Thursday, November 19, 2020

El filo del hacha

Estación de paso El filo del hacha Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 19/11/2020) Finalmente, el recorte presupuestal federal para le educación superior se consumó la semana pasada. Luego de las discusiones, acercamientos y cabildeos de rigor, cuyo resultado fue de algunos ajustes mínimos a la propuesta presupuestal educativa enviada por el ejecutivo federal a la Cámara de Diputados, los recursos federales al sector registran un pírrico 0.1% de incremento general en términos reales para el 2021. Eso significa la confirmación de una tendencia observada rigurosamente desde 2015, un período transexenal que conserva la misma lógica reduccionista de los recursos públicos federales hacia la educación terciaria que afecta de manera especialmente aguda a las universidades públicas federales y estatales. El presupuesto federal al sector, como se sabe, tiene dos grandes componentes: el ordinario (gasto corriente) y el extraordinario (fondos para programas especiales o estratégicos). Según cálculos de la ANUIES, entre 2015 y 2020 el presupuesto federal ordinario a las universidades experimentó incrementos anuales inferiores a la inflación, lo que provocó un déficit acumulado de más de 15 mil millones de pesos a lo largo del período. Con la aprobación del presupuesto 2021, ese déficit se incrementará a casi 19 mil millones de pesos. En lo que respecta a los fondos extraordinarios la situación es aún más delicada. De los 11 fondos existentes en 2015, sólo se conservarán 2 en 2021. En el presupuesto del próximo año, desaparecerán 3 programas que hasta este 2020 se mantenían vigentes: “expansión de la oferta educativa”, “fortalecimiento de la excelencia educativa” y “carrera docente”. Y dos programas se mantienen pero registrando una drástica disminución de casi el 50% en su recursos: el “Programa de Desarrollo Profesional Docente” (PRODEP), y el “Programa de infraestructura social del sector educativo”. En conjunto, con la desaparación de los 3 programas mencionados y el recorte a los dos que nominalmente se mantendrán activos el próximo año, las universidades dejarán de recibir casi dos mil millones de pesos en 2021. La única reconsideración presupuestal para la educación superior fue en el caso de las escuelas normales de educación superior, las cuales recibirán un incremento ajustado de 149 millones de pesos el próximo año. Como también se esperaba, los programas federales que recibirán un incremento real y absoluto son los relacionados con el programa de “Universidades para el Bienestar Benito Juárez García” y el programa de becas “Jóvenes escribiendo el futuro”. El argumento que justifica las decisiones gubernamentales es de carácter político, técnico y económico. Las políticas de austeridad que caracterizan la retórica oficialista desde diciembre de 2018, los costos de la crisis sanitaria y económica de este año, la diminución de los recursos fiscales, los cambios en el entorno económico internacional, la búsqueda de mayor eficiencia en el gasto, la lucha “contra la corrupción y el desplifarro”, forman parte de la narrativa que acompaña la música de la austeridad y el ajuste presupuestario. En esa perspectiva, las prioridades gubernamentales no contemplan el apoyo a las universidades públicas, sino a otros sectores, con otras voces y actores. En ese contexto, la lógica que articula la “política de las políticas” del oficialismo es muy clara: asegurar el control/centralización de los recursos públicos mediante la asignación directa de los mismos, “sin intermediarios”. Y las instituciones (las universidades públicas) son consideradas intermediarias incómodas que afectan esa lógica de asignaciones directas de los presupuestos federales. ¿Cómo entender todo eso? Bien visto, no se trata de un diagnóstico que alimente un cálculo financiero y politico. Se trata del predominio de una imagen firmementemente instalada en la colección de prejuicios, fobias y escepticismos del nuevo oficialismo. En el fondo de la imaginería oficialista, las universidades son espacios de privilegio, no populares, dominadas por sus rectores y los grupos políticos que los sostienen y acompañan, donde los académicos suelen ser individuos que se dedican