Thursday, July 21, 2011

La felicidad es un arma caliente

Estación de paso
La felicidad es un arma caliente
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 21 de julio de 2011.

Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna….
Groucho Marx

Sí, justo como la rola clásica de los Beatles. “La felicidad es un arma caliente”, quizá el mejor título de una canción en la historia del rock, como alguna vez sugirió el escritor Juan Villoro. Sentimiento elusivo, tramposo, “fugaz y traicionero”, como también apuntaba en tono de bolero el buen Licenciado Lara, treinta años antes que Lennon y McCartney. Definirla es una tarea complicada, en cierta manera un divertimento imposible. Y sin embargo la felicidad existe, es una expresión inevitablemente momentánea de bienestar, de satisfacción, relacionada con un hecho, algún evento, el cumplimiento de ciertos deseos, la obtención de algún logro o beneficio. Su presencia esporádica en la vida de las personas o de las comunidades no elimina el hecho de que su aparición o sus representaciones suelen provocar la sensación de que la vida es buena, de que vivimos en el mejor de los lugares y comunidades. El ejemplo reciente es la percepción, estadísticamente comprobable, de que vivir en Guadalajara es motivo de felicidad, según dicen las encuestas de “Jalisco cómo vamos”, el promocionado proyecto local al respecto, presentado con bombo y platillo la semana pasada ante los medios, funcionarios y políticos de la localidad.
Medir la percepción de la felicidad, sin embargo, es una tarea arriesgada, fundamentalmente ambigua, y sus resultados suelen ser polémicos. Más aún: es contradictoria cuando se observa el malestar o la insatisfacción con las condiciones materiales de existencia de individuos, grupos y comunidades. Ser feliz aún cuando hay quejas contra la economía, contra el gobierno, malestar contra los sistemas locales de salud y de seguridad pública, diatribas contra la política y los partidos, o pleitos cotidianos con los vecinos, insinúa algo que Don Ismael Rodríguez documentó desde hace tiempo, armado con el puro poder de su intuición: los pobres son más felices que los ricos. No es la visión descarnada y despiadada documentada a contraluz por otro cineasta de la misma época de Don Ismael, Luis Buñuel, en Los Olvidados: la pobreza como combustible diario de la violencia, la infelicidad y el miedo.
Escuchar alguna canción, leer un buen libro, sacarse la lotería, ser correspondido en el complicado mundo de los afectos, suelen ser acontecimientos que provocan sentimientos felices. Pero disfrutar una cerveza fría o beber un buen whisky pueden ser también motivos suficientes para constatar que Dios existe, que la felicidad, como el diablo, está en los detalles. En esta visión minimalista de los sentimientos, la felicidad esporádica y fugaz es la única de las felicidades posibles, como sugería en algún texto Octavio Paz.
Para autores cáusticos como Cioran, la felicidad es simplemente una ilusión, una alucinación provocada por la amargura y el aburrimiento de la vida cotidiana. Mucha filosofía de farmacia se ha encargado de promover la idea de que la felicidad está al alcance de todos, de que tiene un precio y un valor disponible en el mercado, en la fe, de que es un asunto de voluntad individual. La búsqueda de la felicidad como ejercicio de cálculo y obtención deliberada de recompensas y alegría instantáneas, va siempre acompañada del optimismo, una fórmula que vende bien hoy día. En el imperio de las emociones al mayoreo, esa fórmula (felicidad más optimismo) ocupa un papel central en el ordenamiento de las preferencias que los nuevos chamanes, sesudos expertos y comerciantes de ocasión atribuyen a las percepciones de los individuos, como si las percepciones subjetivas fueran equivalentes a realidades objetivas. Pero ello es una muestra, sofisticada y moderna, de un antiguo hábito: crear ilusiones como antídoto contra la realidad, contra lo insoportable. Es parte de los esfuerzos que Cioran, es sus demoledores Silogismos de la amargura, atribuía a la especie humana: “nos empeñamos en abolir la realidad por miedo a sufrir”. Nos declaramos felices por el temor al miedo.

Wednesday, July 06, 2011

Aire de familia



Estación de paso
Aires de familia
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 7 de julio de 2011.

