Thursday, June 29, 2017

La batalla de Budapest


Estación de paso
Libertad académica y legitimidad política: la batalla de Budapest
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 29/06/2017)

La veloz expansión de la educación superior privada en el mundo ha revivido polémicas viejas con anteojos nuevos. La dicotomía público-privado, que usualmente se asociaba a la dicotomía mayor Estado-Mercado, se desvaneció aceleradamente en el curso de las reformas estatales y de los mercados desde finales del siglo pasado. Hoy, muchas universidades privadas cumplen funciones públicas y no pocas universidades públicas se comportan como si fueran privadas La dicotomía se ha vuelto un continuum, en donde la posición en el eje público-privado es una cuestión de grado, no una posición fija e invariable en uno u otro extremo.
Estos reposicionamientos universitarios han generado nuevas paradojas políticas. En el caso venezolano, por ejemplo, las universidades públicas están enfrentadas desde hace años con los gobiernos chavistas por sus iniciativas de controlar políticamente a las principales universidades públicas y privadas locales. En el otro extremo, el gobierno de Hungría lanzó desde abril pasado una iniciativa para clausurar universidades privadas como la Universidad Centro Europea (CEU, por sus siglas en inglés), mediante una reforma a la legislación que regula y autoriza la creación de instituciones privadas de educación superior.
El caso de la CEU es representativo de lo que ocurre en distintos territorios locales. Fundada en 1991 a iniciativa y con los fondos del multimillonario norteamericano George Soros (por cierto, de origen húngaro), la Universidad es una institución acreditada por la State University of New York (SUNY). Con cerca de 1,500 estudiantes fundamentalmente de posgrado en el campo de las ciencias sociales y las humanidades, la CEU fue diseñada como un espacio de discusión filosófica, política y de políticas públicas, donde confluyen de estudiantes y profesores de todo el mundo, y sus programas se imparten fundamentalmente en inglés. Es un ejemplo institucional de una universidad global, internacional y multicultural, en la que una buena parte de sus estudiantes reciben becas de la fundación Soros, que incluyen el pago de la matrícula anual, que ronda los 12 mil euros.
En abril pasado, el parlamento húngaro aprobó una ley que coloca como requisito a cualquier institución extranjera de educación superior instalada en el país demostrar que en su país de origen funcione una institución similar. En el caso de la CEU, aunque sus estudios son avalados por la SUNY, no tiene una sede en los Estados Unidos, lo que ante los ojos de la nueva legislación la convierte en una institución ilegal y, por tanto, sujeta a clausura. En esas circunstancias, el actual Rector de esa universidad, el intelectual liberal canadiense Michael Ignatieff, ha lanzado una voz de alerta que ha suscitado la simpatía de diversas personalidades en todo el mundo. No obstante su carácter de universidad privada, el caso de la CEU representa una experiencia donde las promesas de la educación superior se encuentran en tensión permanente con los intereses y conflictos entre gobiernos, universidades y empresas en la disputa sobre la legitimidad de esas instituciones.
En un artículo publicado la semana pasada (20/06/2017) en el diario español El País, Ignatieff propuso una serie de reflexiones en torno a las relaciones entre la libertad académica y las libertades democráticas en las universidades, basado en el actual conflicto entre la CEU y el gobierno húngaro (“La libertad académica bajo amenaza”). http://internacional.elpais.com/internacional/2017/06/16/actualidad/1497623549_769312.html)
Como Rector en funciones de esa universidad, el autor de libros como Fuego y cenizas. Éxito y fracaso en política (Taurus, 2014), alerta sobre los peligros que se ciernen sobre esa y otras universidades en el mundo, distinguiendo las amenazas externas y las internas. Las del primer tipo tienen que ver con el financiamiento y la supervisión por parte de empresas y gobiernos, mientras que las segundas están relacionadas con la legitimidad académica e intelectual de las universidades. Unas tienen que ver con las restricciones políticas o los intentos de censura y control desde el mercado o desde el Estado; las otras tienen que ver con el ethos universitario y el compromiso social de las universidades.
El argumento central de Ignatieff es que lo que está en juego en el caso de la universidad húngara es la libertad académica universitaria, es decir, el conjunto de valores y prácticas que configuran la autonomía intelectual que caracteriza a las universidades modernas desde por lo menos el siglo XIX. En el caso de la CEU confluyen tanto los intentos gubernamentales de controlar la libertad universitaria como los riesgos de un entorno habitado por prejuicios, ignorancia y anti-intelectualismo, una complicada mezcla a la que se agrega con alguna frecuencia la erosión de las prácticas académicas universitarias y el desvanecimiento de sus impactos sociales.
Las implicaciones de las reflexiones de Ignatieff rebasan las fronteras de Budapest, de Hungría o de la Europa continental. En los tiempos en que la charlatanería, los oportunismos y el oscurantismo más pedestre se adueñan de no pocas franjas del ánimo público, las universidades parecen constituir el último y único reducto de la inteligencia colectiva, del conocimiento, la cultura y la ciencia. La duda, la especulación y los hallazgos encuentran en estas instituciones espacios verdaderamente privilegiados para distinguir la verdad de la mentira, la ciencia de la metafísica y la fe, la crítica de las lisonjas al poder.
Claridad y compromiso intelectual, defensa de las libertades académicas y rendición de cuentas, forman parte de los valores modernos asociados a las universidades, en especial de las públicas pero también de las privadas. Las reflexiones de Ignatieff a raíz del caso de la Universidad Centro Europea pueden resultar pertinentes para la coyuntura crítica que atraviesa esa universidad, pero pueden extenderse con matices al conjunto de las universidades contemporáneas.



