Thursday, March 22, 2018

Autonomía universitaria y seguridad pública



Estación de paso

Autonomía y seguridad

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 22/03/2018)

Las comunidades universitarias no son ni han sido nunca ajenas a los problemas de inseguridad, criminalidad y violencia que aquejan hoy o anteriormente a la sociedad mexicana. Ser estudiante, profesor, trabajador o funcionario universitario no los vuelve inmunes a atracos, secuestros, extorsiones, asesinatos o amenazas por parte de delincuentes solitarios, grupos de ocasión o bandas organizadas. Durante los últimos años hemos confirmado como dentro y fuera de los campus universitarios públicos o privados de Guadalajara o de la Ciudad de México, en Ciudad Juárez o en Xalapa, en Culiacán o en Pachuca, en Hermosillo o en Ciudad Victoria, los crímenes contra miembros de esas comunidades se han multiplicado en el contexto de la atmósfera de inseguridad que se ha formado por la mezcla fatal de políticas fallidas, expansión de redes criminales, impunidad y corrupción policíaca. (Algunos más agregarían seguramente la degradación moral y la fala de valores, pero eso ya es otra cosa).

El asunto es delicado y tiene varias aristas. De un lado, el tema de la autonomía universitaria y el de la “extraterritorialidad” real o ficticia de sus campus e instalaciones. De otro lado, el tema de las prácticas de tolerancia hacia las actividades ilegales en las universidades, en especial la distribución, venta y consumo de drogas. Más allá, el tema de las características de los grupos de dealers y consumidores que son o pueden ser miembros de las propias comunidades universitarias, no individuos ajenos a ellas. Bien visto, en las universidades se ha construido desde hace mucho tiempo un “orden de seguridad”, que se basa en la tolerancia respecto de comportamientos que fuera de los campus suelen ser objeto de persecución policiaca y judicial, además de linchamientos morales y críticas a las amenazas en torno a la pureza simbólica de las comunidades universitarias.

Ese “orden se seguridad” universitario (por decirlo de algún modo), es a la vez simbólico y práctico. Una de las cosas que rápidamente se aprenden en la universidad es que hay que convivir cotidianamente con individuos o grupúsculos que viven al filo de la clandestinidad, ofreciendo un montón de cosas a los estudiantes y profesores. Pero otra de las cosas que también se aprenden es que entre ellos hay consumidores y compradores habituales de sustancias y objetos. En otras palabras, hay un mercado que explica los comportamientos de ofertas y demandas de drogas, objetos de dudosa procedencia (el robo de autopartes), e incluso, en no pocos casos, de armas. En los años setenta, por ejemplo, la banda de “Los Enfermos” en la Universidad Autónoma de Sinaloa, o los “fegosos” en la Universidad de Guadalajara (los miembros más violentos de la extinta Federación de Estudiantes de Guadalajara, la FEG), exhibían, compraban o vendían armas entre sus comunidades, asesinaban, amenazaba o extorsionaban a sus rivales políticos, a veces con el amparo, la complicidad o la indiferencia de sus líderes políticos y de las autoridades universitarias y no universitarias.
El síndrome del 68 está en el centro imaginario de muchas de las reacciones que hay contra la intervención policiaca directa en las universidades públicas. Esta es la dimensión política del “orden de seguridad”. La violación de la autonomía universitaria es el reclamo que surge entre no pocos sectores cuando se invoca el tema de la seguridad pública en los campus. Y sin embargo, en las universidades públicas del país se han ensayado desde hace tiempo diversas fórmulas para combatir la inseguridad en sus instalaciones, que van desde la contratación de cuerpos privados de seguridad para controlar las entradas y salidas de las universidades –a veces inclusive armados-, o la instalación de rondines de policías locales en las periferias con ocasionales recorridos dentro de los campus, hasta la creación de cuerpos de seguridad propios –a veces sindicalizados y generalmente desarmados- que se limitan a observar y a tratar de inhibir los comportamientos delictivos en las universidades.