frecuentemente a la “levitación” intelectual (como señaló el propio Presidente en una de los sermones mañaneros el año pasado), que ganan demasiado dinero, y que no tienen compromisos con las verdaderas causas populares. Más aún: las universidades suelen ser consideradas como espacios de prácticas “decadentes” y críticas inexplicables a las acciones gubernamentales, como ocurrió en la mañanera del viernes pasado, cuando el Presidente se refirió en tono sarcástico a la Feria Internacional del Libro, organizada por la Universidad de Guadalajara. Esas representacioneses políticas sobre las universidades y de sus dirigentes y comunidades están en la base de una profunda desconfianza y recelo presidencial sobre la autonomía universitaria. Las implicaciones del recorte presupuestal contradicen otras acciones y proyectos del propio oficialismo, como las disposiciones contenidas en el anteproyecto de la Ley General de Educación Superior que se encuentra en la fila de la discusión y posible aprobación de la cámara de senadores antes de que finalice este mismo año. También se encuentra en tensión con los principios de obligatoriedad y gratuidad de la educación superior que se añadieron a la reforma del artículo tercero constitucional en mayo del 2019, promovidas y aprobadas por el propio oficalismo morenista. Esas inconsistencias políticas y las representaciones y arraigados prejuicios del oficialismo hacia las universidades públicas están en la punta del filo del hacha que explica el nuevo recorte a los presupuestos universitarios del 2021. En esa condiciones, una extraña sensación déjà vù flota en el ambiente. Los fantasmas y realidades de la década perdida de los años ochenta del siglo pasado vuelven a aparecer en los campus universitarios. Y esa sensación bien puede ser acompañada por la palabras pronunciadas con entusiasmo por uno de los personajes de El Gran Gatsby, la célebre novela de Fitzgerald: ”¿Que no podemos repetir el pasado? ¡Claro que podemos!”.

Wednesday, November 11, 2020

La política según Andrés Manuel

La política, según Andrés Manuel Adrián Acosta Silva Cuida de que tu lengua no te corte la cabeza Abu Ubayd, escritor musulmán, siglo IX El poder del mito reside en crear sentido a partir de las ruinas del sentido John Gray, Mitos del futuro próximo Emil Cioran afirmó en la presentación de su Antología del retrato que ese género “es un arte que consiste en fijar un personaje, en desvelar sus misterios atractivos o tenebrosos”, y distinguir entre “el hombre interior” y “el hombre exterior”. Ese ejercicio requiere recrear el tiempo de los personajes, pasajes de sus itinerarios vitales, sus acciones, fracasos y satisfacciones, sus paradojas, ambigüedades y vacíos. Pero son sobre todo las palabras, el lenguaje, lo que importa para tratar de descifrar la simpleza o complejidad de su carácter, sus contradicciones, obsesiones, angustias y creencias. Durante los siglos XVII al XIX, en distintos momentos y contextos, Tocqueville, Saint-Simon, Chateaubriand, Benjamin Constant, Madame de Rémusat, Brissot, fueron grandes retratistas de personajes de su época, y lo hicieron a través del género epistolar, a manera de impresiones, dibujos, viñetas. La observación de Cioran y la experiencia retratista son pertinentes para fabricar postales de hombres y mujeres de todos los tiempos, y el nuestro esta lleno de personajes y personajillos que tal vez merecen un ejercicio similar. Para México, es el caso de Andrés Manuel López Obrador, el presidente y el político, el dirigente y el representante, un personaje singular surgido de un contexto temporal, social y político propio de una recomposición acelerada de la vida política nacional, que incluye a la clase política pero también el ánimo público. Muchos lo ven como un hábil político profesional, otros como un mesías tropical, algunos más como un autócrata disfrazado de demócrata, un caudillo con pretensiones históricas, un populista nostálgico, un líder excepcional. Es seguramente un poco de todo, la personalización de lo híbrido, de un carácter forjado en las aguas lodosas de las ideologías, los intereses y las pasiones acumuladas a lo largo de la experiencia de la transición política mexicana de las últimas tres décadas (1988-2018). Para