Thursday, November 28, 2019

El contexto

Estación de paso
El contexto: concatenaciones mafiosas
Adrián Acosta Silva
(Campus-Milenio, 28/11/2019)
http://www.campusmilenio.mx/828/828adrianacosta.html

Creo que estará lo más protegido y seguro posible en la medida en que se sienta no protegido, no seguro
Leonardo Sciascia, El Contexto

La feliz celebración de un nuevo aniversario de Campus ocurre en un entorno particularmente difícil. No es la primera vez, por supuesto, que las universidades atraviesan tiempos duros, pero los nuevos tiempos están poblados de señales significativas y preocupantes. Las relaciones con el oficialismo político son complicadas y se traducen en incertidumbre presupuestaria, desconfianza política, y profundas reservas gubernamentales sobre las capacidades científicas, culturales y sociales de las universidades públicas. Descuidos reales y abandonos imaginarios se entremezclan en los relatos y hechos que los representantes del oficialismo educativo han construido sobre el tema universitario. Por su parte, en las propias universidades existe una mezcla de desconcierto y preocupación por interpretar correctamente las señales del contexto y actuar en consecuencia.
En todo los casos, el contexto en sí mismo es una fuerza que influye sobre la naturaleza de las relaciones entre el Estado y las universidades, es decir, entre el poder gubernamental y el poder universitario. Son relaciones que siempre tienen que ver con las conexiones entre un poder real, fáctico, y uno imaginario, simbólico, que articulan los intereses de los actores de la educación superior en diversas arenas de negociación o instrumentación de las decisiones públicas.
Por ello, cualquier esfuerzo de comprensión sobre lo que ocurre con las universidades públicas pasa inevitablemente por considerar el contexto que condiciona, determina o influye en las trayectorias de las políticas de educación superior y en los comportamientos institucionales universitarios. Ese contexto implica un esfuerzo por identificar las fuerzas, intereses y actores que intervienen en la configuración de los vínculos entre las universidades y sus entornos.
Para explorar esa perspectiva, se pueden proponer tres grandes dimensiones contextuales del momento actual de las universidades: la política, la económica y la cultural. Se trata de tres conjuntos de factores que configuran la peculiar complejidad coyuntural de la educación superior mexicana. Su hechura se remonta al pasado reciente de las relaciones entre el Estado y las universidades, pero su fuerza (entendida como una difusa colección de restricciones, incertidumbres y condicionamientos) es particularmente visible en el ultimo año.
Con respecto de la primera, el núcleo comprensivo mayor es el ascenso del neo-populismo como la expresión más potente de la crisis de representación política que caracteriza los cuestionamientos a las democracias. Esta crisis es una mezcla de efectos directos y daños colaterales sobre el papel y las funciones de la universidad en la vida social y pública. El lopezobradorismo es la expresión local de un fenómeno que recorre la espina dorsal de las democracias representativas contemporáneas. En democracias emergentes como la mexicana, el neopopulismo es la expresión política de la crisis de los partidos tradicionales (PAN, PRI, PRD) como vehículos de legitimación y representación de los intereses de los ciudadanos.
Esa dimensión política del contexto es fundamental para entender los códigos del poder que concentra y ejerce la figura presidencial. El hipopresidencialismo que conocimos en los años de la alternancia política (2000, 2006, 2012), ha cedido el paso a un hiperpresidencialismo al cual la figura de la autonomía de las instituciones o los equilibrios entre los poderes republicanos, suelen ser sutituidos por los llamados al pueblo, las votaciones a mano alzada, las consultas a quemarropa, la discrecionalidad personal como brújula de las decisiones. Los enunciados de universalización de la educación superior a través del libre acceso a la misma, son los mascarones de proa de un proyecto que no ofrece un mapa de ruta consistente de los cómo, los cuándo y bajo qué condiciones se pretende llegar a las metas presidenciales.
En el ámbito económico, la confirmación de un ciclo largo de estancamiento explica las dificultades del financiamiento público a las universidades. Pero el otro problema es que las universidades públicas que no pertenecen al flamante “Sistema Benito Juárez García” tampoco figuran en la agenda gubernamental como prioridad política y presupuestaria. El “Fondo Nacional para la Educación Superior” que se incluyó como artículo transitorio en la reforma al artículo tercero constitucional, como mecanismo para apoyar el propósito de universalización de la educación superior, aún aguarda por decisiones financieras concretas, sostenidas y perdurables para los próximos años. En una economía que no crece, la distribución de los recursos es finita, insostenible e impredecible. Desde la última gran crisis del 2008, los recursos públicos hacia las universidades han fluido de manera escasa y errática por las mismas vías que se conocen desde los años del salinismo: programas extraordinarios asociados a fondos no acumulables, competitivos y diferenciados, distribuidos entre todas las universidades públicas (principalmente las estatales), y ligados al cumplimiento de metas específicas.
Finalmente, en la dimensión cultural el contexto está caracerizado por la crisis de legitimidad de la autonomía universitaria, en la cual las creencias políticas y las representaciones sociales universitarias se encuentran diluídas en un territorio cruzado por diversas perspectivas e intereses. Si se mira con cuidado, lo que tenemos en el último año es una tensión constante entre dos tipos de legitimidades en el campo universitario. De un lado, la legitimidad democrática de origen de un gobierno para intervenir directamente en la reforma de las relaciones entre el Estado y las universidades públicas. Del otro, la legitimidad social de las universidades para defender la autonomía institucional, intelectual, científica y académica de sus funciones.
Luego de un año de tensiones entre el nuevo gobierno y las viejas universidades, es posible advertir el peso aplastante del contexto en la compleja configuración de esos ensamblajes conflictivos. Neopopulismo, estancamiento económico prolongado, y disputa entre legitimidades de origen y significados distintos, forman parte de los rasgos principales del entorno mexicano que se ha formado a fuego intenso en los tiempos del obradorismo. Por sus efectos e implicaciones en las universidades, ese contexto aparece como un poder que “progresivamente degenera en la inexplicable forma de una concatenación que aproximadamente podemos llamar mafiosa”, como escribió Sciascia en su clásica novela sobre un crimen imaginario en un país que no existe.