La experiencia contemporánea de las relaciones entre autonomía y seguridad en las universidades parece atravesar por un nuevo ciclo, alimentado por reclamos, críticas y temores reales o fundados sobre prácticas delictivas igualmente reales o imaginarias. Los asaltos, violaciones y asesinatos de estudiantes dentro y fuera de los campus, la penetración y legitimación de las actividades de raterillos, tribus y bandas organizadas que recorren los campus universitarios, son fenómenos que han levantado la voz de alerta entre no pocos sectores de la opinión pública, pero también entre autoridades y comunidades universitarias. La formulilla de que las policías –el gobierno- solo pueden actuar si las autoridades universitarias lo solicitan, o los reclamos de violación a la autonomía universitaria si las policías locales o federales se atreven a pisar el suelo sagrado de los campus, parecen ser cada vez más ilusiones que justifican las reticencias para pensar a fondo el tema de la inseguridad en las universidades públicas.

Aquí hay otro asunto –en realidad uno más- que habita la agenda política y de políticas de la educación superior universitaria. Revisar y aprender de experiencias, comparar, reunir evidencia, construir consensos mínimos, es una tarea fundamental de los gobiernos universitarios y de sus comunidades. Configurar un nuevo “orden de seguridad” universitario, asumiendo sus límites y tensiones, equilibrando ejercicio de libertades y umbrales de tolerancia, bajo principios elementales de claridad jurídica, de prudencia y una buena dosis de sentido común, es uno de los desafíos fundamentales de nuestras universidades públicas.







Wednesday, March 21, 2018

El estilo tardío de Dylan





El estilo tardío de Bob Dylan

Adrián Acosta Silva

https://musica.nexos.com.mx/2018/03/21/el-estilo-tardio-de-bob-dylan/


¿Qué factores explican el hecho de que músicos o escritores que han construido a lo largo de sus vidas una obra sólida, original y creativa, decidan en algún momento reposar en las aguas mansas de la nostalgia, de la tradición, que habitan sus propios pasados personales? ¿Porqué deciden romper con los rasgos distintivos de sus obras anteriores para sorprender a sus admiradores y críticos con un giro desconcertante, sorprendente o extraño en la hechura de sus obras aparecidas durante los años de su vejez o inclusive algunas de ellas póstumas? Esas preguntas reaparecen una y otra vez al observar no pocos de los perfiles creativos de artistas cuyas trayectorias hacia el final de sus vidas suelen ofrecer sorpresas cuando se mira el paisaje de sus obras completas. No se entiende muy bien porqué, al final de su existencia, deciden volcar sus energías a estilos, tradiciones o géneros con los que marcaron una ruptura generacional para construir una identidad propia, transformadora y desafiante de su pasado y su presente..

Ese puede ser el caso de Bob Dylan. Si uno mira el perfil de sus discos más recientes, vemos con claridad la aparición del fenómeno que Edward S. Said denominó como “estilo tardío”, ese lenguaje que suele aparecer al final de las vidas de músicos, escritores y poetas (Sobre el estilo tardío. Música y literatura a contracorriente, Debate, México, 2009). Shadows in the Night (2015), Fallen Angels (2016), y Triplicate (2017), representan con claridad el estilo tardío dylaniano. Las voces y los ecos de Frank Sinatra, de Ray Charles, Ella Fitzgerald, Billie Holiday o Sarah Vaughan resuenan en cada una del medio centenar de canciones que se acumulan en estas tres obras, en donde Dylan el joven desaparece para convertirse en Dylan el viejo, un humilde trovador de covers de radio pertenecientes a los años cuarenta y cincuenta, en los orígenes del jazz y del blues, sonidos y voces que habitan las aguas profundas de su propia educación sentimental.

El Dylan de “Like a Rolling Stone”, el que sacudió las venas del folck con The Freewhelin (1963) y del rock con Blood in the Tracks (1975), que desconcertó con Street Legal en 1978 (que incluye esa joya de “Changing of the Guards”), que escandalizó con sus conversiones religiosas en Slow Train Coming (1979), que cerró el siglo XX con el deslumbrante Time Out of Mind (1997), y que reapareció con un estallido de potencia creativa durante la primera década del siglo XXI con la trilogía maestra de discos como Love and Theft (2001), Modern Times (2006), y Together Through Life (2009), es el mismo que reaparece en Triplicate. Es otro y al mismo tiempo el mismo músico que llegó a sus setenta años en el 2011, que celebró con Tempest (2012), el antecedente inmediato y quizá último de sus arrebatos de originalidad alimentados por el godspell y el blues, el folk y el rock.