descifrar al personaje un buen punto de partida es identificar las creencias que guían sus acciones. El sistema de creencias políticas del transformacionismo (genérico de la profusa, difusa y confusa narrativa de la 4T) está representado fielmente por su promotor, líder moral y gurú político, AMLO. Como sabemos, ese liderazgo, desde el 1 de diciembre de 2018, ocupa el sillón presidencial de Palacio Nacional, frente a la magnífica explanada del zócalo capitalino, y desde ahí las creencias del oficialismo dominan el ánimo político nacional en forma de lealtades y oposiciones. Pero ese sistema de creencias dista mucho de ser una retórica coherente, ordenada o consistente; por el contrario, se trata de un relato elástico que se mueve indistintamente en el tiempo y las circunstancias, que varía según los contextos, los protagonistas principales y los espectadores permanentes o de ocasión. No obstante, es posible identificar algunos rasgos básicos, ejes que articulan esas creencias en una visión política sobre el presente, el pasado y el futuro del país. Ahí se encuentra claridad en la confusión, y vale la pena retenerlos como puertas y ventanas de entrada a la complejidad (o banalidad) del personaje y su contexto. Los rasgos son visibles gracias a la conocida incontinencia verbal del presidente expresadas durante las conferencias matutinas ofrecidas desde Palacio Nacional y transmitidas o reproducidas a través de todos los medios. También se manifiesta en giras de fin de semana, en visitas a pueblos y ciudades, en entrevistas, declaraciones en (muy pocos) foros internacionales, en la inauguración de edificios reconstruidos, en la presencia frente a nuevas obras públicas federales, en los homenajes a los héroes patrios, en los festejos de nuestro santoral laico. La abrumadora presencia presidencial en la vida pública a lo largo de los últimos dos años ha marcado agenda, ritmo y vértigo a la retórica de la clase política en su conjunto, construyendo una frontera simbólica que va marcando los territorios del oficialismo y de sus oposiciones. El fenómeno por supuesto no es nuevo ni exclusivo de México. Lo novedoso, o lo exótico si se quiere ver así, es la manera en que desde las palabras presidenciales se revela una concepción peculiar de la acción política, en la que se mezclan ingredientes republicanos y reflejos autoritarios, arrebatos federalistas y controles centralistas, expresiones caudillistas y religiosas, impulsos populistas, intuiciones metafísicas y pretensiones intelectuales. El cemento que une la pedacería de esa concepción son las creencias y los símbolos que articulan el imaginario político del lopezobradorismo. En un ejercicio de síntesis, se propone un decálogo sobre la caracterización que de la política como actividad pública y como práctica social tiene el líder del transformacionismo, a partir de su desempeño en los primeros dos años de su gobierno. Es un decálogo hecho a base de imágenes y palabras cuya textura tiene, bien visto, la flexibilidad del mármol. 1. La política no es politiquería. En la visión obradorista no hay política sin adjetivos: hay política buena y política mala, formas virtuosas y formas corruptas. La buena es la que procura el bien común, tiene altura de miras, es desinteresada, las intenciones son nobles y sus actores honestos. La mala tiene que ver con la trácala, la corrupción, las intenciones inconfesables, que la ejercen quienes “buscan el poder por el poder mismo”. La política buena es pura, clara y transparente, que se ejerce de cara al pueblo y con el pueblo. La mala es siniestra, sombría, que se hace a escondidas, “en lo oscurito”, se gestiona en los sótanos del poder y donde sólo participan las mafias partidistas o las elites económicas. Esa creencia tiene claramente raíces religiosas más que filosóficas, una dicotomía que el viejo Schopenhauer criticaba con ironía al considerar que la superficialidad religiosa elude la complejidad del realismo, afirmando que la bondad y la maldad están relacionados con la voluntad y no con la objetividad. En la metafísica de las costumbres del transformacionismo, es bueno lo que se ajusta a las intenciones que gobiernan la voluntad política, y el voluntarismo es el instrumento de la regeneración nacional, a diferencia de los “gobiernos neoliberales”, que sumieron al país en la “politiquería”. “No somos iguales”, es una de sus frases favoritas. 