Thursday, November 21, 2019

Democracias y autocracias

Estación de paso
Olas democráticas, resacas autocráticas
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 21/11/2019)
En política, las pasiones suelen dominar a las razones. Eso lo sabían muy bien Shakespeare o Hobbes, Maquiavelo o Voltaire, Albert Hirschman o Jorge Luis Borges. El hartazgo, la desilusión, el pesimismo, la ira incluso, suelen invadir ciertas franjas del ánimo público según sea la percepción de los ciudadanos. También, de cuando en cuando, el optimismo, la felicidad, las ilusiones y la satisfacción habitan el mismo espacio público. Lo más común es la cohabitación de ambos tipos de emociones sociales en la convivencia cotidiana. La vida pública siempre es siempre un territorio poblado por ciudadanos cuyas percepciones dependen de sus biografías individuales, historias sociales, intereses políticos o económicos, filias morales o fobias ideológicas.
Esas emociones gobiernan en buena medida los comportamientos y humores públicos y sociales. En Venezuela, Brasil, Bolivia o Chile, miles de ciudadanos expresan sus emociones en clave de movilización y protestas públicas. No son todos, tal vez ni siquiera son la mayoría, pero son muchos, muchísimos. Apelar a las causas estructurales del descontento y el malestar (neoliberalismo, pobreza, corrupción, desigualdad, inseguridad) es algo demasiado vago y nebuloso para comprender la causalidad de las movilizaciones sociales. El hecho es que las emociones traducen las acciones, configuran las creencias, motivan comportamientos, producen ilusiones. La música de la rebelión es una tonada de búsqueda febril de soluciones instantáneas, de aquí y ahora, que actúen directamente sobre las causas superficiales o profundas de los problemas públicos. El voluntarismo se convierte en símbolo, bandera y retórica. Por eso los populismos en política son tan exitosos: eso venden, eso prometen, y se encargan de cumplir a (casi) cualquier costo.
De las derechas tradicionales a los neo-cons, hemos aprendido que apelar a la moralidad para resolver problemas públicos es un fracaso. De las izquierdas revolucionarias a las del reformismo democrático hemos aprendido también que invocar un futuro luminoso para resolver los problemas del presente conduce en más de alguna ocasión al desastre. Hay por supuesto excepciones brillantes, producto de la heterodoxia práctica más que de la ortodoxia dogmática. En el gran libro de las transiciones, la experiencia de las coaliciones y pactos muestra resultados políticos civilizatorios, social y económicamente productivos. Luego de la segunda gran guerra del siglo XX, el New Deal norteamericano de Roosevelt, la socialdemocracia europea, o el desarrollismo latinoamericano, constituyen los mejores ejemplos de cómo la construcción de proyectos transformadores de gran envergadura son hechuras complejas, a menudo azarosas, donde la fortuna y la virtud de los actores son el resultado de acuerdos políticos básicos y prácticos, a la vez estratégicos y realistas.