Pero, como sugiere Said, el estilo tardío no surge de manera espontánea. Si se mira con cuidado, hay en algún momento anterior la semilla de tradiciones reconocidas, las herencias culturales de los años de la infancia y la primera juventud. Son los residuos de voces y sonidos, de ritmos y atmósferas que habitaron las repúblicas de la niñez y de la adolescencia de Dylan. Self Portrait (1970) es quizá el antecedente remoto de Triplicate en la obra dylaniana. Ahí, en aquel disco que lanzó el ahora Premio Nobel de Literatura a sus entonces treinta años de edad, y que en su momento fue duramente criticado por no pocos medios y admiradores como “reaccionario” y “nostálgico” -ya se sabe que para muchos nostálgico es siempre un sinónimo de reaccionario-, se encuentra toda una confesión de parte, una suerte de auto de fe, la revelación de que Dylan, el hombre/compositor/cantante que abandona la juventud para adentrarse en el territorio inhóspito de la madurez, es deudor legítimo de un pasado habitado por las grandes bandas, las canciones dulces e ingenuas que acompañaron los sueños y pesadillas de generaciones anteriores; la evocación de imaginarias noches de humo y alcohol que rodeaban la vida de los primeros músicos cantantes de blues y de jazz que dominaron las pistas de baile y las estaciones de radio en la costa este norteamericana, bajo el espeso clima cultural e intelectual de la posguerra, voces y ritmos escuchados por un niño que deambulaba vagando por las calles de un pueblo de Minnesota.

Ahora que muchos de sus compañeros de generación han comenzado a abandonar el barco (los últimos han sido J.J. Cale, Leon Russell, Leonard Cohen y Tom Petty) la propia vida de Dylan se va poblando poco a poco de sus ángeles caídos, observados en la soledad de un músico hermético, hosco, siempre alejado de los reflectores, de los medios, de la fama y de sus críticos. Hoy, en el ocaso de una trayectoria de prácticamente seis décadas, Dylan construye en cada una de las treinta canciones distribuidas en los tres discos que integran Triplicate un mapa personal del mundo, una colección de representaciones de su propio pasado a través de los estilos que otros construyeron antes que él y los miembros de su generación.

Quizá eso explica porqué el estilo tardío de Dylan es un inevitable giro hacia el pasado, el homenaje a sonidos y figuras que alimentaron su ruptura con el folk del medio oeste y, años después, sus divagaciones e incursiones en el mundo plástico del rock. No pocos de sus fans se han mostrado decepcionados por lo que consideran una traición, un ataque de decrepitud, acaso de senilidad, que han hecho presa del espíritu creativo de Dylan, el viejo. A sus casi 77 años de edad (los cumplirá en mayo próximo), la gira interminable de uno de los iconos del rock parece entrar al camino sin salida al que todos llegaremos más tarde o más temprano. Después de todo, tal y como lo escribió Said en su obra póstuma, “lo tardío como tema y estilo nos recuerda una y otra vez la existencia de la muerte”.

Thursday, March 08, 2018

Métrica y retórica de la calidad



Estación de paso

Métrica y retórica de la calidad

Adrián Acosta Silva

(Campus-Milenio, 08/03/2018)

El Programa para el Desarrollo Profesional Docente (PRODEP) es un instrumento de política pública dirigido a mejorar la calidad del profesorado universitario en México. Hijo del antiguo PROMEP (Programa de Mejoramiento del Profesorado, 1996-2012), y nieto del aún más antiguo SUPERA (Programa de Superación Académica, 1994-1996), comparte con ellos el propósito de mejorar la “habilitación profesional” de los docentes universitarios a través de incentivos monetarios, institucionales y simbólicos: becas para estudios de posgrado, incorporación de nuevos Profesores de Tiempo Competo (PTC), apoyos para compra de libros, equipo de cómputo, remodelación y mobiliario para sus respectivos cubículos.

El PRODEP distingue dos tipos de reconocimientos a los profesores de las universidades públicas (en especial los PTC´s) que se animan a participar en el programa: el “Reconocimiento de Perfil Deseable” (RPD) o el de “Apoyos para Perfil Deseable” (ARPD). Salvo la primera vez que se concursa, se pueda obtener el segundo tipo de reconocimiento, asociado “por única vez” a un fondo de apoyo “individual” e “intransferible” de 40 mil pesos, que debe ser comprobado con las facturas de las compras académicas correspondientes (libros, computadoras, etc.). En el caso del RPD, se puede renovar a partir de la segunda ocasión, y la caducidad del reconocimiento es de tres o seis años, según corresponda.