2. En política, lo importante son los fines, no los medios. Como todo político astuto, AMLO coloca sus acciones como parte de un proyecto general, inspirador, ambicioso, de dimensiones históricas. Sistemáticamente invoca el proyecto de la 4T como la fuente que inspira y justifica todas sus intenciones y las de su gobierno. “Acabar con la pobreza y con la corrupción transformará de manera histórica el país”, afirma en las más diversas circunstancias. El cómo es lo de menos. Lo que se necesita es compromiso, lealtad, fe, honestidad para alcanzar los fines supremos de ese proyecto. Los detalles, la plomería, las instituciones, los procedimientos, la burocracia gubernamental, son instrumentos que hay que utilizar o desechar para alcanzar los fines. Quienes cuestionan los cómo, las prioridades, las inconsistencias, las limitaciones legales o prácticas para las acciones gubernamentales no suelen durar mucho en la cruzada presidencial. Los fines importan; los medios se adaptan, se inventan o se eliminan. “Al diablo las instituciones” 3. La autoridad moral es la fuente de toda autoridad política. AMLO se auto-personifica como ejemplo de honestidad, virtud y austeridad republicana. Muestra que sus prendas morales son la coherencia, la persistencia, la lucha social en favor de los intereses del pueblo. Su espejo favorito es la figura de Benito Juárez y la mitología derivada de la historia de bronce del pasado indígena, el republicanismo decimonónico y el nacionalismo postrevolucionario: heroísmo, modestia mundana, desprendimiento personal, convicciones a prueba de balas, austeridad republicana, elogio de la medianía. También suele citar las palabras del general revolucionario Francisco J. Múgica, cuando habla de que “el renacimiento de México” se conseguirá “de la simple moralidad y de algunas pequeñas reformas”. La franqueza y la claridad forman parte de esos atributos de su liderazgo moral. “Mi pecho no es bodega” es otra de sus frases favoritas. 4. La corrupción es la causa de nuestros males políticos. La “purificación de la vida pública” es uno de los imperativos categóricos de AMLO. La máxima sobre la moralidad tiene mucho que ver con la corrupción y la impunidad. Hay una profunda convicción -que es en realidad una fe convertida en creencia endurecida- de que el problema central del país es la corrupción de la vida política mexicana. No es la desigualdad, ni la pobreza, sino la corrupción la causa profunda de todos nuestros males. La clase política corrupta aliada con intereses económicos está en el origen de las mafias del poder, una “banda de malechores” (una frase extraída de alguna carta de Tólstoi durante la época del zarismo) surgidas durante la época neoliberal (o “neoporfirista”, como suele afirmar). Y para luchar contra ella, es necesario un compromiso de lealtad, de luchar contra las prácticas de impunidad en todas sus manifestaciones. Está convencido de que eliminando la corrupción se transformará el país, y en esa lucha no se puede traicionar el espíritu de la 4T. “El que se aflige se afloja” es otro de los dichos preferidos del refranero obradorista. 5. La democracia liberal y representativa es una ficción elitista. En AMLO coexisten, de manera contradictoria, el republicano teórico con el autócrata práctico. Una de las creencias más arraigadas del obradorismo es su incomodidad con la existencia de otros poderes constitucionales y partidos políticos distintos a su creatura política (MORENA). Para el presidente-activista no hay ninguna razón válida que justifique oponerse a la Gran Transformación Nacional que pretende su gobierno, salvo la acción de las fuerzas conservadoras que forman las máscaras de la democracia representativa y del sistema de partidos construidos en la “era neoliberal”. Quienes se oponen a su proyecto son los jueces, magistrados, funcionarios y dirigentes políticos conservadores. Hay una creencia profunda en que el pueblo no está representado en los partidos ni en las instituciones, y que sólo las formas directas de la democracia directa, popular (plebiscitos, consultas, asambleas), son las garantizan la expresión de los verdaderos sentimientos de la nación, que son los que tiene el pueblo, y que el pueblo son los pobres, lo de abajo. Esa retórica política se alimenta confusamente de la “leche de varias nodrizas”, para utilizar la conocida metáfora de Oakeshott: indigenismo, nacionalismo, liberalismo republicano, populismo, autoritarismo, “infantilismo de izquierda” (ese que criticaba Lenin a los “comunistas de izquierda” que “declamaban pero no argumentaban”). 