Las imágenes, crónicas y notas periodísticas cotidianas sobre lo que sucede actualmente en España o en Grecia nos hablan de que un viejo fantasma recorre Europa: el fantasma de la rebelión. El plantón de “Los indignados” en España, o de la oposición popular a las decisiones del parlamento en Grecia, o la protesta contra los recortes en Gran Bretaña, son, a la vez, síntoma y causa de un estado de cosas contra el cual un sector importante de la población manifiesta su furia: contra la economía, la política, el gobierno, las empresas. El reclamo es confuso pero tumultuoso. No hay ideas claras, ni agendas, ni propuestas específicas. Hay hartazgo, malestar, impotencia, desconfianza más o menos generalizada, incertidumbres corrosivas, contra un orden que se aprecia más bien como una zona de desastre, que impide imaginar futuros distintos, y cuyo combustible pesado es la maldición sobre el presente.
Lo que sucede hoy, sin embargo, tiene un cierto aire de familia con lo que sucedió en otros tiempos y contextos. Específicamente, con lo que ocurrió hacia finales de la década de los sesenta y principios de los años setenta en Francia, en Alemania, en los Estados Unidos, en Inglaterra. Los actores fueron básicamente los mismos: los jóvenes, además, urbanos, estudiantes universitarios, clasemedieros. Los movimientos estudiantiles o las movilizaciones contra la guerra, fueron expresiones de insatisfacción contra el establishment, contra los políticos y los gobiernos, por la conquista de libertades sexuales, de pensamiento y expresión, de organización, vagamente anti-partidistas y claramente comunitarios. Con el soundtrack de la época –dominado inconfundiblemente por el rock, los sonidos y las voces de Dylan, de Lennon, de Jefferson Airplane, de Buffalo Springfield-, las manifestaciones que recorrieron buena parte del mundo occidental de la época fueron consideradas como la expresión social de un malestar profundo con la cultura consumista, contra la moral conservadora y contra la democracia y sus instituciones y actores. Esa interpretación dio origen a un texto célebre, relativamente famoso en su tiempo y que hoy tiene un estatus inconfundiblemente clásico: Las crisis de las democracias. Un reporte a la Comisión Trilateral, elaborado por tres politólogos importantes: Samuel Huntington, Michel Crozier y Jiao Watanuki.
Dicho reporte fue elaborado en 1974 y publicado originalmente en inglés en el verano del ´75.El texto consistía en formular un diagnóstico de las causas que explicaban el malestar y, además, las posibles soluciones para enfrentarlo. El argumento del reporte es clásico: el malestar social es causado por la sobrecarga de demandas de los ciudadanos a la democracia y el estancamiento en la capacidad de los gobiernos y el sistema político democrático para responder a dichas demandas. Esto generaba una crisis de gobernabilidad de las democracias, es decir, dificultades estructurales para atender con dosis razonables de estabilidad, eficacia y legitimidad dichas demandas. Otros autores, señaladamente Jurgen Habermas y Claus Offe, interpretaron los fenómenos del descontento como una crisis de legitimidad de las democracias capitalistas, producto de las desigualdades económicas y de los problemas de la representación política. Estas interpretaciones habitaron el debate político, académico e intelectual durante varias décadas, y hoy parecen resurgir con fuerza teniendo como telón de fondo las movilizaciones en Madrid, Atenas o Londres.
Desde esta óptica, lo que tenemos frente a nosotros puede ser interpretado como una típica crisis de ingobernabilidad de las democracias europeas. Sin embargo, hay diferencias notables con lo ocurrido hace 4 décadas. Es una crisis surgida luego de un largo período de prosperidad económica, de bienestar social y de cambio y estabilidad política democrática. Los niveles de bienestar alcanzados son notablemente superiores a los que esos países tenían hace 40 años. Las exigencias sociales y económicas de los jóvenes y no pocos adultos –empleo, seguridad social, futuros- sobrepasan la capacidad de los regímenes democráticos y de las economías posindustriales para satisfacerlos de manera razonable, es decir, eficiente, estable y legítima. Las viejas y nunca resueltas tensiones entre capitalismo y democracia parecen emerger en un horizonte político y sociocultural distinto al que predominó en los años sesenta, en donde los reclamos de los desempleados, los desencantados y los desesperanzados de hoy escupen hacia los que, en buena medida, fueron actores e impulsores de los cambios económicos y las transiciones a la democracia de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Lo que tenemos es el sonido y la furia propios del fin de un ciclo y el comienzo incierto de otro, con una música de fondo que ya no es el rock, sino tambores, mezclas electrónicas de ritmos inclasificables, globales y locales al mismo tiempo, que acompañan una etapa imprecisa de cambio, en donde la imaginación social, el mercado y la política miran hacia lados diferentes, emitiendo señales encontradas.