Sunday, December 20, 2020

La marca de la bestia

La marca de la bestia Adrián Acosta Silva (Nexos, 19/12/2020) https://redaccion.nexos.com.mx/?p=12311 El asesinato del exgobernador de Jalisco, Jorge Aristóteles Sandoval Díaz (1974-2020), configura por sí mismo el retrato de toda una época local y nacional. Incertidumbre, política y violencia constituyen el nudo de una larga cuerda hecha de pedazos de inseguridad, corrupción, impunidad e incapacidad estatal, un material probadamente resistente a cualquier retórica triunfalista gubernamental o socialcivilista, y endurecida por las prácticas de un orden social donde la autoridad fáctica de la violencia es el código imperante de las relaciones entre individuos, grupos e instituciones. La trayectoria personal y política de Sandoval Díaz es también ilustrativa de un largo ciclo de la vida pública de Jalisco. Estudiante de la Universidad de Guadalajara desde la preparatoria hasta su egreso de la carrera de derecho, el exgobernador aprendió los gajes del oficio político en las formas de socialización política imperantes en la organización estudiantil que nacía conjuntamente con la reforma de la Universidad de Guadalajara (1989-1994), la Federación de Estudiantes Universitarios (FEU), una agrupación alimentada por el declive y posterior extinción de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, la FEG (1948-1991). Durante los años noventa, Sandoval se convertirá en un dirigente estudiantil que, como muchos otros antes y después de él, transitaría a la militancia política partidista a través de su incorporación al Partido Revolucionario Institucional (PRI). Hay razones individuales, familiares y sociales que explican esa transición, pero lo relevante es considerar que su carrera política en ese partido ocurre justo cuando se experimenta la alternancia político-electoral en Jalisco, en la cual, en 1995, el PRI pierde la gubernatura del estado por vez primera en su historia, y pasa a formar parte de las filas de la oposición. Sandoval es impulsado como parte de las figuras de la renovación política de ese partido a lo largo del extenso dominio panista en la entidad durante tres gubernaturas consecutivas (1995-2012), entre las cuales logra alcanzar una regiduría en el ayuntamiento de Guadalajara (2001-2003), una diputación local (2003-2006), el triunfo en la presidencia municipal de Guadalajara (2009-2012) y, finalmente, en 2012 es electo como gobernador del estado (2013-2019). Como otros miembros de su generación, Sandoval se curtió en la época de las vacas flacas del priismo local, para luego convertirse en uno de los símbolos del regreso del priismo al oficialismo político estatal. El egresado de la escuela preparatoria número 7 de la U. de G. era una rara avis de la política jalisciense: fue un hombre de un solo partido. Por convicción y por interés, Sandoval Díaz fue testigo y actor de los pleitos que fragmentaron la representación política del largo ciclo autoritario y monopartidista, y que dieron lugar a un complejo sistema de partidos donde las identidades políticas se disolvieron para dar lugar a un intenso reacomodo de las pasiones y los intereses de los políticos profesionales, de los mentores políticos y de sus respectivos aprendices. A lo largo de la primera década del siglo XXI, el cambio político jalisciense se tiñó del color ocre de las fugas de militantes, la creación de nuevos partidos y grupos, las pequeñas y grandes traiciones a causas, amistades y colores, de los pleitos públicos y privados que dieron origen a las relaciones entre los partidos y entre los gobiernos (estatal, municipales) y sus oposiciones. En esas circunstancias, la carrera política de Aristóteles Sandoval fue extraña: se mantuvo invariablemente ligada a un solo partido hasta el final de su vida. Esa trayectoria política unipartidista también fue acompañada por su trayectoria como funcionario público. Siendo regidor, diputado, presidente municipal y gobernador, su experiencia fue marcada por el imparable ascenso del narcotráfico y la violencia. El asesinato de algunos de sus colaboradores y amigos, de empresarios, de conocidos, de escenas cotidianas de cuerpos embolsados tirados por las calles y carreteras, de decapitados y colgados en puentes, reveló el color plomizo de las relaciones entre el poder, el dinero y la autoridad. El espectacular incremento de los asesinatos y las ejecuciones, de los secuestros, formaron la estadística básica de un problema de inseguridad pública que rebasaba los planes, las intenciones y las capacidades institucionales de los gobiernos. Como abogado, Sandoval insistió siempre en la retórica del Estado de Derecho y la fuerza de la ley. Como político, impulsaba acuerdos entre los partidos para diseñar estrategias de contención contra la inseguridad. Como funcionario, concentró su atención en reforzar a las policías municipales, a los órganos de seguridad pública, reformar las funciones de la procuraduría estatal, la creación de fuerzas de inteligencia policiaca. En todos sus roles (abogado, político, funcionario) Sandoval impulsó también la cooperación con las instancias federales para atacar las causas y las acciones de los cárteles y grupos asociados al narcotráfico, promotores de la violencia homicida que hasta hoy caracteriza la vida cotidiana de las calles de la zona metropolitana de Guadalajara, de Puerto Vallarta, de Lagos de Moreno, o de Jilotlán de los Dolores. Hombre de trato amable y optimista, conocedor del oficio político, funcionario experimentado, el exgobernador jalisciense perdió sus batallas civilizatorias de manera trágica en el baño de un bar de Puerto Vallarta, asesinado a tiros en la espalda por un sicario, según relatan las primeras declaraciones de la fiscalía estatal. Su asesinato tiene y tendrá múltiples implicaciones en la política local y probablemente nacional, y los rituales de dolor, de solidaridad, de recordatorios y homenajes de amigos, familiares y adversarios políticos formarán parte de las secuelas propias de la tragedia de un hombre público. El luto, el duelo, las lágrimas, la indignación, son algunas de las emociones que acompañarán en los próximos días y meses la memoria pública y las memorias privadas del acontecimiento, la figura y la trayectoria del exgobernador. El crimen tardará en ser aclarado, si es que ello sucede. Se engrosarán carpetas de investigación, se identificarán sospechosos, se formularán dudas, preguntas y especulaciones, se recolectarán indicios: todo lo que forma habitualmente parte del lenguaje y las tareas propias de la fiscalía y el ministerio público. Pero lo que el crimen representa es quizá lo más importante e inquietante de todo: es la confirmación de una prolongada estructura de inseguridad y corrupción que ha adquirido autonomía propia, mediante el ejercicio, legitimado y rutinario, de una violencia práctica, intimidante, homicida, que rebasa las buenas intenciones y las capacidades preventivas y punitivas del Estado. El asesinato del exgobernador es una señal que confirma el dominio de la violencia como una forma de ejercicio de autoridad, donde el Estado perdió desde hace años un monopolio que, en realidad, nunca ha logrado mantener más que en la imaginación de la clase política. Ni los experimentos federales de militarización de la seguridad públicas en territorios estatales y municipales, ni las pruebas de control de confianza a policías locales, ni la reingeniería de los órganos de procuración e impartición de justicia, ni la honradez a prueba de balas, ni el voluntarismo más obcecado, parecen ser suficientes para contener las bestias negras de la inseguridad que habitan el orden público de todos los días en Jalisco. El hecho confirma que el orden criminal, con sus códigos y figuras, es el hábitat natural de esas bestias, un orden que rebasó desde hace tiempo las fronteras del orden civilizatorio que preocupó al exgobernador de Jalisco a lo largo de su trayectoria pública, y del cual, paradójicamente, se convirtió en víctima la madrugada de aquel viernes trágico.

Thursday, December 17, 2020

Clasificando universidades

Estación de paso Clasificando universidades: decretos y políticas Adrián Acosta Silva (Campus-Milenio, 17/12/2020, https://suplementocampus.com/?p=18958) La acelerada expansión de la cantidad de instituciones de educación superior (IES) que ofrecen estudios de licenciatura y posgrado es un dato revelador de nuestra época. Hoy, según datos del Banco Mundial, se estima que existen alrededor de 20 mil IES en todo el mundo, donde estudian casi 200 millones de estudiantes de pregrado y posgrado, en las cuales laboran 11 millones de profesores e investigadores. Comparado con la situación de hace tres décadas (1990), la magnitud del crecimiento se puede apreciar de mejor manera, pues en aquel año se registraban 9 mil IES, 68 millones de estudiantes y 2.3 millones de profesores. Estos números son sólo una forma de aproximación a la complejidad de un crecimiento caracterizado por la aparición de nuevas ofertas públicas y privadas, locales, nacionales e internacionales. La universalización de la educación básica, la transición demográfica, los cambios en las relaciones entre la educación superior y las transformaciones en el mundo del trabajo, la consolidación de la economía basada en el conocimiento, son algunos de los factores causales que explican el acelerado crecimiento de las IES en todo el mundo. Ello no obstante, la proliferación de nuevas opciones de formación profesional ha traído consigo un debate sobre la necesaria diferenciación de dichas ofertas, un debate centrado en la distinción cualitativa entre las que son instituciones universitarias que realizan docencia, investigación y transferencia de conocimiento, y aquellas instituciones que sólo se concentran en la expedición de ciertos grados académicos. El asunto tiene sus antecedentes y experiencias. Desde la primera clasificación realizada por la Fundación Carnegie en 1970 en los Estados Unidos hasta las proliferación de los rankings internacionales contemporáneos, el interés por clasificar y distinguir los distintos tipos de instituciones de educación terciaria se ha convertido en una constante internacional. Una muestra de ese debate ocurre hoy en España. Una nota publicada a finales de noviembre en el periódico La Vanguardia de Barcelona, señaló la existencia de una iniciativa del gobierno español para modificar los requisitos para la creación, reconocimiento, autorización y acreditación de las universidades de ese país. Desde hace varios meses, el Ministerio de Universidades dirigido por el prestigiado sociólogo catalán Manuel Castells, prepara el borrador de un “Real decreto” al respecto, cuyo contenido se centra en un reordenamiento de las 50 universidades públicas y las 37 particulares que hoy ofrecen estudios superiores en España. El borrador define a la universidad como “una institución que oferta títulos oficiales de grado, máster y doctorado, y que desarrolla actividades docentes, de investigación, de transferencia de conocimiento e innovación en varios ámbitos del conocimiento”. Según el texto, las universidades, para ser reconocidas como tales, estarán obligadas a impartir un mínimo de diez grados académicos (títulos) en por lo menos 3 de 5 áreas del conocimiento: Artes y Humanidades, Ciencias, Ciencias de la Salud, Ciencias Sociales y Jurídicas, Ingenierías y Arquitectura. Además, se establece que el 60% de sus profesores e investigadores deberán ser de tiempo completo. Según el documento referido, las universidades de nueva creación que soliciten el reconocimiento oficial tendrán cumplir obligatoriamente con esos requisitos, y las que ya existen, en caso de no cumplirlos, deberán adaptarse a ellos en un período de 5 años. ¿Que pasará con las IES que no cumplan con esos requisitos pero que ofrecen títulos? Podrán seguir funcionando, pero “deberán llamarse de otra manera”, no como universidades. De acuerdo a la nota, el propio Ministerio estima que el “real decreto” podría entrar en vigor en seis meses, lo que significaría un proceso de reordenamiento y reclasificación de las ofertas públicas y privadas de educación superior en España, un proceso que ha sido bien recibido por la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas, el órgano que representa los intereses de la mayor parte de las universidades de aquel país. Más allá de la peculiaridad del contexto español y del ejercicio clasificatorio como instrumento de política pública, lo relevante son las implicaciones que este debate puede tener en países como el nuestro, donde la expansión de las opciones públicas y privadas ha enmascarado el hecho de que la mayor parte de esas nuevas ofertas no son, en sentido estricto, universitarias. Lo que es posible registrar es que de las casi 4 mil IES que hoy existen en México, donde estudian casi 4.3 millones de estudiantes y laboran mas de 414 mil profesores e investigadores, una gran proporción (alrededor de un tercio) no son instituciones que desarrollen investigación, docencia o transferencia de conocimiento, sino que sólo se concentran en la formación de técnicos o profesionales en muy pocas disciplinas, y donde la enorme mayoría de sus profesores son de tiempo parcial. Los esfuerzos taxonómicos sobre la calidad de las IES que impulsan los gobiernos nacionales colocan en el centro del debate político la cuestión de la gobernanza y la instrumentación de las políticas públicas de los sistemas de educación superior, es decir, implican un renovado esfuerzo de regulación pública orientado por reconocer a las verdaderas universidades de las que no lo son. De cara a lo que observa como una nueva década perdida en términos económicos, el reordenamiento de las prioridades del financiamiento público podría estar ligado a una herramienta que permita distinguir las distintas aportaciones públicas y privadas al desarrollo equitativo y diferenciado de la educación superior. ***** Nota: la fuente sobre el caso español es https://www.lavanguardia.com/vida/20201128/49750420932/universidades-decreto-gobierno-requisitos-investigacion-campus-castells.html

Tuesday, December 15, 2020

Un estilo áspero y ruidoso. Retórica política y políticas públicas del lopezobradorismo en México, 2018-2020.