6. El pluralismo es tóxico para la democracia popular. El liderazgo presidencial de la 4T requiere de mayorías estables, comprometidas con el proyecto, leales a la figura del líder, fe en la viabilidad del proyecto. Hay cierto tufillo de herencia maoísta y estalinista que se filtra en los dichos y hechos de AMLO. “Es momento de las definiciones”, afirmó a mediados de agosto, “se está a favor o en contra de la Cuarta Transformación Nacional”. En esas definiciones no caben los matices, ni las medias tintas, ni la tibieza de los escépticos ni la dureza de los críticos. Conservadores vs. liberales es el dilema que ha marcado la raya de la retórica presidencial, que reproduce la división entre el pueblo y las elites, entre la burguesía y el proletariado, entre los revolucionarios y los contra-revolucionarios. Son los ecos de una mentalidad política para la cual el pluralismo democrático no es más que una farsa que beneficia a las clases medias, a las elites, a los poderosos y privilegiados de siempre. Y la alternativa es volver al pueblo, invocar sus virtudes, su nobleza y sabiduría, que son las raíces profundas de la cual se han nutrido los diversos populismos a lo largo de la historia política. Umberto Eco describía al animal populista con la claridad y brevedad de su prosa: “El populismo es un método que prevé la apelación visceral a las que se consideran las opiniones o prejuicios más arraigados en las masas”. 7. Los partidos no representan más que a sus líderes. Una de las creencias centrales de AMLO es que los partidos son maquinarias inútiles, oxidadas, inservibles para emprender la Gran Transformación mexicana. Esa creencia se nutre de sus propias experiencias y aprendizajes de los partidos a los que ha pertenecido (el PRI y el PRD), de donde leyó bien y oportunamente el profundo deterioro de la representación política posrevolucionaria. De ahí su convicción de que más que un partido necesita un movimiento con liderazgos fuertes, legítimos, honestos, comprometidos con sus militantes y simpatizantes. Un movimiento grande, amorfo, pragmático, cuyo centro cohesivo no sea un programa, ni una ideología, sino un objetivo general y trascendental: la construcción de una nueva era, luminosa, esperanzadora, liberadora, una nueva tierra prometida donde la felicidad, la solidaridad y el amor al prójimo sean el fin y los medios para alcanzarla. Es la hechura de un mito sobre el futuro próximo que es, a su vez, derivación de una colección de mitos históricos sobre México, postales de un pasado heroico cuyas principales etapas conducen inevitablemente hacia un destino feliz. Es el poder del mito, uno de los afluentes más claros del sistema de creencias e ilusiones del transformacionismo. La 4T es el proyecto y AMLO su profeta. 8. La sociedad civil no existe; lo que existe es el pueblo. Para el político tabasqueño la sociedad civil es, al igual que el pluralismo, una forma de enmascarar los verdaderos intereses de los grupos privilegiados de la sociedad. Está convencido de que ahí se anidan las clases medias y altas de la sociedad, no los intereses legítimos del poder popular. Resuenan en esa visión los calificativos marxistas sobre la pequeña burguesía, las críticas leninistas a los mencheviques, traducidos al lenguaje lopezobradorista de los “fifís”. Para AMLO, las imposturas políticas forman parte de la sociedad civil. En el imaginario y la narrativa lopezobradoriana, el pueblo es una categoría política mayor que la ciudadanía para referirse a adversarios y aliados. El auténtico pueblo son los de abajo, los pobres, los desheredados, las víctimas eternas de un sistema de exclusiones y privilegios endurecido por las políticas neoliberales de los últimos treinta años. El interés mayor a proteger es el interés popular, no los intereses particulares, y el Estado es la figura encargada de traducir ese interés popular en acciones gubernamentales. No hay distinción entre Estado y sociedad civil sino unión entre Pueblo y Gobierno. “Yo soy uno de Ustedes”, dijo al asumir la presidencia; “El Estado es AMLO”, suelen afirmar con entusiasmo sus seguidores. 