Thursday, May 28, 2020

Lecciones de la crisis


Estación de paso

Lecciones de la crisis: huellas y encrucijadas

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 28/05/2020)

La política del confinamiento sanitario ha sido un experimento social espontáneo, ocurrido en el contexto de la confluencia de dos fenómenos globales identificados desde comienzos del siglo XXI por algunos sociólogos contemporáneos: por un lado, el “hogarismo” (sociología del espacio: la tendencia a hacer del hogar el espacio del trabajo); por el otro, la “desaceleración” del tiempo social (sociología del tiempo: la tendencia a ralentizar los procesos sociales). Esos fenómenos reconfiguran abruptamente las relaciones entre lo espacial y lo temporal, y tienen impactos multidimensionales en las esferas públicas y privadas, como ocurre en el campo educativo.

En la educación superior, las fuerzas globales y la coyuntura sanitaria han colocado en perspectiva el papel de las TIC´s, la educación digital y la inteligencia institucional en los procesos formativos. Ese debate puede ser enunciado así: el problema central es el carácter conservador, inercial, de las modalidades presenciales en educación superior. ¿La solución? Incorporar la flexibilidad, facilidad, la individualización educativa que ofrecen las modalidades virtuales para mejorar la cobertura, calidad y pertinencia de los aprendizajes para grandes poblaciones.

En ese contexto, se ha instalado la lógica de una nueva utopía: la utopía digital. Se trata de una idea que parte de las veloces transformaciones en las tecnologías de la información y la comunicación que hemos experimentado en las últimas dos décadas (la “revolución 4.0”), que han modificado prácticas y hábitos públicos y privados. La peculiaridad de la utopía digital es que surge asociada a transformaciones mayores en las dimensiones y flujos de información orientados a la selección, adaptación o toma de decisiones de individuos y organizaciones, o el campo de la gestión del conocimiento, en donde los roles de la burocracia tradicional o profesional, el perfil de los actores involucrados, la búsqueda de nuevas habilidades, destrezas o competencias educativas, la flexibilidad laboral, o la coordinación y evaluación de los desempeños individuales e institucionales, se han colocado en el centro de nuevas relaciones entre las políticas públicas y la gobernanza institucional de las sociedades contemporáneas.

En el campo de la educación superior, las nuevas tecnologías han transformado prácticas y rutinas dentro y fuera de los salones de clase. Internet, bibliotecas digitales, e-journals, computadoras, teléfonos inteligentes, coexisten con la aparición de apps, plataformas, cursos on line, proliferación de bootcamps, acceso al consumo masivo de información, forman parte de las nuevas prácticas entre estudiantes y profesores. El debate surge cuando se examinan con rigor intelectual las evidencias de las relaciones causales entre el problema advertido y la solución prometida. Y lo que se encuentra es que no hay evidencias sólidas de que los problemas enunciados por los promotores de la nueva utopía puedan ser resueltos cambiando del modo presencial al modo virtual de la enseñanza o la investigación. Ese déficit de conocimiento validado, científico, ha salido a la superficie en el contexto de la crisis epidémica que enfrentamos.

Desde esa perspectiva, se pueden identificar tres huellas claras de la crisis actual: una es el impacto diferenciado sobre las IES. Otra es el cambio “violento” de las reglas y las rutinas institucionales. La tercera es la confirmación del peso del imaginario digital en las políticas de coyuntura. Las huellas conducen a una encrucijada intelectual, política y de políticas públicas: seguir por la vía rápida de las realidades, promesas o ilusiones de la utopía digital, o explorar la vía más lenta de la complejidad causal de los problemas educativos, determinando las opciones virtuales, presenciales o mixtas que ayudan a mejorar los desempeños sociales, individuales e institucionales de la educación superior.

Diversos estudios muestran que la brecha digital amplía y reproduce las brechas de la inequidad social; otros, que las nuevas tecnologías no resuelven por sí mismas el problema de los aprendizajes individuales y desempeños institucionales; algunos más, documentan un extendido escepticismo sobre las promesas de la educación virtual. Esos hallazgos parecen confirmarse con la experiencia de la epidemia. Ello no obstante, la retórica on line se ha legitimado con la crisis sanitaria a través de un principio que tiene la flexibilidad del mármol: el futuro es digital.

Ese principio tiene en ocasiones la apariencia de un acto de fe; en otras, la certeza de una profecía incuestionable. Pero la epidemia ha mostrado las virtudes y limitaciones de la fe y de la profecía. En términos de política pública, la experiencia del confinamiento dicta lecciones que tendrán que ser procesadas rápidamente para imaginar un escenario donde lo presencial y lo virtual sean medios para reorganizar la gobernanza académica e institucional de la educación superior.