Un estilo áspero y escandaloso: retórica política y políticas públicas del lopezobradorismo en México (2018-2020) Adrián Acosta Silva (Texto de la presentación virtual del libro Balance temprano. Desde la izquierda democrática, coordinado por Ricardo Becerra y José Woldenberg, Grano de Sal, México, 2020. La presentación fue organizada por la Librería Carlos Fuentes de la Universidad de Guadalajara el 11 de diciembre de 2020. Como sucede en los tiempos que corren, el evento fue transmitido vía Zoom). *************** Quizá sea producto del enraizado escepticismo almacenado lentamente en algunos de nosotros desde hace muchos años, pero da la impresión de que no son buenos tiempos para la política y el ánimo público mexicano. La polarización, el malestar, la ofuscación, forman parte de las pasiones de nuestro día a día. La descalificación, el sarcasmo, el insulto, la burla, se han instalado como parte de los comportamientos habituales de ciertos políticos y no pocos ciudadanos, convirtiendo la vida pública en una comedia de enredos y simulaciones, donde las imposturas, los arrebatos y la confusión gobiernan las pasiones y los intereses de los protagonistas del espectáculo de temporada. Hay factores causales, tanto estructurales como coyunturales, que hay que considerar como parte del contexto explicativo de los comportamientos políticos. El largo estancamiento económico de los últimos treinta años, la persistencia e incremento de la desigualdad social, la pobreza “naturalizada” en generaciones completas de la población, el malestar rutinario con nuestra democracia y partidos políticos, el pesimimismo sobre el futuro, la inesperada y larguísima pandemia derivada de la explosión espontánea del COVID-19, son sólo algunos de los factores que hay que considerar para tratar de entender lo que ocurre en el mundillo de las pasiones políticas que observamos todos los días en las escalas nacional, regional o local de la vida pública mexicana de la segunda década del siglo XXI. Este panorama no es inspirador. Provoca, en algunos, bostezos, en otros, la curiosidad y el interés, en los más, franca indiferencia. Desde el impreciso territorio de los interesados surge cierta ansiedad por entender lo que ocurre no sólo en la esfera siempre árida y arenosa de la política, sino también lo que sucede en el campo mucho más específico de las políticas públicas, donde el foco del análisis es el desempeño del gobierno en la configuración de los cursos de acción gubernamental que se han enunciado o instrumentado en el primer tercio de la administración de AMLO para resolver los grandes problemas nacionales del México del siglo XXI. Después de todo, un gobierno cuya legitimidad de origen es inocultablemente democrática, se vuelve naturalmente el centro de la atención pública (intelectual, académica, política) para comprender como se traduce esa legitimidad de origen en una legitimidad de desempeño, para decirlo en términos de la politología clásica. Balance temprano surge de las aguas revueltas de estos tiempos confusos. Se trata de un esfuerzo colectivo por tratar de identificar los resultados de la gestión de un gobierno que ha generado desde el inicio amplias expectativas de transformación de prácticamente todos los campos de la acción pública: la economía, la política, la cultura, la moral pública, la ciencia, la educación, la salud, el empleo. Un gobierno que se ha comprometido con la transformación del orden de las cosas de nuestras vidas públicas y privadas, objetivas y subjetivas -incluyendo “cartillas morales” y “guías éticas”-, y que se propuso desde el inicio una ruta y un proyecto: la “Cuarta Transformación Nacional” (4TN). De los primeros resultados y muchas incertidumbres de esa narrativa oficialista se habla en este libro. Se trata de un texto dirigido deliberadamente a la construcción de una discusión política abierta. Es un libro de crítica política a las políticas públicas del oficialismo en turno, justo como ha ocurrido sistemáticamente en otros tiempos y otros gobiernos desde los años dorados del autoritarismo mexicano (“La democracia en México”, de Pablo González Casanova, de 1967; “El presidencialismo mexicano”, de Jorge Carpizo, de 1975); durante el período de la liberalización y democratización del régimen político (“México Hoy”, coordinado por González Casanova y Enrique Florescano, en 1979, o “México: el reclamo democrático”, cordinado por Rolando Cordera, Raúl Trejo y Enrique Vega), y del más reciente, propio del presente mexicano (“Los desafíos del presente mexicano”, de 2007, coordinado por Florescano, Woldeberg y Toledo), que corre a lo largo de las primeras dos décadas de nuestro siglo, desde los años de la alternancia política del panismo y el retorno del priismo, hasta el surgimiento del morenismo (“Informe sobre la democracia mexicana en una época de expectativas rotas”, de 2017, coordinado por R. Becerra). En ese sentido, se trata de un texto que forma parte de cierta tradición política-intelectual: criticar al oficialismo en turno desde la perspectiva que ofrecen las ideas y los datos, que son las únicas herramientas confiables para tratar de construir un debate público racional, informado y razonablemente objetivo. Balance temprano no es una diatriba contra el oficialismo actual ni un muestrario de denuncias contra el gobierno morenista y el estilo de gobierno impuesto por el Presidente López Obrador durante los dos primeros años de su administración. Se trata de un esfuerzo por identificar las limitaciones, contradicciones e inconsistencias de la gestión gubernamental en la conducción de los asuntos públicos. Los 22 autores convocados para examinar 18 campos de política pública, no ofrecen sus creencias y opiniones sobre cada uno de los temas analizados, ni exhiben sus filias y fobias sobre personajes o personajillos del gobierno actual, sino que exponen información, ideas y datos sobre el desempeño gubernamental, que es la única forma de comprender lo que ocurre en cada uno de los espacios de la acción pública. Yo me concentaré en dos de los temas con los que por razones profesionales y académicas me parecen relevantes: ciencia y educación. Los textos de Antonio Lazcano (“Tranisiciones políticas y desarrollo científico. Notas y reflexiones sobre el caso mexicano”), de Jorge Javier Romero (“En educación, retroceso evidente”) y el mío mismo (“La educación superior en la nueva utopía”), son aproximaciones que abordan desde diversas perspectivas ambos temas durante los dos primeros años del gobierno lopezobradorista. Lazcano, un prestigiado científico (biólogo) de la UNAM, miembro de El Colegio Nacional, recuerda la importancia de las agrupaciones académicas en la elaboración de las políticas científicas como herramientas del desarrollo. A partir de un breve repaso sobre las tensiones entre el desarrollo del espíritu científico en la configuración de la racionalidad moderna, que supone la separación entre la ciencia y la religión, el respeto a la autonomía científica basada en la libertad de investigación, el reconocimiento de las herencias del pasado en la construcción del sistema científico-tecnológico que, con todo y sus carencias y abandonos, nos ha permitido contar con centros e institutos en todos el país, Lazcano hace una crítica fundada a la conducción actual del CONACYT. Desde su punto de vista, la ideologización de la política científica, la austeridad, la impericia organizativa, la burocratización, el despido indiscriminado de funcionarios experimentados, y la reducción de programas y presupuestos, han significado un claro retroceso de lo alcanzado a lo largo de medio siglo de la creación del CONACYT. Todo ello refleja un “desdén del gobierno actual por el trabajo académico”. Con todo, sugiere el autor, la iniciativa de promulgación de una nueva “Ley de Ciencia, Tecnología e Innovación” puede ser una vía para discutir con las comunidades científicas y tecnológicas el rumbo futuro de este campo situado justo en el corazón de la sociedad y la economía basada en el conocimiento. Sin embargo, la nueva Ley aún aguarda por su discusión y aprobación por parte de los congresistas mexicanos. Jorge Javier Romero, por su parte, analiza el proceso del desmantelamiento de la “mal llamada reforma educativa” del nivel básico (desde al prescolar hasta la enseñanza media superior) como llamó (o descalificó) desde el principio el Presidente López Obrador a la reforma impulsada por el gobierno de EPN. Calidad y evaluación se conviertieron en las palabras malditas de aquella reforma fallida, palabras que fueron extrañamente sustituidas por las de “mejoramiento” y “excelencia” bajo el nuevo gobierno. La reforma al artículo tercero constitucional en mayo de 2019, trajo consigo entre otras cosas la desaparición del INEE, la puerta de entrada a una nueva negociación con el SNTE y la CNTE, la creación de nuevos organismos para la “mejora educativa”, fueron parte de lo que Romero denomina la “recaptura corporativa de las políticas educativas” que se esconde detrás de la retórica de la “Nueva Escuela Mexicana” que promete el oficialismo desde el 2019. En educación superior, las cosas tampoco se orientan hacia un cambio significativo. Lo que se observa es la persistencia del mismo régimen de políticas construido desde los tiempos del salinismo. Ese régimen de políticas implica tres dimensiones: las ideas, los arreglos institucionales y los actores interesados. En la primera dimensión, las ideas de calidad, evaluación y financiamiento público condicionado diferencial y competitivo, han sido sustituidas por las ideas de la obligatoriedad y gratuidad de la educación superior, que se plasmaron en la reforma al tercero constitucional. Sin embargo, los arreglos institucionales permanecen: se trata de relaciones de dependencia de las universidades e IES públicas respecto del gobierno federal. Los actores son los mismos: SEP, SHCP, Rectores, Directores, la Comisión de Educación y Hacienda de la Cámara de Diputados, pero se han excluido a actores como ANUIES, FIMPES y profesores e investigadores. Se ha propuesto una nueva Ley General de Educación Superior que aún aguarda su discusión y aprobación en el Senado, una Ley que ha logrado, contra lo que se esperaba, consensos importrantes entre todas las fuerzas políticas. Ello no obstante, son claras las prioridades de nuevo gobierno: las “Universidades para el Bienestar Benito Juárez García” , y el Programa de “Jóvenes escribiendo el futuro”. Son las dos apuestas del oficialismo que se privilegian con recursos y apoyos federales que se restan a las universidades públicas federales y estatales, al eliminar pràcticamente todos los programas de financiamiento extraordinario que funcionaron a lo largo de casi tres décadas. En ambos temas (ciencia y educación) el panorama es árido y sembrado de conflictos. Sin políticas basadas en evidencias sino en un sistema de creencias y prejuicios, sin diagnósticos precisos pero con soluciones en busca de problemas, el oficialismo mantiene una clara ruta de control y centralización de la agenda y de los recursos que dificultan la operación y los proyectos de centros e institutos de investigación, escuelas profesionales y universidades públicas. Bajo la retórica de la lucha contra la corrupción y la austeridad, se han eliminado fideicomisos, disminuido la autonomía de las universidades, se ha descalificado sistemáticamente a los académicos y a los científicos, se menosprecia a los críticos y a los escépticos de la 4TN. Bajo ese panorama, las expectativas de incremento en los apoyos a la ciencia y la tecnología, a la educación básica, a la cobertura y calidad de la educación superior, se observan muy pobres. Entre la incontenible palabrería presidencial y los escándalos públicos, las maneras ásperas y ruidosas del gobierno lopezobradorista se han impuesto como los códigos políticos de los dos primeros años de un desempeño ineficaz, atrapado en una retórica abundante apoyada, paradójicamente, en una popularidad a prueba de balas.