Este instrumento de política, junto con el Programa de Cuerpos Académicos (PCA), se constituye como el núcleo de las políticas federales dirigidas hacia el mejoramiento de la calidad académica de la educación superior. Cada Institución de Educación Superior (IES) del Sistema Nacional correspondiente (SNES), a través de sus Dependencias de Educación Superior (DES, que son las escuelas, facultades, centros universitarios, institutos), puede participar en el Programa para mejorar los indicadores de calidad de sus profesores, y mejorar su visibilidad y prestigio institucional en las evaluaciones. Estos programas e instrumentos deben ser congruentes con el PFCE (Programa de Fortalecimiento de la Calidad Educativa), que a su vez tiene como antecedentes el efímero PROFOCIE (Programa de Fortalecimiento de la Calidad de las Instituciones Educativas, 2014-2015) y aún antes, el PIFI (Programa Integral de Fortalecimiento Institucional, 2001-2014)

El supuesto de los instrumentos es simple: si tenemos profesores con perfil deseable organizados adecuadamente en cuerpos académicos (CA) en “proceso de consolidación” o “consolidados” (CAPC, o CAC, respectivamente), tendremos entonces DES de las IES del SNES de calidad certificada a través de los organismos federales diseñados para tal fin. Para completar el cuadro de la calidad, se tendrían que añadir las labores que hace el Centro Nacional de Evaluación (CENEVAL, con exámenes nacionales de ingreso -EXANI-y egreso -EGEL-), los Consejos Inter-Institucionales de Evaluación de la Educación Superior (CIIES), y lo que hacen los Comités para la Acreditación de la Educación Superior (COPAES). Eso, sin contar lo que desde 1984 hace para el nivel del posgrado y la investigación el CONACYT, a través del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) o el Padrón Nacional de Programas de Calidad (PNCP).

Esa supuesto relativamente simple sin embargo, se transforma en una lógica burocrática engorrosa, complicada e incomprensible para los mortales académicos. Veamos: un PTC que quiere participar en el PRODEP a través de su DES-IES, para obtener un RPD o un ARPD, y pertenecer a un CAPC o a un CAC, tiene que elaborar una solicitud apoyado por su RIP (Representante Institucional del Programa), para verificar que sea congruente con el PFCE, llenar todos los rubros de la solicitud: cursos y seminario impartidos en los últimos tres años, productividad académica, participación en órganos académicos colegiados, actividades de vinculación institucional, participación en reformas curriculares a programas de estudios o en el diseño de nuevos programas. Para entender lo que significa todo ello, las convocatorias respectivas recomiendan a los RIPS de las IES del SNES que, a su vez, sugieran a los PTC´s de sus DES que lean con atención las “reglas de operación” del PRODEP, publicadas en el Diario Oficial de la Federación. (Son más de 100 páginas, minuciosas en la clasificación y descripción de cada uno de los rubros y productos que se evalúan en el Programa).

Revisar, examinar, organizar y reunir las evidencias de los distintos rubros no es una tarea fácil. Los PTC´s se convierten en burócratas de sí mismos, y forman parte de una estructura de gestión burocrática aún más grande. El resultado es que las fronteras entre la actividad académica y la actividad burocrática se diluyen durante las tres o cuatro semanas que los PTC de las IES deben dedicar al llenado de los formularios del PRODEP. Si a ello se añaden las solicitudes para renovar la membresía en el SNI o la que se dedica para organizar y registrar una solicitud de CAPC o CAC apoyado por las DES de sus IES, más de algún académico caerá tarde o temprano en la cuenta de que Dios no existe.

Además, las rúbricas de la solicitud deber ser firmadas en original en cuatro tantos por cada solicitante con tinta azul, pues de no ser así no serán “validadas”. Adicionalmente, los RIP´s de las IES nos advierten que las evidencias que acompañan la solicitud no deben estar engrapadas o con clips. Eso es, junto con el largo siglario precedente, calidad educativa. Parafraseando a Oscar Chávez, podemos decir que configura la peculiar química, botánica, retórica y sistema decimal de la métrica mexicana de la calidad del SNES.