Cualquier balance de los saldos y haberes de la coyuntura epidémica es una tarea intelectual que requiere resolver la encrucijada entre lo virtual y lo presencial colocando en el centro el núcleo del problema: la capacidad de desarrollar aprendizajes a lo largo de la vida. Se trata de gestionar la heterogeneidad real de las poblaciones de profesores y estudiantes a partir de la diversidad empírica de las condiciones institucionales y sociales donde desarrollan sus propios aprendizajes. Requerimos nuevos anteojos para realizar un diagnóstico puntual sobre la experiencia de la crisis, y la construcción de una agenda de transformaciones obligadas por una “externalidad” inesperada.


Friday, May 15, 2020

Gente detrás de las paredes

Gente detrás de las paredes

Adrián Acosta Silva

Luego de dos meses de confinamiento en Guadalajara, la experiencia individual y social del COVID-19 confirma la naturaleza de la bestia: compleja, confusa, contradictoria, incierta. Su comportamiento afecta varias dimensiones en un tiempo comprimido: las penurias de la vida cotidiana, el debate sobre la gestión gubernamental de la crisis, el estado de nuestras capacidades institucionales, la marcas de clase de la desigualdad social, las miserias de nuestra vida política. El hecho más evidente es que el lock-down derivado de la crisis sanitaria ha alterado dramáticamente nuestros usos y costumbres, hábitos incuestionables y rutinas enraizadas. Las nociones de espacio y tiempo (siempre relativas) se han transformado rápidamente: el confinamiento ha empequeñecido o cancelado nuestros espacios públicos habituales (la calle, las plazas, los cines, los bares, las librerías), y el tiempo se ha alargado, se ha hecho de alguna manera más lento y pausado. El espacio ahora se reduce al mundo privado, familiar, de nuestras casas o departamentos, y la imagen que se experimenta en las ciudades fantasmas se asemeja al título de aquella ya vieja película de Wes Craven “Gente detrás de las paredes” (1991). Los que nos dedicamos a la vida académica, el tiempo lo llenamos con hábitos irrenunciables combinados con nuevas exploraciones y silencios prolongados: realizar tareas domésticas, beber cerveza, leer algo, escuchar música, descubrir el extraño mundo de las plataformas digitales, las reuniones virtuales, los intercambios de audio y video con colegas, familiares y amigos. Gente detrás de las paredes.

En cuanto al futuro, no es seguro que la experiencia del confinamiento nos lleve a crear nuevas rutinas para un entorno que ya no será como solía ser. La situación ha propiciado esas “nociones extravagantes” que solemos tener sobre nuestros entornos cotidianos, nociones que se caracterizan por volverlos invisibles: cuando debemos describir algo, quizá nos sucede frecuentemente lo que experimentaba el personaje central de un novela de Peter Handke: “nunca sabía como se veía, a lo sumo me acordaba de rarezas, y cuando no lo las había, las inventaba” (Carta breve para un largo adiós, Edhasa, 2015, Argentina). Muy probablemente, la experiencia del sedentarismo obligatorio nos llevará dentro de algunas pocas o muchas semanas, a las aguas embravecidas del nomadismo urbano, que forjará en su momento un ritmo propio que de vez en cuando articulará en el ámbito público y los privados imágenes sin sonidos o sonidos sin imágenes. Como ni la clarividencia ni la cartomancia son lo mío (aunque más de alguna vez me ha seducido conocer el oficio de la lectura de vísceras para conocer el destino), prefiero ampararme en las sabias palabras de José Emilio Pacheco: “Se maquina un futuro que no será como imaginamos”.

Thursday, May 14, 2020

Reglas y rutinas

Estación de paso

¿Nuevas reglas, viejas rutinas?

Adrian Acosta Silva

Campus Milenio, 14/05/2020

El confinamiento sanitario ha tenido un impacto diferenciado en las instituciones de educación superior. La súbita y de alguna manera violenta transición de prácticas predominantemente presenciales hacia prácticas virtuales en la gestión de la docencia, investigación, difusión y administración se ha convertido en pocas semanas en la nueva caja negra de los procesos institucionales. Aunque en México se han desarrollado experiencias de educación a distancia y de educación virtual desde los años ochenta en la educación superior, el paisaje predominante es aún la “presencialidad” educativa, la relación comprimida en espacio y tiempo de la experiencia educativa entre profesores y alumnos en aulas durante 2 horas por clase (en promedio), durante las cuales los profesores juegan un papel central y a menudo exclusivo. En esa tradición presencial, se han incorporado en distintos momentos el uso de herramientas didácticas que van de los históricos pizarrones verdes, los rotafolios y la proyección de acetatos, al uso de bibliotecas digitales, computadoras portátiles con acceso a internet y proyectores de última generación.