En todos los casos, los intereses y las pasiones, las voluntades y los cálculos racionales, configuran el clima político que explica éxitos y fracasos de un pasado reciente y un presente profundamente insatisfactorio para muchos ciudadanos. En los tiempos que corren, se escucha hablar, una vez más, de las crisis de las democracias; en tono más dramático, se habla incluso del fin de las democracias. El ascenso de los populismos en diversos países se interpreta como una señal ominosa del futuro de las poliarquías, como les denominó Robert Dahl a las democracias realmente existentes. Ya no son las dictaduras, ni los totalitarismos, ni los autoritarismos clásicos los que amenazan a las democracias. Hoy se habla de las autocracias populistas, esos regímenes políticos que surgen de bases de legitimación democrática (movimientos o partidos que ganan elecciones bajo reglas aceptadas), que representan los intereses y las pasiones de conglomerados multi-clasistas, bajo un lenguaje que coloca al “pueblo” como el centro de sus apoyos, políticas y decisiones.
En el más reciente número de Configuraciones, la revista editada por la Fundación Pereyra y el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (48-49, enero-agosto de 2019), Anna Lühmann y Staffan I. Lindberg plantean justamente la tesis de que la ”autocratización” de los regímenes políticos está en la base explicativa de las nuevas crisis de las democracias. Ese fenómeno, sin embargo, no es nuevo. Lo que presenciamos desde hace años forma parte de la tercera ola autocrática de un fenómeno cíclico de las democracias que se remonta desde los inicios del siglo XX. La primera ola se sitúa entre 1928 y 1942, con los ascensos del nazismo alemán y el fascismo italiano en Europa; la segunda, entre 1960 y finales de los años setenta, con las dictaduras militares y los autoritarismos de América Latina y África; la tercera, emerge desde la segunda década del siglo XXI y se extiende hasta el presente, con el triunfo de los nuevos nacionalismos xenófobos, racistas y separatistas (Trump, Brexit), segregacionistas (Erdogan en Turquía), o los populismos de corte autoritario que se extienden en América Latina (Bolsonaro en Brasil, Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua)
Dicho de otro modo: a la tercera ola de las democracias de las que nos hablaba Samuel Huntington a finales del siglo XX, le corresponde una tercera resaca o contra-ola de autocracias en la región. Pero es una resaca sin utopías, una expresión distópica producida por el fracaso de la utopía neoliberal que acompañó las grandes reformas económicas y sociales de las últimas décadas. Hoy, cierta tonalidad crepuscular domina el clima político y social que se forma entre esos movimientos líquidos. Ese es, quizá, el color ocre que acompaña las nuevas protestas sociales y arrebatos autoritarios que se respiran en estos tiempos de rabia sin utopías.

Friday, November 01, 2019

Foros: legitimidad y escepticismo

Estación de paso

Foros: legitimidad y escepticismo

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 31/10/2019)

La realización de foros se ha convertido en una práctica más o menos habitual en ciertos circuitos del debate público mexicano. Pueden ser de consulta, de discusión, de reflexión, conversatorios más o menos libres sobre una gran cantidad de asuntos o sobre problemas específicos. Desde los años grises y ya lejanos del sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988), cuando se dictaminó desde el poder público la obligatoriedad de realizar “Foros de consulta popular” para imprimir cierto aire democrático al Plan Nacional de Desarrollo y los programas sectoriales correspondientes, la organización de foros sobre casi cualquier tema se convirtió en un recurso político y burocrático con el cual hemos aprendido a convivir desde hace décadas.