Thursday, June 15, 2017

Cofrecillo de dos llaves



Estación de paso
Cofrecillos de dos llaves
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 15/07/2017)
En el origen de las universidades está la disputa por los reconocimientos y los privilegios asociados al prestigio y a las relaciones de poder de unos sobre otros. Títulos y diplomas, sellos y borlas, togas y birretes, simbolizan el acceso de ciertos individuos a los secretos del saber universitario. Por ello, hoy como ayer, concluir estudios universitarios es motivo de una celebración, de una fiesta compartida entre los egresados universitarios y sus amigos y familiares. La obtención de un título es el símbolo de un trofeo de poder (una licencia para ejercer una profesión), fruto de las oportunidades sociales y de los méritos individuales, la construcción de un estatus que puede y debe ser exhibido y compartido, un ritual que mezcla costumbres arraigadas y “tradiciones inventadas”, como les llamaba Hobsbawn.
La experiencia práctica y la sociología de la educación ya lo han estudiado abundantemente. El poder del saber legitima al poseedor de un título universitario con una posición de ventajas comparativas en relación a muchos otros. La masificación de la educación superior experimentada con fuerza desde los años posteriores a la segunda guerra mundial significó la expresión socio-demográfica de un proceso de “modernización espontánea” de la educación superior mexicana y de muchas otras en el mundo. Por vez primera en su historia, la universidad dejaba de ser un espacio capturado por una élite para convertirse en una institución mesocrática, donde los primeros miembros de clases sociales y genealogías familiares enteras lograban ingresar a alguna carrera universitaria, llegando a las puertas de la universidad para obtener un título que les permitiría distinguir su nombre y persona de muchos otros. Las puertas de la movilidad social ascendente se abrían para estratos y grupos sociales que no gozaban de los privilegios de la sangre ni de la herencia de fortunas acumuladas por sus antepasados familiares.
Las propiedades casi mágicas que se atribuyen a los títulos y certificados educacionales son legendarias. Hay un fenómeno de fetichización de los diplomas que tienen su encanto e historia educativa y social. Pero el hecho es que la habilitación profesional y académica va inevitablemente asociada a la posesión de esos papeles, pues son la única forma de acreditar saberes y poderes. De ahí se deriva el diseño de instituciones y procedimientos celosos del cumplimiento de los requisitos académicos, legales y administrativos que regulan la expedición de los sellos y las firmas que van al calce de cualquier tipo de documentación universitaria, y la inevitable y engorrosa burocratización de dichos procesos.
En el pasado de las universidades medievales y coloniales, la autoridad del rector significaba la expresión legal y legítima de su poder institucional para admitir estudiantes universitarios, nombrar profesores y expedir títulos que acreditaban saberes. Historias y leyendas negras de firmas apócrifas de documentos, que incluían la compra de títulos y diplomas, habían sembrado desconfianzas sobre egresados y titulados de universidades como Bolonia, Salamanca, Santo Domingo o México. Por ello, los gobiernos monárquicos y la iglesia católica idearon las bulas papales y decretos reales como filtros para garantizar la legitimidad de los estudios universitarios.
Pero ello no bastaba. En las propias universidades, rectores y claustros acordaron incluir como procedimiento habitual los sellos de las universidades correspondientes como los símbolos máximos de la legalidad y legitimidad de las “licencias para enseñar” (licentia docenti) que se otorgaban a los estudiantes que culminaban sus cursos universitarios en Europa o en las colonias hispanoamericanas de los siglos XVI al XVIII. Esos sellos se guardaban celosamente en “cofrecillos de dos llaves”. Una la tenía el rector, como autoridad máxima de la universidad. La otra la tenía el secretario, el maestrescuela o el consiliario (así, con “s”), que eran representantes de la autoridad del claustro universitario. Ello aseguraba, teóricamente, que nadie pudiera tener acceso al cofrecillo de manera separada, puesto que uno de los poderes siempre vigilaba al otro.
Ese mecanismo se consolidó a lo largo del tiempo. Se incorporaron después reglamentos para el uso de las borlas, cuyos colores simbolizan el nivel de estudios y las disciplinas, pero también se agregaron el uso de los lemas, las togas y de los birretes. Luego, cada disciplina y profesión agregará banderas, lemas, cánticos, símbolos particulares. El mundo de las representaciones de los saberes universitarios se plasmará en espacios, monumentos, papeles, firmas y rituales, en una historia iconográfica poco explorada pero de suyo fascinante.
Hoy se confirma la permanencia de esos antiguos procedimientos y celebraciones. Los cofrecillos de dos llaves se han multiplicado en todo el mundo académico, revestidos de nuevas reglas, apariencias y contenidos.También ha permanecido la larga historia de plagios, simulaciones y falsificaciones que está detrás de la acreditación de saberes y “competencias”, como suele decirse en lenguaje académico y burocrático moderno. La posesión de un título universitario ya no es ninguna garantía de movilidad social ascendente ni mecanismo de entrada que asegure un puesto, una posición en el empleo público o privado. La extensión de la escolarización hacia el posgrado parece ser el efecto de esa suerte de devaluación de los títulos de la licenciatura en varias disciplinas y profesiones. Pero eso es parte de otra historia.