9. La personalización del poder. En la figura de AMLO, el presidente de la República es el “hombre exterior” y el político el “hombre interior”. Sin embargo, el político y el presidente son una y la misma cosa. Sin distinción entre el puesto y la persona, la retórica obradoriana emana del poder de la investidura, desde la cual el político mundano, el activista que siempre ha sido, domina el escenario público. Pero el fenómeno no es nuevo. La personalización del poder y de las relaciones sociales son monedas de uso común en la vida política mexicana, una moneda que utilizaron intensamente Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Carlos Salinas o Vicente Fox. Ello explica la desconfianza en los órganos autónomos y en instituciones creadas como contrapesos al poder del ejecutivo a lo largo de los últimos años. Desde la perspectiva lopezobradorista, las universidades públicas autónomas, las autoridades electorales, los organismos de transparencia, forman espacios donde la despersonalización de las relaciones causa problemas de coordinación para el jefe del ejecutivo. Son espacios de corrupción y chantajes, capturadas por grupos e intereses oscuros. “¿Dónde estaban cuando los gobiernos neoliberales corrompieron al país?”, preguntó en alguno de sus sermonarios matutinos cotidianos. 10. El dinero corrompe, y mucho dinero corrompe absolutamente. Hay una afinidad de las creencias de López Obrador con la concepción religiosa respecto al poder maligno del dinero. Para AMLO, el dinero es intrínsecamente perverso, similar a lo que el Papa Francisco denomina con frecuencia como como “el estiércol del diablo”. Toda riqueza es sospechosa y sus fuentes oscuras. Pero cuando se mezclan dinero, poder y política lo que ocurre es la corrupción de las prácticas, los fines y los medios. Sus llamados a la austeridad revelan esa obsesión por evitar caer en las tentaciones del dinero, de que es posible que los individuos, como las naciones, pueden vivir en condiciones de precariedad si mantienen en alto los principios de la solidaridad y el amor al prójimo. Esta creencia fundida en el plomo de la fe se extiende a las instituciones públicas, al funcionariado, a los miembros de su gobierno. Las únicas instituciones que elogia en público son el Ejército y la Marina, pues está convencido de su compromiso con el pueblo, de su honestidad y lealtad a la figura presidencial. Por eso, en su calidad constitucional de comandante de las fuerzas armadas, ordena la construcción del nuevo aeropuerto, tareas de seguridad pública, la construcción de hospitales, la distribución de libros, la administración de aduanas y puertos. Su confianza en esa institución compensa la desconfianza que tiene en los poderes estatales, los municipales, los órganos autónomos, los fideicomisos, en los empresarios privados. Para AMLO esa visión pretoriana del ejercicio del poder es la única forma de asegurar que el dinero no contamine el cuerpo y el alma de la 4T. No es el propósito que un decálogo -éste u otro- ayude a entender la génesis o las prácticas de un tipo de liderazgo que fue respaldado por una mayoría abrumadora de los ciudadanos en las elecciones de julio de 2018, un respaldo que a dos años de gestión presidencial se mantiene a pesar de titubeos, contradicciones, yerros en el manejo de la crisis pandémica, y los frecuentes exabruptos presidenciales contra escépticos, desconfiados, adversarios de coyuntura o enemigos, digamos, históricos. Al final de cuentas, toda forma de caracterización de un personaje no importa tanto por lo que es el individuo sino por lo que representa. Y en la vida política cualquier caracterización es siempre una forma de elaborar el retrato a mano de una figura pública, un retrato que ayude a comprender la naturaleza de la bestia que ha emergido de las entrañas mismas del sistema político surgido de la larga y compleja transición mexicana ocurrida a lo largo del siglo XXI.