Thursday, December 03, 2020

Dos años después

Estación de paso Dos años después: ¿de la utopía a la distopía? Adrián Acosta Silva (Campus-Milenio, 03/12/2020) En un esfuerzo por evaluar el desempeño del gobierno de Andrés Manuel López Obrador durante los dos primeros años de su gestión, Ricardo Becerra y José Woldenberg convocaron a 22 académicos para elaborar un diagnóstico sobre las acciones del oficialismo en 18 campos de política pública (“Balance temprano. Desde la izquierda democrática”, Grano de Sal, 2020). Uno de esos campos es el de la educación superior, del cual se presenta aquí una apretada síntesis de mis apreciaciones. ***** Los primeros dos años del gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) en el campo de la educación superior no constituyen el período de construcción de un nuevo régimen de políticas en este campo de la acción pública. En realidad, se trata de la continuación de un conjunto de acciones dirigidas hacia la consolidación de las inercias, rutinas y hábitos institucionales construidos lentamente en los últimos treinta años (1989-2018), pero en un contexto de creencias vagas, austeridad “ciega” y confusión entre medios y fines. La narrativa transformacionista (relacionada con la idea de la “Cuarta Transformación Nacional”, o 4T), el relato que acompaña la nueva utopía sexenal en la educación superior, es hasta ahora un ejercicio que camina sobre los rieles tradicionales del viejo régimen de políticas. Luego de distintas administraciones gubernamentales federales marcadas por la alternancia política (2000-2018), la educación terciaria es un territorio marcado por las huellas de las políticas públicas que se han instrumentado a lo largo del siglo XXI. Durante tres sexenios dominados por oficialismos distintos, ese territorio fue conquistado por la irrupción de una nueva fuerza política que en 2018 ganó abrumadoramente las elecciones federales, proponiendo una ruptura radical con el pasado “neoliberal” colocando en el centro de su retórica y acción como gobierno la propuesta de una “transformación histórica” del país que incluye un nuevo modelo de políticas para la educación superior. En el empeño en demoler todo vestigio del pasado “neoliberal” de los cinco gobiernos anteriores (desde Salinas hasta Peña Nieto), el gobierno de AMLO ha impulsado algunos cambios normativos, financieros y organizativos en la educación superior, pero, paradójicamente, también mantiene las rutinas e inercias asociadas a las políticas del pasado reciente. Esa combinación de intenciones de cambio e inercias institucionales son el efecto de una agenda política que obedece a un “sistema de creencias” amorfo, que dificulta identificar el ideario oficialista, cuál es su origen y cómo se implementa en el arranque del gobierno. El primer ciclo de las acciones gubernamentales del transformacionismo en el campo de la educación superior ha transcurrido en un contexto de reservas y escepticismos sobre la factibilidad y consistencia de los cambios impulsados por el ejecutivo federal y aprobados por la mayoría morenista en el legislativo. El activismo gubernamental ha sido centralizado, con una lógica de implementación vertical de arriba-abajo, en un contexto de severa austeridad presupuestal y una tradicional dispersión de los recursos en distintos programas y bolsas financieras. Los programas “Jóvenes escribiendo el futuro” y las “Universidades del Bienestar Benito Juárez García” son opacos y aún no hay datos suficientes para mostrar una mejoría en los indicadores de cobertura, calidad o equidad en el acceso de la educación superior en la era de la 4T. La irrupción de la pandemia del COVID-19 agudizó las tendencias hacia el estancamiento económico que ya veníamos padeciendo desde el año 2017. La combinación de la crisis sanitaria con la crisis económica ha abierto un panorama sombrío sobre el futuro de la educación superior. Organismos internacionales y locales, estudios académicos, opiniones de expertos y del propio gobierno federal, estiman una caída histórica del PIB para los próximos años, provocando un incremento sustancial de la pobreza y del desempleo formal e informal, así como bajas expectativas de recuperación en un contexto internacional de economías deprimidas. La propia gestión de la crisis por parte del gobierno de AMLO, basada en férreos principios de austeridad, decidida a no promover nuevos impuestos y aplicar una política de endeudamiento cero, se ha traducido en menores presupuestos públicos para la educación superior desde 2019. En ese marco, las reformas normativas, organizacionales y financieras impulsadas por el oficialismo se han instrumentado manteniendo varias de las prácticas y estructuras heredadas del viejo régimen de políticas: cabildeo entre el ejecutivo y el legislativo, activismo de los rectores y directivos en la gestión de los recursos, competencia de las IES públicas por acceder a los programas de financiamiento extraordinario tradicionales que para 2021 se verán prácticamente cancelados. Las ideas de gratuidad y obligatoriedad de la educación superior, los arreglos institucionales basados en una estructura jerárquico-vertical de financiamiento público, el ejercicio de una severa austeridad con presupuestos federales estancados y a la baja, la coordinación centralizada del gobierno de un sistema heterogéneo, y el papel protagónico del ejecutivo como actor principal y en ocasiones exclusivo en la promoción e instrumentación de los cambios, apuntan a reforzar los rasgos básicos del viejo régimen político y de políticas en un nuevo contexto. La agenda y prioridades del oficialismo durante sus dos primeros años de gobierno revelan una fuerte línea de continuidad con el viejo régimen, y no hay evidencias de que puedan transformar la lógica del comportamiento institucional de la educación superior en los próximos años. Más aún: el ominoso panorama social y económico de la súbita y profunda crisis experimentada a lo largo del 2020, apunta a los que muchos analistas ya caracterizan como una nueva década perdida. Eso significa estancamiento económico, caída de los ingresos fiscales y presupuestos federales con bajas expectativas de crecimiento para el resto del sexenio. En términos del impacto en la educación superior, la crisis se traduce en el incremento de abandonos escolares, bajas en la demanda y cierre de muchos establecimientos privados. En este escenario, la utopía sexenal prometida por la narrativa transformacionista, ceteris paribus, puede mutar en una distopía inesperada.

Thursday, November 19, 2020

El filo del hacha

Estación de paso El filo del hacha Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 19/11/2020) Finalmente, el recorte presupuestal federal para le educación superior se consumó la semana pasada. Luego de las discusiones, acercamientos y cabildeos de rigor, cuyo resultado fue de algunos ajustes mínimos a la propuesta presupuestal educativa enviada por el ejecutivo federal a la Cámara de Diputados, los recursos federales al sector registran un pírrico 0.1% de incremento general en términos reales para el 2021. Eso significa la confirmación de una tendencia observada rigurosamente desde 2015, un período transexenal que conserva la misma lógica reduccionista de los recursos públicos federales hacia la educación terciaria que afecta de manera especialmente aguda a las universidades públicas federales y estatales. El presupuesto federal al sector, como se sabe, tiene dos grandes componentes: el ordinario (gasto corriente) y el extraordinario (fondos para programas especiales o estratégicos). Según cálculos de la ANUIES, entre 2015 y 2020 el presupuesto federal ordinario a las universidades experimentó incrementos anuales inferiores a la inflación, lo que provocó un déficit acumulado de más de 15 mil millones de pesos a lo largo del período. Con la aprobación del presupuesto 2021, ese déficit se incrementará a casi 19 mil millones de pesos. En lo que respecta a los fondos extraordinarios la situación es aún más delicada. De los 11 fondos existentes en 2015, sólo se conservarán 2 en 2021. En el presupuesto del próximo año, desaparecerán 3 programas que hasta este 2020 se mantenían vigentes: “expansión de la oferta educativa”, “fortalecimiento de la excelencia educativa” y “carrera docente”. Y dos programas se mantienen pero registrando una drástica disminución de casi el 50% en su recursos: el “Programa de Desarrollo Profesional Docente” (PRODEP), y el “Programa de infraestructura social del sector educativo”. En conjunto, con la desaparación de los 3 programas mencionados y el recorte a los dos que nominalmente se mantendrán activos el próximo año, las universidades dejarán de recibir casi dos mil millones de pesos en 2021. La única reconsideración presupuestal para la educación superior fue en el caso de las escuelas normales de educación superior, las cuales recibirán un incremento ajustado de 149 millones de pesos el próximo año. Como también se esperaba, los programas federales que recibirán un incremento real y absoluto son los relacionados con el programa de “Universidades para el Bienestar Benito Juárez García” y el programa de becas “Jóvenes escribiendo el futuro”. El argumento que justifica las decisiones gubernamentales es de carácter político, técnico y económico. Las políticas de austeridad que caracterizan la retórica oficialista desde diciembre de 2018, los costos de la crisis sanitaria y económica de este año, la diminución de los recursos fiscales, los cambios en el entorno económico internacional, la búsqueda de mayor eficiencia en el gasto, la lucha “contra la corrupción y el desplifarro”, forman parte de la narrativa que acompaña la música de la austeridad y el ajuste presupuestario. En esa perspectiva, las prioridades gubernamentales no contemplan el apoyo a las universidades públicas, sino a otros sectores, con otras voces y actores. En ese contexto, la lógica que articula la “política de las políticas” del oficialismo es muy clara: asegurar el control/centralización de los recursos públicos mediante la asignación directa de los mismos, “sin intermediarios”. Y las instituciones (las universidades públicas) son consideradas intermediarias incómodas que afectan esa lógica de asignaciones directas de los presupuestos federales. ¿Cómo entender todo eso? Bien visto, no se trata de un diagnóstico que alimente un cálculo financiero y politico. Se trata del predominio de una imagen firmementemente instalada en la colección de prejuicios, fobias y escepticismos del nuevo oficialismo. En el fondo de la imaginería oficialista, las universidades son espacios de privilegio, no populares, dominadas por sus rectores y los grupos políticos que los sostienen y acompañan, donde los académicos suelen ser individuos que se dedican frecuentemente a la “levitación” intelectual (como señaló el propio Presidente en una de los sermones mañaneros el año pasado), que ganan demasiado dinero, y que no tienen compromisos con las verdaderas causas populares. Más aún: las universidades suelen ser consideradas como espacios de prácticas “decadentes” y críticas inexplicables a las acciones gubernamentales, como ocurrió en la mañanera del viernes pasado, cuando el Presidente se refirió en tono sarcástico a la Feria Internacional del Libro, organizada por la Universidad de Guadalajara. Esas representacioneses políticas sobre las universidades y de sus dirigentes y comunidades están en la base de una profunda desconfianza y recelo presidencial sobre la autonomía universitaria. Las implicaciones del recorte presupuestal contradicen otras acciones y proyectos del propio oficialismo, como las disposiciones contenidas en el anteproyecto de la Ley General de Educación Superior que se encuentra en la fila de la discusión y posible aprobación de la cámara de senadores antes de que finalice este mismo año. También se encuentra en tensión con los principios de obligatoriedad y gratuidad de la educación superior que se añadieron a la reforma del artículo tercero constitucional en mayo del 2019, promovidas y aprobadas por el propio oficalismo morenista. Esas inconsistencias políticas y las representaciones y arraigados prejuicios del oficialismo hacia las universidades públicas están en la punta del filo del hacha que explica el nuevo recorte a los presupuestos universitarios del 2021. En esa condiciones, una extraña sensación déjà vù flota en el ambiente. Los fantasmas y realidades de la década perdida de los años ochenta del siglo pasado vuelven a aparecer en los campus universitarios. Y esa sensación bien puede ser acompañada por la palabras pronunciadas con entusiasmo por uno de los personajes de El Gran Gatsby, la célebre novela de Fitzgerald: ”¿Que no podemos repetir el pasado? ¡Claro que podemos!”.

