Thursday, March 14, 2013

Cultura futbolera: la fe y la acción




Estación de paso

Cultura futbolera: la fe y la acción

Adrián Acosta Silva

Señales de humo, Radio U. de G., 14 de marzo, 2013.

La geografía de las ciudades mexicanas está hecha de calles, avenidas, edificios públicos, casas, iglesias, cementerios… y canchas de futbol. Es curioso como cualquier Guía Roji o la revisión de Google Maps ofrezcan información de rutas y lugares públicos, pero no de la ubicación de las canchas de futbol que existen por todas las ciudades. Y sin embargo, cuando se observa la movilización silenciosa que ocurre rigurosamente todos los fines de semana en las grandes ciudades del país, se notará de inmediato como aparecen canchas por (casi) cualquier zona urbana, canchas que forman parte de sus mapas “vivos”, que revelan zonas extensas de esas “ciudades invisibles” a las que hacía referencia Italo Calvino, y que configuran parte importante de la geografía nacional.

Ese hecho indica, por supuesto, que una de las prácticas sociales más extendidas y arraigadas en México (y acaso por ello menos apreciadas) tenga que ver con el futbol. Se juega entre semana y los fines de semana, se organizan equipos y torneos con diversos grados de formalidad, se practica en la calle, en las escuelas, o en campos polvorientos o empastados, con árbitros que cada sábado o domingo se desplazan por toda la ciudad para pitar los partidos. Hay también las porras correspondientes, formadas por familiares y amigos de los jugadores, que con alguna frecuencia organizan al final de los partidos pequeñas convivencias para festejar, más que el triunfo o la derrota de sus equipos, el simple hecho de reunirse. Hay también pleitos y broncas, gobernadas por pasiones y arrebatos de ocasión, y, a veces, sangre, sudor y lágrimas en el transcurso de esos partidos, con consecuencias desagradables (o agradables, según sea el caso) para los participantes.

Esas prácticas confirman un hecho duro: el futbol es una acción colectiva, popular, organizada y repetida sistemáticamente en muchas zonas de la vida social. Es una acción que no responde a una planificación sofisticada, ni expresa relación alguna con la gran negocio futbolero en que se ha convertido la máquina del futbol profesional, pero que vive a la sombra de los ídolos, símbolos y lenguajes que produce esa industria. Niños, jóvenes y adultos invierten su tiempo y dinero cada semana para salir a jugar torneos bien organizados, para enfrentar partidos amistosos, o simplemente para pasar un rato con los amigos, vecinos o compañeros. En otras palabras, el futbol configura una parte significativa de la cultura de la sociedad mexicana, la dimensión simbólica, material y práctica de una parte del orden social contemporáneo.

Esa acción, hay que subrayarlo, es una acción colectiva y organizada, no espontánea ni natural. Es decir, es una acción de muchos individuos, que responde a alguna reglas básicas compartidas y conocidas por todos. Visto desde esta perspectiva, el futbol es una actividad altamente institucionalizada en nuestra sociedad, más allá del grado de formalidad que pueda atribuirse a su organización y prácticas cotidianas. Revela un patrón de comportamiento colectivo que resulta interesante por sus rituales, por sus símbolos, por sus desenlaces y resultados. Como otras prácticas sociales –beber los fines de semana con los amigos, bailar, ir al cine o a un concierto, asistir a fiestas-, la práctica del futbol revela la capacidad de la sociedad para organizar el ocio y las actividades lúdicas como parte de las rutinas de la vida diaria.

No resulta obvio el profundo enraizamiento de esta práctica en la vida social. Su enorme popularidad y ubicuidad ha vuelto “invisible” esa gigantesca acción colectiva, que ocurre al margen o a pesar de las crisis económicas, de los conflictos políticos, de la violencia o de la inseguridad pública. Que cada domingo miles o quizá millones de niños y jóvenes de muchas ciudades y de muchas clases y estratos sociales decidan trasladarse hacia canchas urbanas o suburbanas para jugar una o dos horas de futbol, expresa la fuerza de la costumbre y de los hábitos futboleros. Si a eso se agregan los entrenamientos entre semana, la compra de uniformes, zapatos y balones, la organización de torneos y ligas, la preparación de árbitros y entrenadores, el mantenimiento de las canchas, es posible asomarse a la mezcla de complejidad y sencillez del futbol masivo, naturalmente amateur, que se practica todos los días en la sociedad mexicana.

¿Qué causa esa movilización rutinaria y masiva? No tengo la menor idea. Pero es posible que la ilusión, la fe y las fantasías sean parte de las emociones que gobiernan la acción. Los niños, en particular, expresan esas motivaciones cuando juegan futbol, digamos, un domingo temprano por la mañana, y salen a jugar a alguna cancha lejana de sus hogares. Mientras se ponen sus zapatos y uniformes para saltar a la cancha, el mundo desaparece para concentrarse en un juego tribal de 11 contra 11. Ahí, en esos momentos, el potente combustible de la imaginación juega su papel para organizar una práctica lúdica que tiene que ver con las funciones explícitas del juego: ganar, empatar o perder. Pero también aparecen implícitamente los valores profundos en juego: cohesionar, interactuar, respetar, celebrar, competir, solidarizarse, dominar los impulsos, cooperar con los compañeros. En ello el motor de la cultura futbolera se asemeja a un viejo aforismo de Bernardo Soares: “La fe es el instinto de la acción”. Tal vez, con un poco de suerte e imaginación, Pessoa, el poeta, lo escribió mientras veía jugar un partido de futbol llanero en alguna cancha solitaria de Lisboa.