Las rutinas educativas son hechuras de los instrumentos y la organización del espacio-tiempo escolar. Las tradiciones y conservadurismos de las prácticas educativas se alimentan de esos componentes “duros”. Usos y costumbres que se reproducen día a día, ciclo tras ciclo, gobernados por estructuras burocráticas, programas y currículas formativas que parten de un supuesto no declarado de ceteris paribus, fueron desarticuladas de un día para otro. La irrupción dramática de la crisis sanitaria que inició con la primavera mexicana, develó de repente las limitaciones sistémicas de la educación terciaria frente a una situación donde los instrumentos, espacios y temporalidades habituales “desaparecieron”. Lo que quedó es una sensación déjà vù: todo lo sólido se disuelve en el aire.

El problema es bifronte: de un lado, un sistema educativo con déficits e insuficiencias crónicas para adaptarse, aprovechar o gestionar la digitalización educativa; del otro, la ausencia de políticas estratégicas, nacionales, que definan una agenda digital para la educación superior. Podrá afirmarse que la educación abierta y a distancia ya existe en México desde los años ochenta, que el tema fue impulsado por ANUIES desde el año 2000, y que hoy contamos incluso con una institución pública dedicada exclusivamente a la educación virtual (la Universidad Nacional Abierta y a Distancia de la SEP, fundada en 2012). Pero lo que en realidad tenemos es un conjunto de prácticas pobremente evaluadas como políticas públicas y como políticas institucionales, y una agencia federal que pretende coordinar un proceso cuyos rasgos básicos son básicamente desconocidos: ¿quiénes estudian ahí?, ¿quiénes son sus profesores, ¿cuáles son sus resultados? ¿cómo se gobierna?, ¿cómo se articula con las modalidades virtuales que ofrecen otras IES públicas?.

Por su parte, las soluciones observadas en la coyuntura por parte de las IES son casuísticas y desarticuladas: parálisis, improvisación de cursos, desfase en las prácticas educativas, dificultades logísticas y pedagógicas forman parte de una no-política que combina lógicas administrativas, académicas y pedagógicas diferentes y contradictorias. En suma, la coyuntura nos tomó por sorpresa y la reacción ha sido desordenada, bajamente planificada: cursos en línea masivos para profesores, talleres, webinars, multiplicación de reuniones virtuales entre directivos y profesores para ver que se puede hacer. En no pocos casos, la política del “háganle como puedan” se impuso como medida de adaptación pragmática para un escenario catastrófico cuya magnitud no fue ni podía ser prevista por nadie.

Algunos datos ayudan a dimensionar la magnitud del fenómeno. Hoy (ciclo escolar 2018-2019), en México tenemos una matrícula de 4.5 millones de estudiantes en las distintas modalidades públicas y privadas, escolarizadas y no escolarizadas de la educación superior. En el sector público estudian 2.9 millones de jóvenes, de los cuales casi el 92% (2.7 millones) lo hacen en el modo escolarizado (presencial) y el 8% (poco mas de 100 mil estudiantes), lo hacen en modalidades no escolarizadas. En el sector privado, estudian hoy1.6 millones de jóvenes, de los cuales el 72% (1.1 millones) están en modalidades presenciales y el 28% (452 mil) lo hacen en formas no escolarizadas. http://www.dgesu.ses.sep.gob.mx/EBESNACIONAL.aspx

Dicho de otro modo, hoy día se estima que sólo 10 de cada 100 estudiantes se forman en modalidades no escolarizadas. En el sector público, la relación es de 8 de cada 100, mientras que en el privado, la relación es de 28 por cada 100. Esas modalidades no escolarizadas requieren de estudiantes, profesores e instrumentos y organización y gestión institucional distintos a los modos escolarizados, y desde hace décadas en casi todas las IES se han desarrollado opciones virtuales de enseñanza-aprendizaje como estrategias de diversificación de ofertas institucionales no convencionales.

Esta estructura de ofertas y demandas de regímenes y modalidades es apenas el punto de entrada para examinar lo que está ocurriendo dentro y fuera de los campus universitarios en el contexto de la crisis que ha llevado a la virtualización forzada de las actividades académicas. Las tensiones entre lo presencial y lo virtual ya existían, pero la política del distanciamiento social las agudizó. En términos de política pública, las lecciones de la crisis tendrán que ser procesadas rápidamente para imaginar un escenario donde lo presencial y lo virtual serán medios para reorganizar la gobernanza académica e institucional de la educación superior. El problema es, como siempre, el tiempo, el “maldito factor tiempo”, como solía referirse Norbert Lechner a los problemas de gestión política de la acción pública.