Wednesday, November 11, 2020

La política según Andrés Manuel

La política, según Andrés Manuel Adrián Acosta Silva Cuida de que tu lengua no te corte la cabeza Abu Ubayd, escritor musulmán, siglo IX El poder del mito reside en crear sentido a partir de las ruinas del sentido John Gray, Mitos del futuro próximo Emil Cioran afirmó en la presentación de su Antología del retrato que ese género “es un arte que consiste en fijar un personaje, en desvelar sus misterios atractivos o tenebrosos”, y distinguir entre “el hombre interior” y “el hombre exterior”. Ese ejercicio requiere recrear el tiempo de los personajes, pasajes de sus itinerarios vitales, sus acciones, fracasos y satisfacciones, sus paradojas, ambigüedades y vacíos. Pero son sobre todo las palabras, el lenguaje, lo que importa para tratar de descifrar la simpleza o complejidad de su carácter, sus contradicciones, obsesiones, angustias y creencias. Durante los siglos XVII al XIX, en distintos momentos y contextos, Tocqueville, Saint-Simon, Chateaubriand, Benjamin Constant, Madame de Rémusat, Brissot, fueron grandes retratistas de personajes de su época, y lo hicieron a través del género epistolar, a manera de impresiones, dibujos, viñetas. La observación de Cioran y la experiencia retratista son pertinentes para fabricar postales de hombres y mujeres de todos los tiempos, y el nuestro esta lleno de personajes y personajillos que tal vez merecen un ejercicio similar. Para México, es el caso de Andrés Manuel López Obrador, el presidente y el político, el dirigente y el representante, un personaje singular surgido de un contexto temporal, social y político propio de una recomposición acelerada de la vida política nacional, que incluye a la clase política pero también el ánimo público. Muchos lo ven como un hábil político profesional, otros como un mesías tropical, algunos más como un autócrata disfrazado de demócrata, un caudillo con pretensiones históricas, un populista nostálgico, un líder excepcional. Es seguramente un poco de todo, la personalización de lo híbrido, de un carácter forjado en las aguas lodosas de las ideologías, los intereses y las pasiones acumuladas a lo largo de la experiencia de la transición política mexicana de las últimas tres décadas (1988-2018). Para descifrar al personaje un buen punto de partida es identificar las creencias que guían sus acciones. El sistema de creencias políticas del transformacionismo (genérico de la profusa, difusa y confusa narrativa de la 4T) está representado fielmente por su promotor, líder moral y gurú político, AMLO. Como sabemos, ese liderazgo, desde el 1 de diciembre de 2018, ocupa el sillón presidencial de Palacio Nacional, frente a la magnífica explanada del zócalo capitalino, y desde ahí las creencias del oficialismo dominan el ánimo político nacional en forma de lealtades y oposiciones. Pero ese sistema de creencias dista mucho de ser una retórica coherente, ordenada o consistente; por el contrario, se trata de un relato elástico que se mueve indistintamente en el tiempo y las circunstancias, que varía según los contextos, los protagonistas principales y los espectadores permanentes o de ocasión. No obstante, es posible identificar algunos rasgos básicos, ejes que articulan esas creencias en una visión política sobre el presente, el pasado y el futuro del país. Ahí se encuentra claridad en la confusión, y vale la pena retenerlos como puertas y ventanas de entrada a la complejidad (o banalidad) del personaje y su contexto. Los rasgos son visibles gracias a la conocida incontinencia verbal del presidente expresadas durante las conferencias matutinas ofrecidas desde Palacio Nacional y transmitidas o reproducidas a través de todos los medios. También se manifiesta en giras de fin de semana, en visitas a pueblos y ciudades, en entrevistas, declaraciones en (muy pocos) foros internacionales, en la inauguración de edificios reconstruidos, en la presencia frente a nuevas obras públicas federales, en los homenajes a los héroes patrios, en los festejos de nuestro santoral laico. La abrumadora presencia presidencial en la vida pública a lo largo de los últimos dos años ha marcado agenda, ritmo y vértigo a la retórica de la clase política en su conjunto, construyendo una frontera simbólica que va marcando los territorios del oficialismo y de sus oposiciones. El fenómeno por supuesto no es nuevo ni exclusivo de México. Lo novedoso, o lo exótico si se quiere ver así, es la manera en que desde las palabras presidenciales se revela una concepción peculiar de la acción política, en la que se mezclan ingredientes republicanos y reflejos autoritarios, arrebatos federalistas y controles centralistas, expresiones caudillistas y religiosas, impulsos populistas, intuiciones metafísicas y pretensiones intelectuales. El cemento que une la pedacería de esa concepción son las creencias y los símbolos que articulan el imaginario político del lopezobradorismo. En un ejercicio de síntesis, se propone un decálogo sobre la caracterización que de la política como actividad pública y como práctica social tiene el líder del transformacionismo, a partir de su desempeño en los primeros dos años de su gobierno. Es un decálogo hecho a base de imágenes y palabras cuya textura tiene, bien visto, la flexibilidad del mármol. 1. La política no es politiquería. En la visión obradorista no hay política sin adjetivos: hay política buena y política mala, formas virtuosas y formas corruptas. La buena es la que procura el bien común, tiene altura de miras, es desinteresada, las intenciones son nobles y sus actores honestos. La mala tiene que ver con la trácala, la corrupción, las intenciones inconfesables, que la ejercen quienes “buscan el poder por el poder mismo”. La política buena es pura, clara y transparente, que se ejerce de cara al pueblo y con el pueblo. La mala es siniestra, sombría, que se hace a escondidas, “en lo oscurito”, se gestiona en los sótanos del poder y donde sólo participan las mafias partidistas o las elites económicas. Esa creencia tiene claramente raíces religiosas más que filosóficas, una dicotomía que el viejo Schopenhauer criticaba con ironía al considerar que la superficialidad religiosa elude la complejidad del realismo, afirmando que la bondad y la maldad están relacionados con la voluntad y no con la objetividad. En la metafísica de las costumbres del transformacionismo, es bueno lo que se ajusta a las intenciones que gobiernan la voluntad política, y el voluntarismo es el instrumento de la regeneración nacional, a diferencia de los “gobiernos neoliberales”, que sumieron al país en la “politiquería”. “No somos iguales”, es una de sus frases favoritas. 2. En política, lo importante son los fines, no los medios. Como todo político astuto, AMLO coloca sus acciones como parte de un proyecto general, inspirador, ambicioso, de dimensiones históricas. Sistemáticamente invoca el proyecto de la 4T como la fuente que inspira y justifica todas sus intenciones y las de su gobierno. “Acabar con la pobreza y con la corrupción transformará de manera histórica el país”, afirma en las más diversas circunstancias. El cómo es lo de menos. Lo que se necesita es compromiso, lealtad, fe, honestidad para alcanzar los fines supremos de ese proyecto. Los detalles, la plomería, las instituciones, los procedimientos, la burocracia gubernamental, son instrumentos que hay que utilizar o desechar para alcanzar los fines. Quienes cuestionan los cómo, las prioridades, las inconsistencias, las limitaciones legales o prácticas para las acciones gubernamentales no suelen durar mucho en la cruzada presidencial. Los fines importan; los medios se adaptan, se inventan o se eliminan. “Al diablo las instituciones” 3. La autoridad moral es la fuente de toda autoridad política. AMLO se auto-personifica como ejemplo de honestidad, virtud y austeridad republicana. Muestra que sus prendas morales son la coherencia, la persistencia, la lucha social en favor de los intereses del pueblo. Su espejo favorito es la figura de Benito Juárez y la mitología derivada de la historia de bronce del pasado indígena, el republicanismo decimonónico y el nacionalismo postrevolucionario: heroísmo, modestia mundana, desprendimiento personal, convicciones a prueba de balas, austeridad republicana, elogio de la medianía. También suele citar las palabras del general revolucionario Francisco J. Múgica, cuando habla de que “el renacimiento de México” se conseguirá “de la simple moralidad y de algunas pequeñas reformas”. La franqueza y la claridad forman parte de esos atributos de su liderazgo moral. “Mi pecho no es bodega” es otra de sus frases favoritas. 4. La corrupción es la causa de nuestros males políticos. La “purificación de la vida pública” es uno de los imperativos categóricos de AMLO. La máxima sobre la moralidad tiene mucho que ver con la corrupción y la impunidad. Hay una profunda convicción -que es en realidad una fe convertida en creencia endurecida- de que el problema central del país es la corrupción de la vida política mexicana. No es la desigualdad, ni la pobreza, sino la corrupción la causa profunda de todos nuestros males. La clase política corrupta aliada con intereses económicos está en el origen de las mafias del poder, una “banda de malechores” (una frase extraída de alguna carta de Tólstoi durante la época del zarismo) surgidas durante la época neoliberal (o “neoporfirista”, como suele afirmar). Y para luchar contra ella, es necesario un compromiso de lealtad, de luchar contra las prácticas de impunidad en todas sus manifestaciones. Está convencido de que eliminando la corrupción se transformará el país, y en esa lucha no se puede traicionar el espíritu de la 4T. “El que se aflige se afloja” es otro de los dichos preferidos del refranero obradorista. 5. La democracia liberal y representativa es una ficción elitista. En AMLO coexisten, de manera contradictoria, el republicano teórico con el autócrata práctico. Una de las creencias más arraigadas del obradorismo es su incomodidad con la existencia de otros poderes constitucionales y partidos políticos distintos a su creatura política (MORENA). Para el presidente-activista no hay ninguna razón válida que justifique oponerse a la Gran Transformación Nacional que pretende su gobierno, salvo la acción de las fuerzas conservadoras que forman las máscaras de la democracia representativa y del sistema de partidos construidos en la “era neoliberal”. Quienes se oponen a su proyecto son los jueces, magistrados, funcionarios y dirigentes políticos conservadores. Hay una creencia profunda en que el pueblo no está representado en los partidos ni en las instituciones, y que sólo las formas directas de la democracia directa, popular (plebiscitos, consultas, asambleas), son las garantizan la expresión de los verdaderos sentimientos de la nación, que son los que tiene el pueblo, y que el pueblo son los pobres, lo de abajo. Esa retórica política se alimenta confusamente de la “leche de varias nodrizas”, para utilizar la conocida metáfora de Oakeshott: indigenismo, nacionalismo, liberalismo republicano, populismo, autoritarismo, “infantilismo de izquierda” (ese que criticaba Lenin a los “comunistas de izquierda” que “declamaban pero no argumentaban”). 6. El pluralismo es tóxico para la democracia popular. El liderazgo presidencial de la 4T requiere de mayorías estables, comprometidas con el proyecto, leales a la figura del líder, fe en la viabilidad del proyecto. Hay cierto tufillo de herencia maoísta y estalinista que se filtra en los dichos y hechos de AMLO. “Es momento de las definiciones”, afirmó a mediados de agosto, “se está a favor o en contra de la Cuarta Transformación Nacional”. En esas definiciones no caben los matices, ni las medias tintas, ni la tibieza de los escépticos ni la dureza de los críticos. Conservadores vs. liberales es el dilema que ha marcado la raya de la retórica presidencial, que reproduce la división entre el pueblo y las elites, entre la burguesía y el proletariado, entre los revolucionarios y los contra-revolucionarios. Son los ecos de una mentalidad política para la cual el pluralismo democrático no es más que una farsa que beneficia a las clases medias, a las elites, a los poderosos y privilegiados de siempre. Y la alternativa es volver al pueblo, invocar sus virtudes, su nobleza y sabiduría, que son las raíces profundas de la cual se han nutrido los diversos populismos a lo largo de la historia política. Umberto Eco describía al animal populista con la claridad y brevedad de su prosa: “El populismo es un método que prevé la apelación visceral a las que se consideran las opiniones o prejuicios más arraigados en las masas”. 7. Los partidos no representan más que a sus líderes. Una de las creencias centrales de AMLO es que los partidos son maquinarias inútiles, oxidadas, inservibles para emprender la Gran Transformación mexicana. Esa creencia se nutre de sus propias experiencias y aprendizajes de los partidos a los que ha pertenecido (el PRI y el PRD), de donde leyó bien y oportunamente el profundo deterioro de la representación política posrevolucionaria. De ahí su convicción de que más que un partido necesita un movimiento con liderazgos fuertes, legítimos, honestos, comprometidos con sus militantes y simpatizantes. Un movimiento grande, amorfo, pragmático, cuyo centro cohesivo no sea un programa, ni una ideología, sino un objetivo general y trascendental: la construcción de una nueva era, luminosa, esperanzadora, liberadora, una nueva tierra prometida donde la felicidad, la solidaridad y el amor al prójimo sean el fin y los medios para alcanzarla. Es la hechura de un mito sobre el futuro próximo que es, a su vez, derivación de una colección de mitos históricos sobre México, postales de un pasado heroico cuyas principales etapas conducen inevitablemente hacia un destino feliz. Es el poder del mito, uno de los afluentes más claros del sistema de creencias e ilusiones del transformacionismo. La 4T es el proyecto y AMLO su profeta. 8. La sociedad civil no existe; lo que existe es el pueblo. Para el político tabasqueño la sociedad civil es, al igual que el pluralismo, una forma de enmascarar los verdaderos intereses de los grupos privilegiados de la sociedad. Está convencido de que ahí se anidan las clases medias y altas de la sociedad, no los intereses legítimos del poder popular. Resuenan en esa visión los calificativos marxistas sobre la pequeña burguesía, las críticas leninistas a los mencheviques, traducidos al lenguaje lopezobradorista de los “fifís”. Para AMLO, las imposturas políticas forman parte de la sociedad civil. En el imaginario y la narrativa lopezobradoriana, el pueblo es una categoría política mayor que la ciudadanía para referirse a adversarios y aliados. El auténtico pueblo son los de abajo, los pobres, los desheredados, las víctimas eternas de un sistema de exclusiones y privilegios endurecido por las políticas neoliberales de los últimos treinta años. El interés mayor a proteger es el interés popular, no los intereses particulares, y el Estado es la figura encargada de traducir ese interés popular en acciones gubernamentales. No hay distinción entre Estado y sociedad civil sino unión entre Pueblo y Gobierno. “Yo soy uno de Ustedes”, dijo al asumir la presidencia; “El Estado es AMLO”, suelen afirmar con entusiasmo sus seguidores. 9. La personalización del poder. En la figura de AMLO, el presidente de la República es el “hombre exterior” y el político el “hombre interior”. Sin embargo, el político y el presidente son una y la misma cosa. Sin distinción entre el puesto y la persona, la retórica obradoriana emana del poder de la investidura, desde la cual el político mundano, el activista que siempre ha sido, domina el escenario público. Pero el fenómeno no es nuevo. La personalización del poder y de las relaciones sociales son monedas de uso común en la vida política mexicana, una moneda que utilizaron intensamente Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Carlos Salinas o Vicente Fox. Ello explica la desconfianza en los órganos autónomos y en instituciones creadas como contrapesos al poder del ejecutivo a lo largo de los últimos años. Desde la perspectiva lopezobradorista, las universidades públicas autónomas, las autoridades electorales, los organismos de transparencia, forman espacios donde la despersonalización de las relaciones causa problemas de coordinación para el jefe del ejecutivo. Son espacios de corrupción y chantajes, capturadas por grupos e intereses oscuros. “¿Dónde estaban cuando los gobiernos neoliberales corrompieron al país?”, preguntó en alguno de sus sermonarios matutinos cotidianos. 10. El dinero corrompe, y mucho dinero corrompe absolutamente. Hay una afinidad de las creencias de López Obrador con la concepción religiosa respecto al poder maligno del dinero. Para AMLO, el dinero es intrínsecamente perverso, similar a lo que el Papa Francisco denomina con frecuencia como como “el estiércol del diablo”. Toda riqueza es sospechosa y sus fuentes oscuras. Pero cuando se mezclan dinero, poder y política lo que ocurre es la corrupción de las prácticas, los fines y los medios. Sus llamados a la austeridad revelan esa obsesión por evitar caer en las tentaciones del dinero, de que es posible que los individuos, como las naciones, pueden vivir en condiciones de precariedad si mantienen en alto los principios de la solidaridad y el amor al prójimo. Esta creencia fundida en el plomo de la fe se extiende a las instituciones públicas, al funcionariado, a los miembros de su gobierno. Las únicas instituciones que elogia en público son el Ejército y la Marina, pues está convencido de su compromiso con el pueblo, de su honestidad y lealtad a la figura presidencial. Por eso, en su calidad constitucional de comandante de las fuerzas armadas, ordena la construcción del nuevo aeropuerto, tareas de seguridad pública, la construcción de hospitales, la distribución de libros, la administración de aduanas y puertos. Su confianza en esa institución compensa la desconfianza que tiene en los poderes estatales, los municipales, los órganos autónomos, los fideicomisos, en los empresarios privados. Para AMLO esa visión pretoriana del ejercicio del poder es la única forma de asegurar que el dinero no contamine el cuerpo y el alma de la 4T. No es el propósito que un decálogo -éste u otro- ayude a entender la génesis o las prácticas de un tipo de liderazgo que fue respaldado por una mayoría abrumadora de los ciudadanos en las elecciones de julio de 2018, un respaldo que a dos años de gestión presidencial se mantiene a pesar de titubeos, contradicciones, yerros en el manejo de la crisis pandémica, y los frecuentes exabruptos presidenciales contra escépticos, desconfiados, adversarios de coyuntura o enemigos, digamos, históricos. Al final de cuentas, toda forma de caracterización de un personaje no importa tanto por lo que es el individuo sino por lo que representa. Y en la vida política cualquier caracterización es siempre una forma de elaborar el retrato a mano de una figura pública, un retrato que ayude a comprender la naturaleza de la bestia que ha emergido de las entrañas mismas del sistema político surgido de la larga y compleja transición mexicana ocurrida a lo largo del siglo XXI.

