiones que acompaña la historia y el presente de las relaciones gobierno-universidad.
Esas tensiones no son por supuesto ni nuevas ni recientes, ni se pueden disipar por arte de magia jurídica o ética. Tienen que ver por lo menos con tres factores político-institucionales de carácter, digamos, “estructural”. El primero está relacionado con el proceso de descentralización/federalización de la educación superior en el país, que se desplegó desde los años noventa y que significó, entre otras cosas, los procesos de alternancia política a nivel sub-nacional y la pluralización y fragmentación imparable de los intereses político-partidistas en cada estado. El segundo factor tiene que ver con el fortalecimiento de los ejecutivos y legislativos estatales como actores políticos relevantes en la hechura o en la gestión de las decisiones financieras y administrativas de apoyo, vigilancia, auditoría o fiscalización a los recursos de las universidades públicas locales. El tercer factor tiene que ver con las exigencias crecientes de transparencia, de aseguramiento de la calidad, de acreditación y productividad institucional de las universidades públicas, asociados a las políticas federales de evaluación y de financiamiento diferencial y condicionado a las universidades públicas.
Estos tres factores “estructurales” han desatado en el pasado reciente y en el presente conflictos de diferente intensidad y magnitud. Dependiendo del tipo de relaciones establecidas entre los gobernadores y los rectores de cada estado, y de los grupos o coaliciones políticas que cada de uno de ellos representa, pueden diferenciarse ciclos más o menos largos de estabilidad y cooperación, con coyunturas más o menos breves caracterizadas por pleitos, crisis y conflictos. No es un asunto de animadversiones personales o de falta de oficio o voluntad política de los actores, sino de temas donde gravitan el chantaje y el cálculo político, reclamos legítimos de las autoridades universitarias, prácticas de corrupción en el manejo de los recursos públicos, confusión de medios y fines, interpretaciones distintas sobre los límites de la autonomía universitaria, o del papel que juegan los ejecutivos estatales en la coordinación y conducción de las responsabilidades públicas de las universidades locales.
En cualquier caso, las lecciones del pasado y el presente de las relaciones entre el gobierno federal, los gobiernos estatales y las universidades públicas locales arrojan con alguna claridad un saldo duro: la necesidad del establecimiento de nuevos arreglos institucionales entre la federación, los gobiernos estatales y las universidades públicas, que garanticen el equilibrio entre la autonomía universitaria, la supervisión estatal, y la rendición de cuentas a la sociedad. Los viejos arreglos, los surgidos en el entorno de las políticas y prácticas neo-intervencionistas del gobierno federal y los estatales en la educación superior desde los años noventa, se basaron en un principio inconfesable: la desconfianza gubernamental hacia la organización, el funcionamiento y el desempeño de las universidades públicas. Un nuevo arreglo supone partir de un principio político diferente: el de la confianza en que las universidades autónomas pueden garantizar un buen desempeño institucional con resultados sociales crecientes. Ese nuevo marco requiere de precisar el alcance de los compromisos y los límites de las responsabilidades de los gobiernos federal y estatal en el apoyo a las universidades, y el tipo de respuestas institucionales universitarias para garantizar la autonomía académica, política y organizativa de las universidades públicas, y el compromiso social de su desempeño institucional. Ello no es solamente un asunto de una nueva legislación, de vagos exhortos morales, o de la invención de nuevos dispositivos burocráticos que fortalezcan o estimulen la construcción de nuevos arreglos institucionales. Es también, y acaso esencialmente, un proceso de construcción de nuevos entendimientos políticos, de aprendizajes políticos entre los actores para establecer relaciones cooperativas y productivas, no de tensión y crisis en el desarrollo de las universidades públicas. Se trata de asegurar la gobernabilidad política y la gobernanza sistémica del sector educativo universitario en las escalas estaduales. Después de todo, ese es el desafío estratégico que revelan las escenas de conflicto y política que hemos visto durante las últimas semanas en diversos contextos universitarios.