Thursday, February 27, 2020

Nuevos olvidados

Estación de paso
Los nuevos olvidados
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 27/02/2020)
El caso de la niña Fátima, secuestrada y asesinada por una pareja, tiene todos los componentes del drama social de la pobreza mexicana. De un lado, instituciones incapaces de asegurar mínimos de confianza en que los niños son (o deberían ser) bien protegidos dentro y fuera de las escuelas. Del otro lado, individuos que nacen, crecen y sobreviven en contextos de extrema precariedad, donde desarrollan instintos o impulsos depredadores, solitarios, bajo la tolerancia o en complicidad con otros. Más allá, una violencia cotidiana, simbólica y práctica, que gobierna usos y costumbres en la que las mujeres y los niños suelen ser víctimas que luego, con el tiempo, se pueden convertir en victimarios.
Las imágenes del escándalo circularon profusamente en medios y redes. Fueron días extraños. Las reacciones de horror, indignación y rabia abierta o contenida dominaron el ánimo público. La exigencia de justicia se confundió con la sed de venganza. La cárcel, la muerte y el linchamiento se convirtieron en monedas de intercambio en las redes sociales frente a los hechos. El Presidente culpó al neoliberalismo y a la falta de valores por el asunto; la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México prometió justicia “pronta” y “máximo castigo”. “Purificación de la vida pública”, “moralización”, fueron parte de los enunciados presidenciales de reacción frente a los hechos, que rápidamente fueron colocados entre los abundantes relatos que se han acumulado sobre la gravedad de los feminicidios como expresión fatal de la impunidad de las violencias cotidianas que experimentan especialmente mujeres y niños.
Convencionalmente se cree que la escuela y el hogar son los lugares más seguros para los menores. Son espacios donde se recrean y reproducen hábitos, aprendizajes y emociones que fortalecen la cohesión social. Sin embargo, la crisis de inseguridad pública que padecemos desde hace décadas ha revelado que en no pocas ocasiones esos espacios suelen ser los más riesgosos para niños y niñas. Dentro y fuera de la casa familiar o de la escuela, los menores a menudo son víctimas fáciles de depredadores y abusadores.Fátima representa el caso más triste y dramático de cómo esa violencia estalla cuando la inseguridad rebasa la capacidad escolar o familiar para garantizar el bienestar de los menores.
Las relaciones entre escuela, pobreza y violencia aparecen en este drama con toda su fuerza. Y lo hacen en el entorno ominoso que ya dibujaba magistralmente Luis Buñuel en Los olvidados, en el contexto de un barrio marginal del México de 1950. Las fronteras entre escuela, familia y sociedad se disuelven o desparecen en situaciones de riesgo, y la pobreza es un componente tóxico que debilita o vuelve muy frágiles los límites de las relaciones entre instituciones e individuos. Los comportamientos depredadores son la versión extrema de los comportamientos anómicos, que obedecen a la lógica de los espacios vacíos que no cubren la seguridad de las instituciones ni la confianza entre los individuos.
En esos espacios vacíos (una suerte de no-lugares) se desarrollan prácticas de abandono, abusos e impulsos homicidas entre miembros de la sociedad civil, donde las figuras de autoridad no son las estatales, como se suele pensar desde el oficialismo o los relatos normativos sobre el poder real o simbólico del Estado. El caso de Fátima representa una situación donde una fatal combinación de incapacidad estatal, irresponsabilidad escolar y pobreza extrema producen dramas de violencia y muerte que se convierten en espectáculos para cruzadas de moralización de la vida pública que hoy, como hace siete décadas, suelen atribuir las causas de la violencia a los individuos y no a las instituciones, a las pasiones y no a los contextos en que se desarrollan esas emociones.
Pero las relaciones entre pobreza y violencia no son círulos viciosos condenados a repetirse una y otra vez. La posición social no determina el grado de violencia, como lo vemos en territorios y comunidades donde aún en mejores condiciones de bienestar e ingreso ocurren hechos de violencia homicida en los que mujeres y niños también son víctimas. Pero la desigualdad sí es un factor que afecta en distinto grado a todos los estratos y clases sociales. Justo por ello, la escuela pública es una institución que amortigua las fricciones sociales. Las fronteras entre la casa familiar y la escuela, o entre la escuela y la calle, son fronteras de alto riesgo, donde la mortalidad y el abuso son conductas oportunistas que aprovechan la ausencia de policías, inspectores y vigilantes para imponer un orden fàctico.
Ese orden es dominado por las figuras del crimen no organizado, planificado a veces, espontáneo en otros. Ello explica las figuras tristes y violentas de personajes ficticios como el “Jaibo”, “Pedro” o el “Ojitos” de la película de Buñuel. Hoy, siete décadas después, Fátima, Giovanna y Mario son los nombres reales de una historia de crueldad, inseguridad y drama social. Bien visto, nuestros nuevos olvidados son los olvidados de siempre.