Friday, November 06, 2020

El óxido de la incertidumbre

Estación de paso El óxido de la incertidumbre Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 05/11/2020) La abrupta interrupción o dramática disminución de las bolsas de financiamiento extraordinario a las universidades marcan un cambio notable en las reglas del juego entre el gobierno federal y las universidades públicas. Aunque ya desde el sexenio anterior la tendencia a la disminución absoluta y relativa de esas bolsas asociadas a programas específicos era una nota preocupante para los rectores y comunidades universitarias, lo que ha ocurrido en los primeros dos años del nuevo gobierno parece anunciar una clara ruptura con las políticas de incentivos al desempeño que caracterizaron los últimos treinta años de las intervenciones federales en la educación superior. El asunto es delicado no sólo porque rompe con un esquema de comportamientos más o menos estables entre las universidades y el estado, sino porque no hay hasta el momento una política que compense o disminuya los efectos de la práctica desaparición de los programas de financiamiento no ordinarios. Temas como la ampliación de la cobertura, los apoyos a la formación de cuerpos académicos, la desaparición de los fondos sectoriales o mixtos de investigación, la disminución de los programas de estímulos al desempeño de los académicos, los apoyos a la solución de los “problemas estructurales” de las universidades (reconocimiento de plantillas administrativas y académicas, jubilaciones y pensiones, adeudos fiscales) son algunos de los asuntos que habitaron la agenda de la evaluación de la calidad, el financiamiento público y el desempeño de las universidades durante un largo ciclo. Esa agenda articuló prácticas y rutinas de la gestión instiucional asociadas a los incentivos. La épica de indicadores y métricas de desempeño acompañó las narrativas del juego de las políticas con resultados difusos, paradójicos, muchas veces contradictorios, a veces alentadores. El lento incremento de la cobertura, los contradictorios procesos de evaluación y acreditación de la calidad, el mejoramiento relativo de la investigación, o la (muy tímida) renovación de las plantas académicas universitarias, son algunos de los resultados alcanzados por las políticas basadas en incentivos. Pero también hay un lado oscuro: la burocratización de la vida académica, prácticas de simulación, actos esporádicos de corrupción o desvío de recusos públicos, ambigüedad de los impactos sociales de las universidades, forman parte de los déficits de atención del desempeño institucional. Ello no obstante, la virtual eliminación de los programas extraordinarios coloca a las universidades en una situación financiera extremadamente complicada, dado que esso programas fueron concebidos como fondos compensatorios de financiamientos ordinarios prácticamente estancados o disminuidos de manera relativa a lo largo de los sexenios anteriores. No es claro cuál es la razón política de la virtual cancelación de los fondos extraordinarios, pero algo tiene que ver tanto con la lógica de centralización política de los recursos públicos por parte del ejecutivo federal, como con las políticas anticorrupción y de austeridad recrudecidas por la catastrófica crisis sanitaria y económica de este año. Quizá también está relacionada con un cambio de fondo en el paradigma de las políticas de educación superior del nuevo gobierno, aunque esto no se contempla ni en el Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, ni el el Programa Sectorial de Educación 2020-2024, ni en el anteproyecto de la nueva Ley General de Educación Superior que aguarda a ser discutida en el Senado antes de que finalice este año. La discusión y eventual aprobación del presupuesto de egresos de 2021 arrojará luz sobre la decisión tomada, y la existencia, o no, de alternativas de financiamiento adicional a las universidades públicas federales y estatales. En estas circunstancias, los posibles escenarios son dos. Uno es dar marcha atrás en la cancelación de los fondos extraordinarios federales y concentrarlos en un fondo extraordinario único, que anteceda al “Fondo federal especial de educación superior” contemplado en el anterpoyecto de la LGES, y que comenzaría a operar hasta 2022. El otro escenario es incrementar de manera significativa el presupuesto ordinario a las universidades mediante nuevas disposiciones y controles gubernamentales. No obstante, ambos escenarios son complicados por la crisis de financiamiento público que experimentará el sector en lo que resta del sexenio y tal vez de la década. En cualquier caso, las nuevas reglas del juego dictadas por el oficialismo anticipan conflictos, tensiones y, quizá, tambores de guerra en el sector universitario nacional. Mientras los principales actores involucrados -funcionarios federales, directivos universitarios, profesores, investigadores, estudiantes de posgrado- aguardan para conocer las nuevas reglas para trazar sus propias estrategias, el juego se mantiene en una pantanosa zona de incertidumbre agravada por la gestión cotidiana de la crisis sanitaria y económica nacional. La tensión entre la lógica de los incentivos y la lógica del control gubernamental está situada justo en el centro de las relaciones entre la desinstitucionalización de las políticas de estímulos y el óxido de la incertidumbre política.