Friday, November 06, 2020

El óxido de la incertidumbre

Estación de paso El óxido de la incertidumbre Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 05/11/2020) La abrupta interrupción o dramática disminución de las bolsas de financiamiento extraordinario a las universidades marcan un cambio notable en las reglas del juego entre el gobierno federal y las universidades públicas. Aunque ya desde el sexenio anterior la tendencia a la disminución absoluta y relativa de esas bolsas asociadas a programas específicos era una nota preocupante para los rectores y comunidades universitarias, lo que ha ocurrido en los primeros dos años del nuevo gobierno parece anunciar una clara ruptura con las políticas de incentivos al desempeño que caracterizaron los últimos treinta años de las intervenciones federales en la educación superior. El asunto es delicado no sólo porque rompe con un esquema de comportamientos más o menos estables entre las universidades y el estado, sino porque no hay hasta el momento una política que compense o disminuya los efectos de la práctica desaparición de los programas de financiamiento no ordinarios. Temas como la ampliación de la cobertura, los apoyos a la formación de cuerpos académicos, la desaparición de los fondos sectoriales o mixtos de investigación, la disminución de los programas de estímulos al desempeño de los académicos, los apoyos a la solución de los “problemas estructurales” de las universidades (reconocimiento de plantillas administrativas y académicas, jubilaciones y pensiones, adeudos fiscales) son algunos de los asuntos que habitaron la agenda de la evaluación de la calidad, el financiamiento público y el desempeño de las universidades durante un largo ciclo. Esa agenda articuló prácticas y rutinas de la gestión instiucional asociadas a los incentivos. La épica de indicadores y métricas de desempeño acompañó las narrativas del juego de las políticas con resultados difusos, paradójicos, muchas veces contradictorios, a veces alentadores. El lento incremento de la cobertura, los contradictorios procesos de evaluación y acreditación de la calidad, el mejoramiento relativo de la investigación, o la (muy tímida) renovación de las plantas académicas universitarias, son algunos de los resultados alcanzados por las políticas basadas en incentivos. Pero también hay un lado oscuro: la burocratización de la vida académica, prácticas de simulación, actos esporádicos de corrupción o desvío de recusos públicos, ambigüedad de los impactos sociales de las universidades, forman parte de los déficits de atención del desempeño institucional. Ello no obstante, la virtual eliminación de los programas extraordinarios coloca a las universidades en una situación financiera extremadamente complicada, dado que esso programas fueron concebidos como fondos compensatorios de financiamientos ordinarios prácticamente estancados o disminuidos de manera relativa a lo largo de los sexenios anteriores. No es claro cuál es la razón política de la virtual cancelación de los fondos extraordinarios, pero algo tiene que ver tanto con la lógica de centralización política de los recursos públicos por parte del ejecutivo federal, como con las políticas anticorrupción y de austeridad recrudecidas por la catastrófica crisis sanitaria y económica de este año. Quizá también está relacionada con un cambio de fondo en el paradigma de las políticas de educación superior del nuevo gobierno, aunque esto no se contempla ni en el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, ni el el Programa Sectorial de Educación 2020-2024, ni en el anteproyecto de la nueva Ley General de Educación Superior que aguarda a ser discutida en el Senado antes de que finalice este año. La discusión y eventual aprobación del presupuesto de egresos de 2021 arrojará luz sobre la decisión tomada, y la existencia, o no, de alternativas de financiamiento adicional a las universidades públicas federales y estatales. En estas circunstancias, los posibles escenarios son dos. Uno es dar marcha atrás en la cancelación de los fondos extraordinarios federales y concentrarlos en un fondo extraordinario único, que anteceda al “Fondo federal especial de educación superior” contemplado en el anterpoyecto de la LGES, y que comenzaría a operar hasta 2022. El otro escenario es incrementar de manera significativa el presupuesto ordinario a las universidades mediante nuevas disposiciones y controles gubernamentales. No obstante, ambos escenarios son complicados por la crisis de financiamiento público que experimentará el sector en lo que resta del sexenio y tal vez de la década. En cualquier caso, las nuevas reglas del juego dictadas por el oficialismo anticipan conflictos, tensiones y, quizá, tambores de guerra en el sector universitario nacional. Mientras los principales actores involucrados -funcionarios federales, directivos universitarios, profesores, investigadores, estudiantes de posgrado- aguardan para conocer las nuevas reglas para trazar sus propias estrategias, el juego se mantiene en una pantanosa zona de incertidumbre agravada por la gestión cotidiana de la crisis sanitaria y económica nacional. La tensión entre la lógica de los incentivos y la lógica del control gubernamental está situada justo en el centro de las relaciones entre la desinstitucionalización de las políticas de estímulos y el óxido de la incertidumbre política.