Música del cansancio

Cave y Cohen: épicas del cansancio
Adrián Acosta Silva

(Nexos en línea, Blog de música, 26/02/2020)

Nadie muere de tristeza; por tristeza se continúa viviendo
Elias Canetti, El libro contra la muerte

En su Ensayo sobre el cansancio, Peter Handke narra en primera persona los diferentes tipos de cansancios que suelen irrumpir en la vida de los individuos. Según sean las circunstancias y contextos, diversos tipos específicos de cansancio representan las emociones y razones de la vida cotidiana de hombres y mujeres. El cansancio de la soledad, el cansancio del insomnio, el cansancio de la violencia, de la fatiga amorosa, del trabajo, el cansancio de la multitud. La música del cansancio acompaña esas experiencias con mayor o menor intensidad. El cansancio de la muerte, o el del dolor, suelen ser sensaciones físicas pero también morales, mentales a la vez que metafísicas. “La música del cansancio” –escribe Handke- “tiene el oído fino”.
Ese oído fino sólo lo suelen poseer los poetas y los músicos. Es un sonido que en ocasiones sirve de combustible para la creatividad artística, capaz de traducir emociones, intuiciones o pensamientos en palabras y sonidos. Son relámpagos que iluminan de pronto y fugazmente la oscuridad del cansancio mismo. Se trata siempre de un descubrimiento súbito, el reconocimiento de la fragilidad de las cosas mundanas o espirituales, que aparece frente a los ojos cansados de individuos que son capaces de mirar las sombras del orden cotidiano a través de la “clarividencia del silencio”, como narra pausadamente el propio Handke.
Nick Cave y Leonard Cohen han experimentado esos relámpagos de lucidez que iluminan el cansancio. El dolor y la muerte son experiencias que explican sus más recientes obras. Ghosteen (Awal Recordings, 2019) y Thanks for the dance (Sony Music, 2019), respectivamente, son discos cuya hechura descansa en una mezcla de agotamiento emocional, intuición intelectual e imaginación poética. La muerte accidental del joven hijo de Cave (Arthur, 15 años) en 2015, y la certeza de la muerte que se acercaba con rapidez a principios de 2016 al propio Cohen, fueron quizá los detonantes de la creatividad que explica el perfil y los contenidos de sus obras recientes.
Thanks for the Dance es el disco póstumo de Cohen, fallecido en noviembre de 2016. Es una colección de nueve canciones breves, apuntes hechos desde la conciencia de la cercanía de la muerte. Un grupo de amigos y familiares coordinados por Adam, uno de los hijos de Cohen, se encargaron de realizar las grabaciones de la propia voz del músico canadiense, y de elaborar la música que caracterizó el “estilo tardío” de los últimos discos del autor de canciones célebres del panteón rockero de los años setenta como “Hallelujah” y “Birds on the Wire”. Suaves coros, guitarras españolas, mandolinas, piano, bajos, tambores, timbales, configuran la atmósfera que envuelve la voz envolvente, cálida y apagada de Cohen. El resultado es un homenaje luminoso a la estética del cansancio, la base firme de una vida nómada y múltiple, alimentada de las experiencias espirituales, sentimentales y políticas de un músico excepcional.
En Happens to the Heart, Cohen escribe: “Fui persistente/Pero no lo llamé arte/ Puse toda mi mierda junta/Reuniendo a Cristo y leyendo a Marx”. Ese distanciamiento irónico con su propia obra muestra el ánimo de balance y corte de caja que Cohen elaboró en el último año de su vida. Pero el ejercicio es también un saludo a sus intensidades y pasiones vitales, que compartió generosamente con muchas mujeres. En Thanks for the Dance, por ejemplo: “Fue sutil, fue rápido/ Fuimos los primeros y los últimos/ En la fila del Templo del Placer (…) Fui yo/ Y tú eras como yo/ La crisis era ligera/ Como una pluma”
