Thursday, November 28, 2013

Historias paralelas: El Chamizal Calling




Estación de paso
Historias paralelas: El Chamizal Calling
Adrián Acosta Silva
(Publicado en suplemento, Campus Milenio, del periódico Milenio, 27/11/2013)
El campo de la educación superior universitaria pública en México está habitado por distintas biografías individuales e institucionales. Cada una de ellas posee una singularidad irrepetible, definida por los contextos sociales, los territorios, las creencias, los hábitos y las prácticas que caracterizan los distintos órdenes institucionales universitarios. En cada región y ciudad donde funciona una universidad pública, existe un entramado complejo de relaciones entre los universitarios, y entre éstos y las diversas agrupaciones sociales, organizaciones empresariales, partidos políticos, gobiernos locales y estatales con los que las universidades públicas construyen sus identidades, sus acuerdos, sus logros, tensiones y contradicciones. En esos entramados específicos, las universidades estatales y federales experimentan los efectos de las políticas públicas de educación superior, tratando de adaptarse lo mejor posible a las restricciones y a las oportunidades que representan los programas, los fondos y las acciones públicas para recompensar comportamientos, construir logros e indicadores de desempeño, ajustarse a las metas gubernamentales, o resolver problemas institucionales con el auxilio de apoyos públicos federales o estatales.
Dada esta complejidad institucional, los comportamientos universitarios suelen tener rasgos únicos, pero también comunes, compartidos. Por ello, el análisis de las trayectorias institucionales de diversas universidades es un buen punto de partida para examinar lo que ha ocurrido con el impacto de las políticas gubernamentales instrumentadas en las últimas dos décadas en el país, cuyo núcleo duro son la evaluación, la calidad y el financiamiento diferencial y condicionado. Del “Fondo para la Modernización de la Educación Superior” (FOMES) lanzado al inicio de los años noventa, al “Programa Integral de Fortalecimiento Institucional” (PIFI) que caracterizó la intervención gubernamental en la primera década del siglo XXI, las universidades han experimentado los efectos de un conjunto de programas dirigidos a promover el cambio institucional en las estructuras, los valores y hasta en las prácticas de las comunidades que habitan el corazón académico, burocrático y político de sus organizaciones.
Estos elementos, entre otros, motivaron la realización del seminario “Historias paralelas II: 15 años después”, los días 21 y 22 de noviembre pasado, en las instalaciones de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. El evento, realizado en el contexto de la celebración de los 40 años de la fundación de la UACJ, fue un espacio de conversación académica y política sobre los efectos de las políticas federales de educación superior instrumentadas en los últimos 15 años (1998-2013). El antecedente de dicho evento fue otro seminario, realizado justamente hace tres lustros -en el otoño del 98 en la misma universidad-, cuando un grupo de académicos nos reunimos para festejar los entonces primeros 25 años de la UACJ con un seminario (“Historias paralelas: un cuarto de siglo de las universidades públicas en México, 1973-1998”), en el cual se examinaron los cambios en la educación superior mexicana durante el primer cuarto de siglo de existencia de la institución norteña.