Thursday, June 01, 2017

Olor a establo

Estación de paso
Olor a establo
Adrián Acosta Silva
(Campus Milenio, 01/06/2017)

Flota la impresión de que, hasta no hace mucho tiempo, la política era un asunto de profesionales. Difícilmente ingresaban a la política abierta y militante aquellos cuyos intereses vitales, intelectuales o laborales, estaban situados en otros horizontes, actividades o espacios. La constitución de una “clase política” dedicada de manera casi exclusiva a vivir del ejercicio del gobierno y de la gestión de la incertidumbre y los conflictos es un dato histórico. Sin embargo, la modernización de la actividad a partir de la existencia de instituciones públicas, ideologías y partidos es producto del prolongado siglo XX, con sus revoluciones, sus utopías y distopías, sus democracias, autoritarismos y dictaduras.
Pero desde finales del siglo pasado experimentamos un acelerado proceso de desprofesionalización política en la vida social, no sabemos si como causa o como efecto del desvanecimiento de las estructuras de relaciones simbólicas y prácticas entre gobernantes y gobernados, para decirlo en lenguaje antiguo. La irrupción de empresarios, académicos, intelectuales, periodistas, comerciantes, actrices, actores o payasos (de oficio) en la vida política parece obedecer a un cambio lento, estructural y persistente en la naturaleza misma de la política y sus formas organizadas. Esa irrupción no es completamente nueva, pero parece haberse incrementado de manera significativa en los años de la transición y el cambio político del autoritarismo a lo que sea que hoy tenemos. El combustible de la desconfianza en la política y en los políticos tradicionales (con sus escándalos de corrupción, ineficiencia y abusos) parece alimentar de lejos ese fenómeno de desprofesionalización. Sus resultados son más o menos evidentes: el imperio de los políticos-amateurs ha llegado para sustituir al antiguo reino de los políticos-profesionales.
La profesionalización política es, o era, producto de un lento proceso de socialización política, de acumulación de aprendizajes y experiencias individuales y colectivas. Un político profesional no suele ni solía ser aquel que estudió la ciencia política o la filosofía política, aunque no pocos de los motivos que expresan los estudiantes que hoy deciden inscribirse a esas carreras universitarias tienen que ver con la (ingenua) posibilidad de que, conociendo las teorías o los métodos de las ciencias políticas y del gobierno, se puedan construir trayectorias profesionales justamente en el campo político.
En realidad, la formación política exige más conocimiento surgido de las experiencias vitales en la gestión de conflictos que del conocimiento académico de la política como fenómeno social. Son legendarios los casos donde filósofos o politólogos brillantes suelen ser pésimos políticos. Igualmente, son probados los casos donde ex líderes sindicales, campesinos o estudiantiles, caudillos carismáticos o caciques de pueblo con pocos o nulos niveles de escolarización suelen acabar siendo buenos políticos profesionales. Hay por supuesto distintas combinaciones y tipos de políticos: el político ilustrado y sofisticado, el político bravucón e ignorante, el político oportunista, el corrupto, el pragmático, el ingenuo, el honesto, el utópico, el mesiánico.