El umbral de la muerte fue percibido por Cohen con la claridad del moribundo, iluminado por el cansancio, con ánimo de epitafio: “No puedo salir de casa/ O contestar el teléfono/ Estoy hundiéndome otra vez/Pero no estoy solo/ Ordenando al fin/ Las cuentas del alma/ Esto va a la basura/ El pago está completo”. (The Goal). “Navego como un cisne/ Me hundo como una roca/ Pero el tiempo está agotado/ El pasado es mi hazmerreír (…) El sistema está activado/ Vivo sobre almohadas” (The Hills)
En el caso de Cave, el cansancio del sufrimiento, del dolor, parece explicar la tonalidad de Ghosteen, donde la pérdida es la brújula emocional de una exploración imaginaria. Pero las pérdidas nunca se superan, y siempre reaparecen bajo la forma de fantasmas, nostalgias y melancolías. Si en Skeleton Tree (2016) se reconoce la factura de una obra fúnebre, en la que Cave escribió canciones lúgubres como exorcismos contra los demonios del duelo tras la muerte de su hijo, en Ghosteen el músico australiano trata de invocar/inventar a los ángeles de la esperanza. Atrás quedó definitivamente el ciclo pospunk de Cave, la experimentación post-rockera de los años noventa y el acercamiento a nuevas fórmulas creativas de la primera década del siglo XXI. Hoy, Cave exhibe, con la templanza del cansancio, la exploración sobre paraísos perdidos, las ilusiones sobre el sentido de la vida y de la muerte, el reconocimiento, a pesar de todo, de la belleza del mundo, donde “las estrellas son tus ojos” y desfilan “jóvenes fantasmas bailando en mi mano/ girando y brillando a mi alrededor”.
Cierta tonalidad ecléctica domina la larga trayectoria creativa de Cave, donde la fe y la razón, la religión y el ateísmo coexisten sin fracturas visibles. Pero en el nuevo disco esa tonalidad es desplazada por la búsqueda de un lugar imaginario iluminado por luciérnagas, habitado por voces y figuras cercanas a la esperanza (“No podemos dormir y temer a nuestros sueños/Ahí no hay orden, nada puede ser planeado”, canta Cave en Fireflies). A través de once canciones distribuidas en dos discos, Cave y Warren Ellis, su amigo, socio y cómplice desde hace varios años, junto con su banda de siempre (The Bad Seeds) elaboran un mapa sonoro complejo, exquisito, donde la polifonía y la policromía dominan la cuidadosa hechura de sus propios cansancios.
Vibráfonos, guitarras, pianos, flautas, violines, chelos y sintetizadores configuran la atmósfera sonora que acompaña las voces multifrontales de Cave y Ellis (“Hollywood”, “Ghosteen Speaks”). Cierta nostalgia por la edad de la inocencia, el llamado a retornos imposibles, la certeza de los afectos perdidos, son algunas de las imágenes que laten en el corazón secreto de canciones como Bright Horses, Waiting for You o Night Raid. “Somos fotones lanzados desde una estrella moribunda (…) donde todos perdemos algo (…) esperando alguna paz por venir”.
Cohen y Cave, cada uno a su modo, ofrecen registros elaborados cuidadosamente desde los patios interiores de sus propios cansancios. La plasticidad del cansancio a la que se refiere Handke aparece aquí en toda su complejidad creativa. No es el cansancio del hastío y de la desesperación, ni de la decepción o la desesperanza. Es un cansancio largamente acumulado, macerado lentamente por el insomnio, la tristeza y la intensidad vital, el resultado de la experiencia de la vida y de la muerte, el residuo de trayectorias marcadas por la ansiedad y la certeza, por las ilusiones, las pérdidas y la imaginación. Son los cantos que representan con la claridad de las penumbras la épica del cansancio.