Friday, May 08, 2020

La utopía digital


Estación de paso

La utopía digital

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 30 de abril, 2020)

Una de las implicaciones más claras de la epidemia en las universidades es la alteración de las rutinas. La política del confinamiento obligatorio asociada a la gestión de la crisis, ha significado enfrentar las tradicionales prácticas presenciales del sistema escolarizado con la necesidad de desarrollar súbitamente habilidades para gestionar clases, seminarios o talleres en modos virtuales. En cuestión de días, muchos profesores e investigadores conocieron el extraño mundo de las plataformas como instrumentos de comunicación con colegas y estudiantes. “Classroom”, “Hangout”, “Blue Jeans”, “Zoom” se sumaron al correo electrónico, YouTube, Whatsapp, Skype, Twitter, Facebook o Instagram como parte del instrumental favorito de la retórica de la innovación académica.

Las autoridades educativas y universitarias celebraron en distintos tonos la alteración de las rutinas presenciales como la oportunidad para mostrar la capacidad del sistema educativo para adaptarse a un entorno de crisis. No pocos profesores y muchos estudiantes, por el contrario, han manifestado su inconformidad con las rigideces, inconsistencias e insuficiencias institucionales de la gestión virtual de los procesos de enseñanza/aprendizaje. Se trata de dos lógicas distintas de entendimiento del problema. De un lado, la virtualidad educativa como proceso de administración eficiente de la crisis; del otro, las limitaciones que las tecnologías de información y comunicación tienen para procesar la complejidad de la docencia e investigación universitaria.

Ambas lógicas de interpretación conducen desde luego a lógicas de acción diferentes. Mirar la gestión de la virtualidad como un problema de administración de los recursos institucionales tiende a subrayar el neo-fetichismo tecnológico como parte de la nueva utopía educativa: la utopía digital. Desde el otro extremo, un acentuado conservadurismo defiende las interacciones cara a cara como parte de un genuino proceso de aprendizaje universitario, que crítica a las TIC´S como parte de una nueva distopía: la distopía digital.

Entre ambos relatos coexisten matices, reservas, preguntas que forman parte de un debate en construcción. Tienen que ver con la educación virtual abierta y masiva (“mooc´s”), con la visión de las universidades como sistemas flexibles, inteligentes, adaptables a diversas poblaciones, territorios y contextos. Pero el debate también implica reconsiderar el papel de las interacciones presenciales en atmósferas colectivas, grupales, donde la conversación y la reflexión forman parte insustituible de las relaciones sociales que favorecen el desarrollo de capacidades cognitivas y argumentativas entre profesores y estudiantes. Desde hace tiempo, ese debate forma parte de la agenda educativa del siglo XXI.

No se trata sólo de un dilema artificial entre tradición e innovación, que involucra a sus respectivos promotores y detractores. Se trata de la construcción de nuevas rutinas educativas y organizativas sobre la base de las experiencias que la propia gestión de la crisis sanitaria está marcando en el comportamiento social e institucional de las universidades. ¿Son prescindibles las clases presenciales? ¿El autoaprendizaje es el futuro de la educación superior? ¿Todos los profesores y todos los estudiantes enfrentan la situación en las mismas condiciones y obtienen los mismos resultados? ¿Aprenden igual los estudiantes en entornos virtuales que en presenciales? ¿Las exigencias intelectuales y académicas de la formación profesional o de investigación son independientes de los medios virtuales o presenciales empleados? ¿Hay diferencias significativas entre niveles profesionales y disciplinas del conocimiento? Tal vez la búsqueda de respuestas a estas cuestiones ayude a extraer algunas lecciones de la experiencia que la política del “distanciamiento social” dejará en los campus universitarios.

En cualquier caso, la utopía digital está en el centro de la discusión. El uso intensivo de las nuevas tecnologías ha creado un denso tejido de hábitos y costumbres que ya forman parte del paisaje de las rutinas sociales dentro y fuera de las universidades. Computadoras, teléfonos inteligentes y plataformas digitales representan el espíritu de la época que gobierna las prácticas cotidianas de estudiantes, profesores y directivos. El hecho es que esas prácticas están en el centro de las interacciones que hoy caracterizan zonas extensas de la vida universitaria y social contemporánea. Frente a estas prácticas, las narrativas distópicas resultan incómodas para los promotores de las utopías digitales.

Las promesas de la digitalización de la educación universitaria apuntan hacia un nuevo campo de ilusiones, un imaginario en el cual apps, plataformas y nubes de información sustituyen bibliotecas, aulas y pintarrones. La fascinación por lo nuevo -el novedismo- es el motor de una generación de funcionarios y empresas que han firmado el acta de defunción de la universidades tradicionales y sus modos presenciales de aprendizaje. Las realidades educativas, sin embargo, suelen alimentar el escepticismo contra las nuevas utopías digitales. Justo como ha ocurrido con todas las utopías en todos los tiempos.