La distancia temporal entre uno y otro evento permitió identificar algunas líneas de continuidad en la relación entre las políticas federales y los cambios institucionales de las universidades públicas. Pero también fue posible destacar la combinación de los efectos deliberados, las ambigüedades y los efectos perversos de las políticas en los comportamientos institucionales. Del lado de los primeros fue posible reconocer la expansión del sistema de educación superior a nivel nacional y estatal, tanto en términos de la matrícula como en la oferta institucional pública y privada, universitaria y no universitaria. También se mencionaron los indicadores que hoy se emplean para medir el “éxito” de las políticas: incremento de profesores e investigadores con posgrado, la acreditación de programas docentes, la extraña invención mexicana de los “cuerpos académicos” y del profesorado “con perfil deseable”, que se han convertido en parte de los logros que exhiben los rectores de las universidades a la menor provocación.
Sin embargo, muchos de los planteamientos analíticos al respecto fueron un llamado franco al escepticismo y a la crítica sobre dichos indicadores, expresados en distintos tonos por parte de los investigadores, profesores y estudiantes reunidos durante dos días en los terrenos universitarios de El Chamizal, justo en la frontera con los Estados Unidos. Mediante el análisis de la experiencia institucional de 6 universidades públicas (las de Sonora, la Veracruzana, la Autónoma de Puebla, la Autónoma de Tamaulipas, la UNAM y la UAM), y con una mirada general sobre los temas de la profesión académica, el contexto internacional, y el gobierno universitario en México, los participantes en el seminario señalaron varios puntos críticos, que bien vistos implican una agenda de evaluación sobre las políticas públicas y sobre sus efectos institucionales. La relocalización del poder institucional en el campo educativo superior, la confusión entre medios y fines de las políticas, la erosión del sentido institucional de la vida académica, política y social de las universidades públicas, la monetarización de los programas, la disminución de la autonomía universitaria, las prácticas de simulación y de burocratización de las políticas y de los programas, fueron objeto de discusión abierta entre los asistentes.
Los saldos del encuentro tienen implicaciones de política pública: revisión sin concesiones de los límites de las políticas, la rigidez de los programas, el deterioro del ethos académico, la existencia de franjas enteras de profesores y estudiantes que no aparecen ni aparecerán jamás entre los indicadores de éxito de las políticas, la politización y burocratización de la vida universitaria, la ausencia de una mirada que vaya más allá del cumplimiento de los indicadores, el desvanecimiento del contexto social e internacional del desempeño universitario. Historias paralelas II fue un llamado a mirar con otros lentes y otra perspectiva el funcionamiento de las universidades públicas mexicanas, de las políticas y programas que el gobierno federal ha colocado en el centro de sus acciones desde hace más de dos décadas, independientemente de los límites sexenales y de la alternancia en los oficialismos políticos. El Chamizal Calling como una propuesta para revisar, otra vez, lo que hemos hecho y estamos haciendo en las universidades públicas de todo el país.