Thursday, February 13, 2020

La violencia que gobierna

Estación de paso

UNAM: la violencia que gobierna

Adrián Acosta Silva

(Campus Milenio, 13/02/2020)

La toma de las instalaciones de varios planteles universitarios de la UNAM por parte de grupos de jóvenes encapuchados configura un patrón de acción que mezcla el dramatismo de la violencia con la retórica de la justicia. Fuego, vidrios rotos, cadenas, piedras, son imágenes que acompañan demandas contra el acoso sexual, destitución de funcionarios, denuncias de corrupción, exigencias de justicia universitaria. Frente a los hechos, las autoridades de la UNAM han alertado sobre las provocaciones que “grupos muy bien organizados”, alentados o apoyados por intereses intra y extra-universitarios, han planteado para “desestabilizar” a la universidad.

El diagnóstico caracteriza la situación y de alguna manera anticipa la solución. Sin embargo, los instrumentos de la resolución que se utilizan en las universidades obedecen a la no-violencia, al diálogo, a la búsqueda racional de consensos mínimos. Son recursos que en éste, como en otros casos, las autoridades han utilizado para convencer a los rebeldes de liberar las instalaciones universitarias. El uso de la fuerza es uno de los medios impensables en la vida universitaria, un recurso que se considera impropio del espíritu universitario.

El fenómeno viene de lejos y de aguas profundas. Porros, vándalos y delincuentes forman grupúsculos cuya lógica es la del mercenario. Se mezclan con jóvenes anarquistas, radicales o ultra-feministas cuya lógica es la búsqueda de la justicia. Comparten la certeza de la legitimidad de la violencia en contextos donde la justicia cotidiana se traduce en discriminación, abuso o corrupción. Esa violencia es simbólica pero absolutamente práctica, el medio adecuado para alcanzar los fines deseados. Tomar instalaciones, destruir mobiliario, detener actividades escolares, prender fuego a la torre de rectoría, romper cristales, intimidar a otros estudiantes, a profesores y directivos, son parte de los instrumentos de su lucha.

Esos grupos son parte de la raza por la que habla también el espíritu universitario, según el lema que Vasconcelos impuso a la universidad. Son pequeñas tribus que de cuando en cuando, y de generación en generación, aparecen en el campus portando máscaras, vestidas de negro –un color intimidante-, que utilizan palos y piedras, que enarbolan causas justas y exigencias de solución inmediatas. Tienen la ventaja de la sorpresa y la organización. Tienen la debilidad de la fugacidad de la rebelión y del creciente desgaste de sus movimientos frente a comunidades que miran primero con escepticismo y luego con hastío el medio y los fines de la acción.

El fenómeno universitario de la violencia vuelve a reafirmar su vieja relación con el derecho y la justica, una relación que trasciende coyunturas específicas y se instala en el campo de las tensiones modernas entre legitimidad y legalidad. La violencia sólo puede ser buscada en el reino de los medios y no de los fines, escribió en alguna ocasión Walter Benjamin. La naturalización de la violencia (su ubicuidad, su utilización como recurso para protestar contra las injusticias, el resorte para imponer o negociar ciertas demandas) se encuentra en tensión permanente con el derecho positivo, que determina los principios y criterios de lo que es justo, y que, además, delimita con precisión las penas, procedimientos y castigos de la violencia legítima del Estado y de las instituciones.

La violencia que significa el patrón organizado de acción de los jóvenes encapuchados no es una violencia ciega e irracional, sino política y dirigida a fines que se consideran justos. Pero la lógica de la acción se debilita con la negociación, que sería el camino racional para resolver las causas de su propio activismo. Esa inconsistencia explica el otro patrón del comportamiento: su incapacidad para negociar y acordar con las autoridades universitarias el fin del conflicto, que suele ser visto como un acto de traición al movimiento. Ese el extraño rasgo de este tipo de revueltas universitarias: argumentando causas políticamente justas (no al acoso sexual, ni a la discriminación), y utilizando medios legítimos que pueden fortalecer la esfera de los derechos universitarios efectivos (huelgas, paros), esos movimientos sin rostro ni género terminan atrapados en callejones sin salida, donde los únicos que ganan son los promotores reales o imaginarios que alimentan de cuando en cuando la reaparición de la violencia organizada en la universidad.

Lo que vemos no es una violencia espontánea dirigida a fines justos. Es una violencia probada, racional, que confunde medios con fines, orientada por la búsqueda de la legitimación política de ciertos actores e intereses. No es una conspiración contra la universidad, ni un movimiento que tenga una fuerza incontenible, expansivo y cotidiano, sino fragmentario y localizado. Es la confirmación de la divinización de cierta clase de violencia, “la violencia que gobierna”, diría Benjamin.