Thursday, October 22, 2020

Instrumentos

Estación de paso El discreto encanto de los instrumentos Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 22/10/2020) La experiencia pandémica ha obligado a las universidades a revisar sus esquemas tradicionales de administración, enseñanza e investigación. Las fronteras del campus se han vuelto más elásticas y difusas, incorporando formas de interacción a distancia, modos de comunicación que implican nuevos hábitos, rutinas y costumbres. Aún no sabemos bien los impactos que en el mediano y largo plazo tendrán estos nuevos comportamientos en la vida académica e institucional universitaria, pero es posible advertir ya algunas señales del futuro. La identificación de esas señales hay que buscarlas en la dimensión instrumental de las prácticas universitarias, cocinadas a fuego rápido en las fronteras siempre imprecisas de la universidad. En esos instrumentos -plataformas, apps, repositorios digitales, videollamadas- descansa la (probable) reinvención de las relaciones sobre las cuales descansa la vida universitaria común. Muchos profesores han tenido que aprender sobre la marcha los usos de las nuevas tecnologías educativas, los estudiantes han tenido que adaptarse el uso de pantallas y al aisalmiento, los directivos intentan gestionar apoyos a estudiantes y profesores. Recientemente, por ejemplo, el MIT ha anunciado la formación de un “profesorado híbrido capaz de adaptarse a la revolución 4.0”, mediante el impulso de un “enfoque heterógeneo” que “conecte comprensión científica, soluciones de ingeniería y aspectos sociales, económicos y políticos” de los diversos campos del conocimiento. En México, la coyuntura está poblada de contrastes, cajas negras y hoyos negros. En más de algún caso, las brechas sociales y digitales preexistentes se han ampliado, y no sabemos muy bien que está pasando con los aprendizajes efectivos. En el mundo plano de la utopía digital, esos detalles no parecen ser relevantes. Hay un malestar acumulado entre ciertos sectores de estudiantes y profesores que tienen que ver con las limitaciones de las nuevas tecnologías digitales en la educación superior, que van desde los problemas de acceso y disponibilidad de conectividad y computadoras, hasta las desiguales condiciones individuales y familiares desde las cuales estudiantes y profesores intercatúan a la distancia. El mundo, lo sabemos, no es plano, aunque sea digital. Mientras todo esto sucede, están ocurriendo quizá algunas cosas interesantes relacionadas con el instrumental de la época. El desarrollo de procesos de autoaprendizaje, la búsqueda de opciones, la curiosidad o la necesidad de construir estrategias adaptativas, forman parte del montón de cosas que ha construido la experiencia individual y colectiva de estos meses largos y tediosos. Los instrumentos ya estaban ahí desde antes de la pandemia, pero se utilizaban relativamente poco en muchas universidades. Hoy, se han vuelto indispensables para enfrentar cotidianamente tareas administrativas, docentes o de investigación. La experiencia recuerda un poco la historia de un instrumento, el saxofón, surgido en un entorno hostil a la aceptación de nuevos sonidos y estilos en la música clásica europea de finales del siglo XIX. Un músico belga, Adolphe Sax, irrumpió en la escena con un nuevo instrumento de su invención (el sax), que terminó por renovar la música popular y clásica a lo largo del siglo XX. Ese intrumento, junto con el jazz, transformaron para siempre la música popular europea y estadounidense. Resulta curiosa esa historia si se mira como parte de las transformaciones experimentadas por la música a lo largo del siglo XX. Uno de los decanos de educación de saxofón en los Estados Unidos, Frederick L. Hemke, se lamentaba a comienzos del siglo XXI de que las grandes orquestas sinfónicas norteamericanas aún se resisitían a incorporar al sax como un instrumento legítimo para la composición y ejecución de nuevos repertorios. “Si nos quedamos con el Concertino de Ibert, que es hermoso, por el resto de nuestras vidas, también nosotros moriremos como los instrumentos muertos de orquesta sinfónica”, declaró en una entrevista al periodista Michael Segell. Para el profesor Hemke, la renovación del instrumental de la música clásica era parte de un acercamiento con las nuevas generaciones, crecidas muchas veces en los sonidos del jazz, el blues, el soul y el rock, donde el sax se había convertido en un instrumento común. “Si limitamos nuestras recreaciones a las cosas viejas, entonces no estaremos mejor que las orquestas sinfónicas que se han vuelto reliquias de museo. Puede que el saxofón se haya inventado en el siglo XIX pero sigue siendo un instrumento nuevo. Todavía es el instrumento del futuro”. Vince Gordiano, un anciano reparador de saxofones de Brooklin, está convencido de que “el futuro es lo que puedo encontrar en el pasado”. La historia fascinante de ese instrumento muestra cómo, en los ambientes culturales apropiados -en ese caso específico, la era del jazz- una herramienta puede ser la clave para transformar, renovar o cambiar la manera en que percibimos o actuamos sobre los territorios tradicionales que forman la experiencia. Pero aprender a usar una herramienta requiere tiempo, talento, habilidad, curiosidad. Justo por ello, un saxofonista francés, Saint-Saëns, aconsejaba a sus nuevos estudiantes, desesperados por sonar rápidamente como Sonny Rollins, Charlie Parker o John Coltrane: “Uno debe practicar lento, luego más lentamente y por último, muy lentamente”. Seguramente más de algún lector dirá que las diferencias entre los instrumentos de cambio en la universidad y la música son abismales, y tendrán razón. Pero la lentitud, historia y adaptación, forman los componentes básicos de los cambios de instituciones como la universidad. Quizá justo ahora estemos en presencia de un instrumental que puede modificar percepciones y prácticas de los procesos formativos e investigativos que se realizan en los campus tradicionales y virtuales que son hoy esas organizaciones. Pero tal vez también sean ilusiones, espejismos de una época donde la velocidad y la innovación gobiernan nuestras ansiedades. (Las citas sobre la historia del sax provienen del libro de Michael Segell, “El cuerno del diablo. La historia del saxofón, de la novedad escandalosa al rey de lo cool”, Ed.Paralelo 21, México, 2015).

Thursday, October 08, 2020

Innovación: ¿un nuevo ciclo de políticas?

Estación de paso Innovación: ¿un nuevo ciclo de políticas? Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 08/10/2020) Las palabras son instrumentos poderosos. Lo son en cualquier campo de la acción social, que incluye por supuesto a la educación superior. Su fuerza y magia pueden atrapar el interés, la razón o la pasión de directivos, estudiantes y profesores, aunque también pueden adormecerlos, aburrirlos o ahuyentarlos. Un libro, una idea, un discurso, un relato, pueden, en ciertos contextos y circunstancias, cambiar dramáticamente la vida de individuos y grupos, inducir un hallazgo, mirar desde una nueva perspectiva lo que se aprecia como el orden natural de las cosas. Stefan Zweig, por ejemplo, en Confusión de sentimientos, narra la historia de un estudiante universitario cuando descubre, en medio de los placeres mundanos de la adolescencia, “el amor a la sabiduría”. Fue un descubrimiento azaroso, tras colarse subrepticiamente a un salón universitario para escuchar en la clase de un viejo profesor alemán un encendido elogio a la obra de Shakespeare. “Orgullo, arrogancia, ira, sarcasmo, mofa, toda la sal, todo el plomo, todo el oro, todos los metales del sentimiento” se agolparon en la figura del joven estudiante que recién ingresaba a la universidad. En la reconstrucción de su vida desde la condición de profesor jubilado, ese mismo individuo -el joven estudiante que ahora ya era un viejo profesor universitario- recordaba cómo la pasión intelectual, igual que otras formas de las pasiones vitales, es el combustible que puede inducir cambios profundos en la vida de las personas. El relato muestra que la fuerza inspiradora de las palabras tiene mucho que ver con quien las pronuncia y quien las escucha. Y en la historia de la vida universitaria hay quienes las promueven como instrumentos de cambio, palabras que actúan como insignias de causas asociadas a grandes transformaciones. “Reforma” “autonomía”, “libertad de investigación”, “democracia”, “cogobierno”, forman parte de un lenguaje que acompañó en distintos momentos y con diferentes intensidades los grandes cambios universitarios en América Latina. La argumentación de las ideas y representaciones de esos cambios encendieron pasiones políticas expresadas en movilizaciones, tensiones y conflictos que propiciaron la construcción de nuevos arreglos institucionales. Hoy soplan vientos de cambio reales e imaginarios en el mundo universitario que obedecen a un contexto dominado por la austeridad, la incertidumbre y la confusión, vientos en los que se promueve el uso de un lenguaje que sea capaz de explicar la necesidad de que las universidades formulen una nueva agenda para adaptarse a los tiempos cambiantes de la economía, la política o la cultura. Y la nueva palabra -la “palabra estrella”- en la retórica de la educación superior es “innovación”. Representa, por diversas razones, el signo de los tiempos. Los fuegos artificiales de la innovación son el espectáculo de moda. Se ha convertido en una palabra que se aplica a una gran variedad de procesos: “innovación tecnológica”, “innovación social”, “innovación política”, “innovación gubernamental”, “innovación universitaria”. Sin embargo, el significado mismo del término es ambiguo. Según los populares diccionarios virtuales, innovar significa “mejorar lo existente”, “renovar”, “hacer más eficiente”. En términos más rigurosos, la CEPAL la define como un “proceso de interacción entre diversos agentes” para formular “estrategias cooperativas basadas en esquemas de incentivos y recompensas”. O sea, un típico comportamiento de mercado. No sólo es un asunto semántico. La magia de las palabras (su música, su fuerza) es que potencialmente pueden articular lenguajes para expresar razones, causas, proyectos de transformación vinculados a ideas e intereses capaces de cambiar inercias conservadoras o remover fuerzas muertas. Pero las palabras también tienen que ver con las pasiones, con el descubrimiento de fuerzas vivas que animan la construcción de nuevas explicaciones y proyectos, mejoras potencialmente significativas de procesos, estructuras o relaciones. Por ello, innovación aparece como la palabra toda-ocasión de cierta épica millenial promovida de manera entusiasta por directivos, empresas y consultores dedicados a hacer de la idea del cambio una moneda económica o políticamente rentable. Pero la experiencia muestra que innovar es una palabra sin lenguaje, un concepto vacío en busca de significado que aspira convertirse en la carta principal o el comodín de una nueva narrativa del cambio en la educación superior. Al igual que sucedió con el concepto de calidad, que se convirtió en el mascarón de proa de un largo ciclo de políticas, y al cual nunca se encontró una definición consistente y clara (la más conocida: “concepto relativo, multifactorial y multidimensional”, lo que nos dejaba en las mismas), “innovar” se ha colocado en el centro de un nuevo ciclo de estímulos al cambio: las políticas de innovación. Hay antecedentes de la palabra: reingeniería, reforma, modernización. Fueron esfuerzos verbales por capturar el espíritu de sus respectivas épocas. Como aquellas palabras, “innovar” está asociado a la mitología del progreso, a la noción de que las instituciones, cuando innovan, avanzan hacia algún lugar, hacia una imaginaria etapa en la cual mejorarán con el tiempo sus estructuras y procesos. Innovación se asocia a digitalización e inteligencia artificial, al uso de plataformas, apps y algortimos, a la calidad, a la internacionalización, a los modelos de triple, cuádruple o quintúple hélice, esas metáforas simplonas sobre los motores y máquinas que se supone impulsan las relaciones entre ciencia, tecnología e innovación. Pero lo más interesante de las implicaciones de la nueva palabra de la república universitaria es que, como ocurrió con las diversas modernizaciones del pasado reciente, expresa una crítica a lo tradicional, que se asume como el problema central al que hay que buscar soluciones. Tradicional es sinónimo de conservador, de algo que es resistente o impermeable a los cambios, que esconde un orden institucional costoso, improductivo, poco competitivo, inadecuado para contextos que exigen adaptaciones pragmáticas, transformaciones urgentes o adecuaciones planificadas. Sin embargo, y paradójicamente, lo que ha permitido la supervivencia de las universidades como instituciones son justamente las prácticas tradicionales en el ámbito académico, aquellas que explican los complejos procesos de formación, investigación y producción del conocimiento científico o humanístico. La permanencia de esas tradiciones a lo largo del tiempo –“el amor a la sabiduría”- constituye la principal fuente de legitimidad intelectual, cultural y política de las universidades. Justo por ello, por la temporalidad y complejidad de los procesos académicos -sus tradiciones, usos y costumbres-, es posible advertir en las pretensiones de las políticas de innovación más intereses que pasiones y razones. O más específicamente: son intereses sin pasiones, desprendimientos retóricos de un tiempo gobernado por la ansiedad del cambio, los imaginarios del cálculo racional, y las fuerzas del emprendurismo, el pragmatismo político y el neoutilitarismo que marcan el espíritu de nuestra época. Las políticas de modernización de la educación superior basadas en la evaluación de los años noventa, a la que siguieron las políticas de aseguramiento de la calidad de los tres primeros lustros del siglo XXI, serán probalemente sustituidas por las políticas de innovación que hemos visto desplegarse en la retórica de los cambios durante los años recientes. Los fantasmas de este nuevo ciclo de políticas recorren los campus universitarios en entornos de confusión e incertidumbre sobre el futuro. Quizá esos entornos son lo que explican su expansión sin pasiones. Pero sabemos que en la historia de las políticas, las pasiones son siervas de los intereses. Y los intereses, como escribió el duque de Rohan en el siglo XVII, nunca mienten.