Monday, November 25, 2013

Revolución: memoria y futuro



Estación de paso
Revolución: memoria y futuro
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 21 de noviembre, 2013.
La Revolución de 1910 es cada vez menos un referente simbólico, cultural y práctico en zonas cada vez más extensas de la sociedad mexicana contemporánea. La antigua épica revolucionaria, con sus héroes y caudillos, con sus apátridas y traidores, sirvió entre otras cosas para edificar un régimen político, para dotar de sentido de identidad y pertenencia a la población, para educar en cierta perspectiva y con cierta lógica (nacionalista, autoritaria) a los niños y a los jóvenes mexicanos durante muchas generaciones. Pero desde hace tiempo –desde finales de los años ochenta para ser precisos- la narrativa ideológica y política revolucionaria fue perdiendo fuerza, identidad y brillo en el discurso oficial, en el seno mismo del partido que le debe más que ningún otro a la mitología revolucionaria su existencia misma, el PRI.
El desvanecimiento del legado revolucionario en la ideología y muchas de las prácticas políticas del priismo, dio lugar, como se sabe, a una fractura, un rompimiento en ese partido que originó la rebelión cívica de 1988 encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y el Frente Democrático Nacional, que fue el antecedente para la creación del Partido de la Revolución Democrática. Otras fuerzas de la izquierda socialista mexicana, junto con las corrientes provenientes del nacionalismo revolucionario que abandonaron al PRI, confluyeron en el PRD, y la historia posterior ya la conocemos. Pero el hecho que conviene retener es que aún en estas organizaciones, la idea misma de la Revolución mexicana se ha desvanecido sin pausas pero sin prisas.
Un buen momento para identificar el significado actual del acontecimiento ocurrido hace 103 años fue la celebración de su primer centenario, hace tres, en el 2010. Con el panismo en el poder, y los restos del nacionalismo revolucionario en la oposición, la coyuntura se presentaba como una buena oportunidad para descifrar el peso simbólico y político de la Revolución entre la clase política mexicana. Y lo que vimos fue un espectáculo confuso, de discursos grandilocuentes pero intrascendentes, referidos al hecho y a sus secuelas como piezas de museo, como reliquias a las que hay que respetar más por su antigüedad que por sus implicaciones en la historia mexicana del siglo XX.
El panismo en el poder exhibió sus propias confusiones y ambigüedades ideológicas y políticas frente al hecho. Acostumbrado desde su nacimiento como partido político en 1939 a presentarse como la oposición leal al partido surgido del movimiento revolucionario, al llegar a la presidencia en el 2000 y en el 2006 tuvo que verse obligado a repetir los rituales de adoración al movimiento y a los líderes que habitan la iconografía revolucionaria. Con timidez más que con convicción, trataron de resaltar la figura y el papel de Madero en el movimiento, colocando su retrato en las oficinas de la presidencia, como mártir político y símbolo de la fracción pacífica y democrática que fue demolida a sangre y fuego en la decena trágica ocurrida en febrero de 1913.
Pero en el resto de la clase política nacional el primer centenario también pasó más como un ritual burocrático que como una oportunidad de reflexión y balance político. Luego de una década de sobrevivir y reconstituirse como oposición frente a un adversario que durante casi 70 años fue a la vez su crítico y legitimador, el PRI tampoco mostró alguna fuerza o convicción clara para hacer algo con la imagen y el significado de la revolución en su propia historia partidista. El resultado fue lo que vimos: espectáculos de fuegos artificiales, edificación de monumentos kitsch envueltos en problemas de corrupción y despilfarro como el de la “Estela de luz”, la inauguración de plazas remodeladas, algunos puentes y caminos, la fiesta de la mercadotecnia light sobre la fecha, el baile de máscaras y disfraces con todo y cananas y sombreros campesinos y bigotes postizos, muchos conciertos de ocasión con los grupos del momento, y los mismo rituales de adoración que vimos antes, durante y después del foxismo y del calderonismo en el zócalo, las plazas de armas y los desfiles militares del 20 de noviembre.
Estas imágenes ilustran con buena fuerza el vaciamiento del significado de la revolución mexicana entre la clase política nacional. Aferradas a conservar símbolos como práctica de supervivencia política, nuestras élites dirigentes no saben qué hacer con la historia oficial. Hoy que acabamos de celebrar 103 años de un acontecimiento que desde hace tiempo parece desvanecerse como referente ideológico, como mito político y como proeza social, quizá lo que vale la pena apuntar es que también estamos desde hace rato en el proceso de desestructuración acelerada de la historia social y política que muchos conocimos. El problema, si es que existe, es que no hay a la vista ni en el horizonte ideológico ni en el imaginario político de los liderazgos que surgieron de la transición, la alternativa de una nueva historia patria que alimente algo parecido a una idea de México. Que hoy se publicite de manera abrumadora una ola de consumo y compras de pánico entre los consumidores – “El buen fin”-, es una señal luminosa del espíritu de los tiempos, que coloca un puño de tierra más a la idea misma de la Revolución Mexicana, donde la sociología del consumo parece importar más que cualquier sociología de las celebraciones.


Friday, November 08, 2013

Lou Reed (1942-2013)


Estación de paso
Lou Reed (1942-2013): las líneas trazadas, el mapa incorrecto.
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 7 de noviembre, 2013.

Al fin y al cabo, el que se muere es el cuerpo
David Foster Wallace, Federer, en cuerpo y en lo otro