El origen de esos foros tiene cierto linaje académico. Desde antes de la obligatoriedad de la planeación de la acción pública, en la vida académica universitaria los seminarios o los coloquios ya eran (y son) habituales. La diferencia son los fines de uno y otro tipo de reuniones. Mientras que para la vida académica esos espacios pretenden ser un lugar de encuentro para discutir avances, hallazgos o problemas disciplinarios o temáticos sin la necesidad de llegar a conclusiones contundentes, útiles o pragmáticos para la vida académica, en el caso de los foros organizados o co-organizados por los gobiernos y algunas instituciones públicas no gubernamentales, el propósito es que sirvan para algo políticamente útil: para diseñar leyes, programas, para tomar decisiones de política pública, para comprometer los esfuerzos de los foristas en la construcción de algún programa, el diseño de alguna ley, la reforma de una institución, la instrumentación de una política.

La experiencia de los foros es ambigua. El carácter político de esas reuniones está dirigido en ocasiones a la legitimación de decisiones que previamente se han acordado por los convocantes, así sean preliminares, tentativas, hipotéticas. También pueden ser espacios para medir las fuerzas intelectuales y políticas del gobierno y sus opositores en torno a determinados asuntos generales o específicos, tratando de convencer, de persuadir y argumentar las bondades de una propuesta gubernamental. Otras veces –quizá las más- los foros son rituales de legitimación del poder político, en la cual protagonistas y espectadores conversan en el vacío, con la esperanza de que sus ideas y propuestas tengan influencia en la determinación de alguna acción pública que incorpore o potencialmente beneficie sus propios intereses.

En la educación superior ocurren desde luego este tipo de prácticas. A lo largo de los últimos siete sexenios –desde MMH hasta AMLO- los foros son herramientas multiusos, orientadas por fines diferentes y vagos. El gobierno federal o los estatales, las universidades públicas, la ANUIES, organizan de cuando en cuando foros, consultas, mesas de debate, jornadas de reflexión, que aspiran a convertirse en agendas orientadoras de la acción pública. A veces se alimentan de documentos y propuestas previamente elaboradas por expertos, se invita a quienes se considera son voces interesadas y autorizadas para dar forma y contenidos a las consultas, se convoca a representantes de instituciones y organizaciones que pueden eventualmente influir en la orientación de las propuestas.
Durante las campañas electorales del año pasado se realizaron varios ejercicios de ese tipo. Luego del triunfo del obradorismo, los encuentros han seguido su curso, reproduciendo puntualmente lo que en otros sexenios ha ocurrido: reuniones, encuentros, consultas dirigidas a legitimar lo que el nuevo oficialismo propone y sobre lo cual decide. Los rituales son básicamente los mismos: se convoca a expertos, académicos, funcionarios altos y medios, diputados, líderes de opinión, representantes conspicuos de tal o cual sector. Nunca es claro cómo se procesan y se definen las propuestas, cómo distinguir entre la consistencia de unas y las debilidades de otras. Lo importante no es la legitimación sino el ritual, el espectáculo. Ver reunidas a voces diversas para discutir propuestas viste de cierto aire de credibilidad a la voluntad de poder.

La agenda de las reuniones es condicionada o determinada por los asuntos que interesan principalmente al gobierno y, en ocasiones, a las comunidades. Leyes, financiamientos, distribución de los recursos, coexisten con temas como la autonomía institucional, la cobertura, la calidad o la equidad de la educación superior. Nunca es claro cuál es la función específica de los foros, cómo se reflejan sus eventuales resultados en las decisiones públicas. Ello no obstante, los foros son, de algún modo, ferias de ilusiones y racionalidades en las cuales ideas y propuestas más o menos elaboradas coexisten con ocurrencias y cálculos políticos; espacios donde los intereses de unos y otros cohabitan por algunas horas en búsqueda de algo parecido a la esperanza de que las cosas en la educación superior pueden ser mejores.

Quizá por ello, los foros forman parte de los rituales de legitimación que caracterizan al mismo régimen político. Las prácticas e imaginarios asociados a la idea de que los diálogos que ahí se producen fortalecen la acción pública son cuestionables. Una razón más para alimentar el escepticismo (o pesimismo) metodológico como parte de los usos y costumbres del paisaje universitario.