Saturday, October 03, 2020

Hojas de otoño

Estación de paso Hojas de otoño: leyes, decretos y universidades Adrián Acosta Silva (Campus-Milenio, 01/10/2020) En el paisaje otoñal que caracteriza la coyuntura de la crisis pandémica, se perfila un fin de año complicado para la educación superior mexicana. Tres iniciativas federales destacan en el horizonte: la reforma al reglamento del Sistema Nacional de Investigadores, la aprobación de la Ley de Ciencia, Tecnología e Innovación, y la Ley General para la Educación Superior. La primera ya fue decretada y publicada por el poder ejecutivo federal la semana pasada, mientras que las dos iniciativas de Ley, al parecer, serán discutidas y, en su caso, aprobadas por el legislativo en el actual período de sesiones. En su conjunto, estas reformas al marco normativo y operativo de la educación terciaria, la ciencia y la tecnología, tendrán impactos significativos en las universidades públicas del país. Aunque aún es dífícil apreciar con claridad la magnitud de las implicaciones de esas iniciativas, se puede afirmar que tendrán efectos importantes en las relaciones entre los procesos de formación, investigación y producción de conocimento en las instituciones de educación superior. Las reformas configuran nuevos entornos de políticas especialmente para el nivel del posgrado que ofrecen las universidades públicas y los centros especializados de investigación. Por ello, quizá sea pertinente reflexionar sobre la complejidad de las relaciones que articulan los delicados vínculos entre los procesos mencionados. En primer lugar, habría que reconocer que, como todas las formas de la acción social, los procesos de formación, investigación y producción de conocimiento son resultado de relaciones sociales entre individuos, grupos e instituciones. Es decir, no son relaciones naturales, obvias, mecánicas, sino construcciones sociales basadas en la tensión, la coordinación y la cooperación. La lógica de dichas relaciones surge de largos procesos de diferenciación e integración de las actividades docentes y de investigación en todas las áreas científicas y humanisticas. Las figuras de los estudiantes de posgrado (maestrantes, doctorantes) y de los profesionales de la investigación (los científicos e investigadores), que interactúan en espacios especializados para el desarrollo de sus actividades (programas, institutos, centros universitarios), son la expresión simplificada de la complejidad de las relaciones sociales que sostienen y estimulan la diversificación, diferenciación e integración de las disciplinas y subdisciplinas en todos los campos de la investigación. En segundo lugar podría preguntarse: ¿cómo se construye el conocimiento en la universidad? Mediante la vinculación entre aprendizaje e investigación, como lo sabemos desde la aguda observación que el profesor Wilhelm von Humboldt hizo desde su cubículo de la Universidad de Berlín a principios del siglo XIX, y que sentó la bases de uno de los principios fundacionales de las universidades modernas: las libertades de enseñanza e investigación. Pero esa relación supone prácticas básicas, socialmente compartidas en el ámbito de la universidad: la reflexión solitaria, la discusión colectiva, la observación y la lectura, la experimentación constante, el uso de nuevas metodologías y tecnologías. Esas prácticas son a la vez herramientas básicas del oficio y de la profesión científica y académica, que se aprenden y transmiten de generación en generación, en contextos institucionales específicos, con recursos elementales: aulas, laboratorios, bibliotecas, profesores, condiscípulos, jardines, cafeterías. Esos recursos son esencialmente recursos públicos que las universidades organizan institucionalmente para favorecer el desarrollo de la docencia, la investigación, la difusión de las ciencias, la cultura o las artes. Hay sin duda un fuerte componente individual en la formación y fortalecimiento de grupos y redes de investigación y de conocimiento. Todos los científicos, investigadores, estudiantes de posgrado “caminan a hombros de gigantes” por utilizar la conocida metáfora de Newton. Pero en las universidades contemporáneas esos esfuerzos individuales no bastan. Es necesaria la instrumentación de políticas que favorecan la formación de climas institucionales, culturales e intelectuales apropiados para reconocer el talento, impulsar la curiosidad, organizar procesos formativos estables, coherentes y sustentables. Desafortunadamente, esas políticas han sido erráticas, contradictorias e insuficientes a lo largo de los últimos años. En tercer lugar, está el tema de los desafíos. La multiplicación de centros, institutos, programas, dedicados a la investigación y al posgrado en prácticamente todas las áreas del conocimiento, es producto de la persistencia, la paciencia y el esfuerzo de diversas comunidades para la institucionalización de prácticas académicas apropiadas para legitimar los espacios de formación, investigación y producción del conocimiento. Fortalecer esos espacios es el desafío rutinario del presente y el futuro de los distintos campos disciplinarios. Y en México, como en prácticamente todos los países, esas prácticas son del interés público, alentadas, apoyadas o inducidas por los gobiernos nacionales a través de distintos instrumentos financieros, organizativos o normativos. La experiencia mexicana muestra que el CONACYT, el SNI, y el financiamiento público a las universidades autónomas federales y estatales, son las herramientas que han permitido desarrollar un subsistema nacional de formación, investigación y conocimiento. No es claro que las nuevas reformas puedan apoyar el fortalecimiento de ese subsistema. Hay señales cruzadas provenientes de algunos de los contenidos del nuevo instrumental federal. La práctica eliminación de la biotecnología como parte de las prioridades gubernamentales, la eliminación de los fideicomisos, la centralización burocrática de las decisiones, los recortes presupuestales a la educación superior, forman parte de un ciclo que se antoja complicado para las universidades públicas. Será un otoño difícil.

Thursday, September 17, 2020

La voluntad y la intelgencia

Estación de paso La voluntad y la inteligencia Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 17/09/2020) La conocida frase de Gramsci sobre el dilema entre el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad frente a situaciones de crisis, parece oportuna para comprender la magntiud, naturaleza y complejidad de los problemas educativos mexicanos contemporáneos. En un escenario económico díficil, el presupuesto de egresos de la federación para el 2021 confirma lo que muchos suponían: un virtual estancamiento de los recursos hacia el sector educativo que, luego de dos años complicados, confirma una tendencia negativa en términos relativos. Mientras la educación como proceso y como estructura atraviesa una crisis social sin precedentes expresada en tasas altas de deserción, abandonos, efectos vagos de la experiencia digital en los aprendizajes efectivos, cuyo efecto sistémico es el incremento de las brechas de desigualdad, el principal instrumento de la política pública, el presupuesto, tiende a la pulverización en decenas de subprogramas y acciones que confirman una tendencia claramente conservadora. La “Programa Sectorial de Educación 2020-2024” tiene y tendrá poca factibilidad en su implementación. Diseñado antes de la pandemia en un escenario económico y sanitario que no se apreciaba como catástrófico, el PSE nació en un contexto desfavorable, que hará poco viable muchos de sus objetivos, metas y acciones. Y por lo que se ve, se requerirá una operación de cirujía mayor para adaptar el programa a la nueva realidad educativa, y no esperar que la realidad se adapte el programa. Sin que nadie lo anticipara ni deseara, el programa nació bajo malas señales: impredecibles, inciertas, confusas, contradictorias. Es significativo que en el texto del programa no se refiera ni una sola línea a la crisis sanitaria y económica que configura el entorno educativo nacional. En educación superior, el mantenimiento de las becas a los estudiantes y la consolidación de las Universidades Benito Juárez se mantienen como prioridades federales. Los programas de estímulos a la expansión de la cobertura, el mejoramiento de la calidad, los apoyos a los fondos de jubilaciones y pensiones de las universidades públicas estatales, los recursos dedicados a la investigación básica y aplicada, son claramente insuficientes. Las señales presupuestales apuntan hacia un política educativa contracíclica en relación a la lógica expansiva y compleja de la matrícula y la instituciones, programas y proyectos relacionados con las funciones sustantivas universitarias. Una de los puntos centrales de esa señalización tiene que ver con las relaciones entre la docencia y la investigación en esas instituciones. El PSE plantea con claridad la necesidad de optimizar las plantas docentes universitarias a través del incremento de las horas dedicadas a la docencia de profesores e investigadores. De acuerdo al programa, ese incremento permitiría atender a más estudiantes con los mismos recursos, y eso sería recompensado a los profesores con su incorporación al Programa de Desarrollo Profesional de tipo superior (PRODEP). Paradójicamente, en plena era de la 4T (lo que eso signifique) la lógica de los incentivos (de origen claramente neoliberal) gobierna la acción federal. El problema es que dedicar más tiempo a la docencia significará en muchas universidades y áreas del conocimiento dedicar menos tiempo a la investigación. La consolidación de universidades profesionalizantes, centradas en la docencia, significará la interrupción, o el debilitamiento, de la tendencia hacia la transformación de universidades centradas en la investigación, que fue la lógica impulsada durante los últimos treinta años. Esa tensión entre la profesionalización y la investigación traerá de vuela al primer plano la vieja tensión entre la autonomía universitaria y la legitmidad de las políticas gubernamentales, una agenda que probablemente reaparecerá con fuerza en los campus universitarios. Esa tensión se endurecerá con las políticas de austeridad y la consolidación de la crisis económica en lo que resta del sexenio. Como ha sucedido en otras ocasiones, el pesimismo de la inteligencia se traducirá en bajas expectativas y alta incertidumbre en las instituciones públicas de educación superior. A contraparte, la voluntad del oficialismo intentará alentar el optimismo sobre el desempeño del sector bajo la narrativa transformacionista. “Hacer más con menos”, la frasecilla que anima la música de la austeridad que predomina en los campus desde hace mucho tiempo, es una tonada que, por lo que se mira desde la relación entre los presupuestos federales y las políticas sexenales de educación superior, seguirá sonando fuerte en los cubículos y aulas universitarias en los próximos años. En este escenario, las opciones de política pública tendrían que ser revisadas a la luz mortecina de la crisis de financiamiento que ya experimentan las instituciones de educación superior, y que tienen implicaciones de corto y mediano plazo para el desarrollo del sector. Sin embargo, la retórica del oficialismo, encabezada por el protagonismo mañanero del presidente, no muestra señales de cambios o ajustes en las políticas y sus prioridades. Frente a ello, las universidades públicas experimentarán, una vez más, la necesidad de ajustar y revisar sus propias prioridades tratando de mantener el equilibrio en una cuerda floja, larga y desgastada, debajo de la cual la red de protección se ha retirado de manera temporal pues ha sido enviada (dicen) al taller de reparaciones.