Murió Lou Reed. Que dios nos ampare. Con él se nos va una parte significativa del espíritu y el sonido de la Velvet Underground, la memoria viviente de los ácidos de los años sesenta que circularon por las venas de John Cale, de Andy Warhol, de mismo Reed y de tantos otros de una generación cuyos miembros van cayendo uno por uno. Se nos va la tristeza, la rudeza y la elegancia que tiñeron buena parte de la obra de un músico crudamente, ferozmente neoyorkino, que hizo de su ciudad su templo, su cantina, su madriguera, su parque de diversiones, su observatorio personal y su laboratorio de experimentación cultural.
Quizá nadie como Reed, en el campo de la contracultura y del rock, hizo de Nueva York un símbolo urbano moderno, un espacio de cruce de caminos entre el capitalismo post-industrial norteamericano y la nueva sensibilidad cultural, entre el hiper-urbanismo, el arte pop y la marginalidad como formas de vida. Cronista y actor, narrador y testigo de una ciudad explosiva y contradictoria, Reed fue capaz de vivir entre los abismos de una metrópoli que son muchas, recorriendo los callejones sin salida de Brooklyn, del Bronx, de Queens y de Manhattan, mirando con asombro los extremos de la opulencia más brillante y la miseria más oscura, introduciendo de cuando en cuando su mirada afilada entre las penumbras de los congales y burdeles más sórdidos de la ciudad, pero también acumulando imágenes y palabras que narran las muchas historias personales y colectivas que transcurren todos los días entre las calles neoyorkinas en la segunda mitad de un siglo XX que se nos aleja un poco más con su muerte.
Nacido en 1942, Reed perteneció a la generación de los baby-boomers, los nacidos poco antes o después de la finalización de la segunda guerra mundial, los que protagonizaron la revolución contracultural y sexual de los años sesenta, que protestaron contra la guerra de Vietnam y contra el consumismo capitalista, los que probaron en carne propia aquello de que las puertas de la percepción sí existen, y que los paraísos artificiales son la expresión terrenal del cielo de las drogas, el sexo y el alcohol. Como muchos otros, Lou Reed fue un metodista consumado: se metió de todo. Y con ello, siguió al pie de la letra el viejo consejo de Lord Byron: el camino de los excesos conduce al templo de la sabiduría. Lector voraz de Edgar Allan Poe, de Dylan Thomas y Ezra Pound, admirador de las novelas de Hemingway, de Norman Mailer y de Truman Capote, Reed aspiraba como ellos en la literatura a crear la Gran Canción Americana en el campo musical, una desmesura propia de mentalidades excéntricas pero brillantes.
Por supuesto, igual que sucedió con aquellas pretensiones literarias, no lo logró. Pero aquí quedan la música y las letras de las canciones de Reed, grabadas en 20 discos como solista y un pequeño puñado de discos con el cuarteto del Velvet..Quedan por acá también las imágenes de un músico sin etiquetas, férreo enemigo de las modas, un surfista que transitó por las olas del glam rock y del sonido pre-punk, del blues y del rock más ortodoxo, que abrevó indistintamente de las aguas del rock and roll, del acid jazz y del godspell, del soul y, en algún tiempo, del R&B y hasta del folck eléctrico dylaniano.
Queda también la imagen de un hombre “atrapado entre las estrellas desfiguradas, las líneas trazadas y el mapa incorrecto” (como escribió en Romeo had a Juliette, de su disco New York, de 1989), declarando con furia que “voy a meter a Manhattan en una bolsa de basura”. Es la figura de un hombre flaco, de ojos grandes y de voz imprecisa y potente, caminando solitariamente por algún un callejón mal iluminado de una noche de ventisca otoñal en su amado Nueva York, mientras que los ecos de “Walk on the Wild Side” resuenan discretamente en algún departamento de Manhattan, musicalizando la noche oscura de un día perfecto.
La muerte de Reed recuerda las palabras del escritor David Foster Wallace, escritas hace apenas unos años antes de la muerte del propio Wallace: “Tener cuerpo presenta muchos inconvenientes. Si esto no es lo bastante obvio como para que a nadie le hagan falta ejemplos, limitémonos a mencionar rápidamente el dolor, las llagas, los malos olores, las náusea, el envejecimiento, la fuerza de la gravedad, la sepsis, la torpeza, la enfermedad y las limitaciones físicas: todos y cada uno de los cismas entre nuestra voluntad física y nuestra capacidad real. ¿Acaso alguien duda de que necesitemos ayuda para reconciliarnos con la corporalidad? ¿Que la ansiemos? Al fin y al cabo, el que se muere es el cuerpo.” (David F. Wallace, “Federer, en cuerpo y en lo otro”, Mondadori, 2013, p.18)