Pero tanto profesionales como amateurs alimentan la ilusión del cambio, de la prosperidad, del bienestar, de que representan mejor que nadie las aspiraciones y expectativas de los ciudadanos. Muchos se asumen como prestadores de un servicio cuasi-filantrópico a la comunidad, como “facilitadores” entre ciudadanos y gobierno para resolver problemas, derechos y demandas. Pero los profesionales de todos los tiempos suelen distinguir con alguna claridad a la política (sus valores, sus mecanismos, sus reglas, sus prácticas) como el espacio de lo posible, no como el reino de lo deseable. Los amateurs, por el contrario, suelen navegar con las banderas coloridas del voluntarismo como instrumento de construcción de lo deseable, con la retórica de la pureza volitiva como mecanismo casi único y exclusivo de transformación social.
Por ello, los políticos alemanes de la posguerra solían asociar los procesos de socialización política al “olor a establo” de sus correligionarios para distinguirlos de los oportunistas y arribistas que nunca faltan. El olor como filtro y mecanismo de distinción, como frontera simbólica que aseguraba la cohesión y la confianza de las organizaciones políticas. Hoy, la crisis de representación de partidos y políticos profesionales ha cambiado la regla y de lo que se trata es de desinfectar cualquier olor a establo de los espacios políticos. La política ha dejado de ser un oficio para convertirse en un estorbo. Nadie quiere asumirse como político sino como ciudadano. La “ciudadanización” del poder político, (el “empoderamiento” ciudadano) es el discurso emblemático de una ilusión que vende bien desde hace tiempo, una caracterización que aleja el olor añejo y rancio (para muchos, nauseabundo) de la política profesional-tradicional, para dar paso a la política-amateur noble, pura y bienintencionada. El viejo y buen Maquiavelo en el siglo XVI, o el acucioso observador que era Gaetano Mosca a finales del siglo XIX, sustituidos en el siglo XXI por los entusiastas promotores del marketing político, el arte de vender imágenes y frases de éxito, la oferta de la búsqueda de la felicidad de los ciudadanos.
El problema, si lo hay, es que amateurs o profesionales, los políticos son, como lo han sido siempre, una “minoría organizada”, como les denominaba Mosca. Como tal, los políticos conforman el núcleo dirigente de la “clase gobernante”, distinta de las “clases gobernadas”. En tal carácter, los políticos tienen que lidiar con burocracias, intereses y pasiones de otros políticos y muchos ciudadanos, con las dificultades prácticas de la separación de los poderes, el engorroso cumplimiento de leyes y reglamentos, la búsqueda infatigable de acuerdos, el ejercicio cotidiano de protocolos y rituales, navegando siempre en las aguas turbias de la incertidumbre y bajo la determinación de las grandes fuerzas invisibles de las estructuras.
Pero hoy los gobernantes que se asumen como no-políticos intentan prescindir de partidos, ideologías y programas. Lo suyo no son las ideas sino las frases de toda ocasión, pescadas al vuelo en filosofías de farmacia. Rehuyen el debate, se mofan de la historia, se burlan de sus adversarios y antecesores. Creen estar inventando una nueva Historia, eficiente, diáfana, siempre coyuntural, superficial, simple, paradójicamente, anti-política. Es el tiempo de los nuevos ilusionistas.