Thursday, September 03, 2020

Rechazados cero

Estación de paso “Rechazo cero: el instrumento y la política Adrián Acosta Silva (Campus Milenio, 03/09/2020) El pasado 21 de agosto, la Secretaría de Educación Pública anunció el inicio del programa “Rechazo Cero”, cuyo propósito es “atender a los jóvenes que no ingresan a las instituciones de educación superior de mayor demanda”. Presentado por la Subsecretaría de Educación Superior como un instrumento federal para hacer realidad los principios de obligatoriedad y gratuidad de la educación superior incluidos en la reforma del artículo tercero constitucional realizada en mayo del 2019, así como un mecanismo operativo de los objetivos del Programa Sectorial de Educación 2020-2024, el programa constituye una novedad interesante pero que tiene desafíos prácticos complicados. En primer lugar, nace en el contexto de la (al parecer) inminente discusión y posible aprobación en la Cámara de Diputados de la nueva Ley General de Educación Superior (LGES). Como se sabe, dicha Ley contiene como uno de sus objetivos garantizar el derecho a la educación superior de los jóvenes mediante diversos mecanismos y estrategias. El anuncio del nuevo programa, desde luego, no está condicionado por la aprobación de la LGES, pero anticipa convertirse en un instrumento asociado a la implementación de los objetivos estratégicos de la nueva normatividad. Un segundo asunto tiene que ver con el impacto efectivo de los resultados esperados. “Rechazo Cero” contempla inicialmente la participación de 299 instituciones de educación superior públicas y privadas en la apertura de 65,352 espacios relacionados con 339 carreras. Según anunció el Subsecretario de Educación Superior, en ese esfuerzo se han comprometido la Federación de Instituciones Mexicanas Particulares de Educación Superior (FIMPES) y la Alianza para la Educación (ALPES), dos organizaciones que aglutinan la representación de los intereses del sector privado. Mediante la oferta de alternativas y opciones a los jóvenes rechazados por la IES públicas de alta demanda ubicadas en diversos territorios y poblaciones del país, el programa inició para aplicarse a los jóvenes no admitidos de universidades como la UNAM, la UAEM, la UAC o la UAT, y a partir del nuevo ciclo se incorporará como una opción para los jóvenes que aspiran a ingresar a alguna carrera universitaria en varias instituciones de educación superior, aunque no se precisa todavía si en todas o solo en algunas. El problema crítico es cómo conciliar los deseos, expectativas y preferencias de los jóvenes con las oportunidades disponibles. Una primera lectura de los problemas prácticos de implementación del programa de rechazados cero es que, dado el previsible patrón de comportamiento de concentración de la demanda hacia las carreras e instituciones tradicionales, las opciones ofrecidas serán vistas como alternativas de compensación dirigidas hacia las ofertas privadas y quizá algunas públicas no universitarias. Ello significa que los rechazados podrán ser admitidos a alguna carrera de IES privadas que naturalmente cobran por sus servicios. ¿Quién pagará esas matrículas? ¿El estudiante y su familia? ¿Serán becas públicas “Benito Juárez”, o serán becas-crédito de las propias IES particulares? Una tercera complicación tiene que ver con la tensión en la organización misma del proceso. La experiencia de muchas universidades públicas es que a los rechazados de las carreras de alta demanda (Medicina, Derecho, Contaduría, Ingenierías) se les ofrecen lugares en otras carreras de baja demanda o que cuentan con espacios disponibles en la propia universidad. Lo que suele suceder es que esas opciones no son atractivas ni prácticas dadas las aspiraciones y preferencias de muchos de los jóvenes, que terminan por abandonar los estudios, aplazarlos para concursar en el siguiente ciclo, se dedican a buscar o conservar sus empleos, y sólo en algunos casos aceptan un lugar en una carrera que inicialmente no era de su agrado, pero que terminan abandonando usualmente antes del primer año. ¿“Rechazo Cero” cambiará esos comportamientos? Una dificultad adicional tiene que ver con la coordinación de las autoridades federales con las estatales y las universidades públicas y privadas de cada entidad y región. La experiencia europea de admisión a los estudios superiores enseña que una política de selección que aspire a ser efectiva requiere equilibrar la búsqueda de la calidad en el ingreso a los estudios, con la consideración de las preferencias individuales y las condiciones de equidad en el acceso. Ello supone diseñar estrategias regionales interinstitucionales que ofrezcan por lo menos tres opciones de ingreso (A,B,C) a las ofertas educativas públicas. La “nota de admisión” es el resultado de fijación de puntajes mínimos fijados por las IES y opciones atractivas para los jóvenes, elegidas desde el principio por ellos mismos y garantizadas por las agencias públicas que coordinan los procesos de admisión. No parece ser una buena estrategia ofrecer “premios de consolación” a los jóvenes rechazados con tal de cumplir con la meta de “rechazados cero”. Finalmente, una complicación más es de naturaleza inevitablemente política. ¿Cómo involucrar a las universidades e instituciones públicas en las políticas de rechazo cero sin lastimar su autonomía institucional, que les permite decidir a quiénes admite, bajo qué condiciones y con qué responsabilidades, derechos y obligaciones? ¿Cómo conciliar la selección cuidadosa de programas de alta demanda con la universalización/democratización del acceso? ¿Por qué no apoyar la expansión de las ofertas públicas en las universidades tradicionales, que ha sido justamente uno de los logros en la cobertura y el acceso de muchas universidades estatales en las últimas tres décadas? Estas cuestiones remiten a uno de los problemas clásicos de las políticas públicas: el problema de la implementación. Asegurar umbrales mínimos de eficacia, legitimidad y consistencia del nuevo programa requiere de una minuciosa, árida y delicada labor de coordinación interinstitucional que requiere de acuerdos claros, recursos suficientes, evaluación sistemática y mecanismos operativos eficientes. De lo contrario, el imperio del voluntarismo y las buenas intenciones alimentará, una vez más, los efectos no deseados o perversos de las propias políticas.

Friday, August 21, 2020

Cápsula del tiempo

Cápsula de tiempo Adrián Acosta Silva A la memoria de Paco Navarro (Nexos, Blog de Música, 21/08/2020) En sus Nostalgias (1938), el poeta Xavier Villaurrutia escribió que “volver a una patria lejana” significa “volver a una patria olvidada”. El pasado es, más allá de toda representación poética, esa patria a la que se refiere Villaurrutia, un territorio que suele visitarse de vez en cuando para tratar de recordar personajes, lugares o sonidos. Hoy, donde el pasado se ha vuelto una industria cultural que se alimenta incesantemente de la insatisfacción con el presente y la preocupación por el futuro, la patrias olvidadas de la infancia o de la juventud se pueden encapsular y difundir en esas máquinas del tiempo que son los archivos digitales. Una parte de esas pequeñas patrias imaginarias es el rock. Escuchar los discos nuevos de rockeros viejos es un acto de fe, un impulso gobernado por la nostalgia, una excentricidad propia de los antiguos y modernos. Alejados de la férrea dictadura de las modas, esos impulsos son confusos, a veces ciegos, pero obedecen a una suerte de sentimiento vintage, la ansiedad por cierta identidad perdida, desteñida por los años, agotada por los excesos, el aburrimiento o las pérdidas. Pero la curiosidad es también una explicación legítima, un motivo válido para explorar los sonidos de aquéllos que formaron el alma dura del rock. La persistencia de la memoria configura el bazar de las antigüedades rockeras, un espacio vivo, un lugar donde se encuentran los clásicos y los emergentes, en el cual compositores, cantantes y grupos de los años sesenta o setenta buscan a sus públicos fieles o a jóvenes incautos. Paul Simon, Van Morrison, Eric Clapton, Bob Dylan, Mark Knopfler, Patti Smith, Bruce Springsteen, pertenecen a aquellas generaciones de los años sesenta o setenta que siguen haciendo lo único que saben o pueden: componer y tocar canciones. La jubilación no está contemplada en sus agendas. Como en otras profesiones u oficios (escritores, directores de cine, poetas), las rutinas básicas del género están ligadas a la imaginación minimalista, a preocupaciones estéticas, políticas o afectivas, a recuerdos, temores, esperanzas. Polvos de viejos lodos. En sus últimos años, por ejemplo, Leonard Cohen se dedicó a organizar sus apuntes existenciales en plena vejez, con la lucidez que sólo proporciona la conciencia de la muerte, publicando tres discos espléndidos entre 2014 y 2018. Lou Reed, Joe Cocker, Leon Russell, Ginger Baker, J.J. Cale, pasaron sus últimos años cantando, escribiendo o tocando canciones, combinando presentaciones en pequeños bares y ofreciendo conciertos en sitios de poco público, marginales a su manera, sin preocuparse demasiado por las presiones del mercado o de la fama, esas formas modernas de la dictadura de las industrias musicales en la era digital. Neil Young pertenece a esa estirpe pura sangre de rockeros viejos en busca de fieles, infieles, incautos o apáticos. A sus 74 años, acaba de lanzar una pequeña cápsula de tiempo: Homegrown (Reprise Records, 2020). Extraídas de sus propios archivos, el disco reúne 12 canciones grabadas originalmente entre 1974 y 1975, justamente entre la grabación de tres de sus obras emblemáticas de los años setenta: On the Beach (1974), Zuma (1975) y Tonight´s the Night (1976). “Love is a Rose”, “We Don´t Smoke No More”, “Little Wing” (basada en la rola que grabó Jimi Hendrix en 1967), son algunas de esas canciones setenteras, hechuras del espíritu de la época, donde lo acompañan la voz de Emmylou Harris (“Try”), la batería de Levon Helm (“Separate Ways”) o la guitarra de Robbie Robertson (“White Line”). Lo que se escucha son historias breves acompañadas por la voz lánguida y suave de Young, en las que se reiteran los patrones básicos del folck-rock y el blues que caracterizan su trayectoria antes y después de sus obras setenteras. La fijación por lugares (“Mexico”, “Kansas”, “Florida”) es parte de la cartografía elaborada por la imaginación del canadiense por aquellos años de utopías y paraísos artificiales. Recientemente afirmó que Homegrown es “el lado b de Harvest” (1972) su disco más famoso y sólido, el contraste con las tonalidad popular, fácil y optimista de “Heart of Gold”. Forma parte de las costuras sonoras y emocionales que unen sus discos de la primera mitad de los años setenta. 45 años después, esas costuras mantienen el estilo y la frescura que luego aparecerán esporádicamente hasta Colorado (2019), su último disco de nuevas canciones. Llenos de altibajos y contrastes, las obras de los años recientes de Young (2010-2019) muestran el desgaste, las inconsistencias y destellos de uno de los últimos músicos representativos del pasado del rock norteamericano, hecho a mano entre las costas de Nueva York y California. Casi al mismo tiempo del lanzamiento del disco, Young demandó a Donald Trump por utilizar una de sus canciones como parte de sus actos de campaña para la reelección presidencial (Rockin´ in the Free World, de 1989). Ese acto del rockero canadiense (curiosamente de la misma edad de Trump) muestra el espíritu hippie de la patria del rock pre-industrial. Ya sabemos cómo los miembros de una misma generación pueden ser tan opuestos como Trump y Young, lo que revela el peso de las fuerzas misteriosas del azar en la construcción de las identidades. Pero a lo largo del siglo XXI, las preocupaciones de Young son parte de su nueva patria personal: ambientalistas, anti-transgénicas, de homenajes ingenuos a la naturaleza, de protestas contra la contaminación ambiental, animando con algunas de sus canciones elaborados rituales de veneración a la Madre Tierra. Con todo, Young y sus compañeros de generación se niegan a resignarse a ser apreciados como piezas de museo. Casualmente, Homegrown (algo así como “Cosecha propia”) aparece como un regalo bien envuelto, una cápsula de tiempo que coincide con los tiempos de miedo y aislamiento social de la pandemia que hoy nos azota a todos. Soledad, ansiedad y vida doméstica unen misteriosamente el pasado con el presente. Quizá, después de todo, la vida consista simplemente en un “cambio de hábitos”, como canta Young en “Separate Ways”, o en la búsqueda eterna, circular, de alguna patria lejana, como escribió Villaurrutia.