Wednesday, October 24, 2012

Blues para corsarios



Estación de paso
El blues de los corsarios
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 25 de octubre, 2012.

Como parte de una larga gira compartida desde hace más de un año, dos bucaneros de buena reputación, Mark Knopfler y Bob Dylan, desembarcaron silenciosamente la semana pasada en el puerto californiano de San Francisco para hacer un par de escalas en el Auditorio Bill Graham, ubicado en el centro cívico de la ciudad. Ahí, justo en el medio de la vieja ciudad de las flores en el pelo, donde Tony Bennett confesó haber dejado su corazón hace unas décadas, y donde el multiculturalismo es, más que un problema, un dato duro, dos de las voces más emblemáticas de ese género polimórfico que es el rock ofrecieron en poco más de tres horas una prueba más de que la virtud y la fortuna suelen acompañar a los infieles.
El Bill Graham es un respetable edificio público construido en 1915, envejecido por el tiempo y los miles de conciertos y espectáculos que han desfilado a lo largo de los años. Con una capacidad para siete mil espectadores, acomodados en las graderías o en el piso, el auditorio es un almacén dotado de buena iluminación y acústica, diseñado con una combinación de detalles provenientes del art decó, la estética de un bodegón industrial, y un clima de cantina de muelle, lo cual lo hace una combinación arquitectónica ecléctica, interesante por impura. Ahí, en ese sitio, justo a las 7:30 de una noche calurosa de jueves, un dulce olor a colitas flotaba en el ambiente entre una multitud donde predominaban las cabezas calvas y las melenas grises, para dar la bienvenida a un solitario Mark Knopfler, blandiendo una guitarra eléctrica entre sus brazos.
“¿Qué traes de nuevo Mark? “Le gritó alguien en tono envenenado a Knopfler desde la oscuridad, a lo que el guitarrista le respondió con agilidad inglesa: “No estoy seguro de traer algo nuevo”. Y para reafirmarlo, abrió el concierto con una larga y espléndida versión de “What it is” (de su disco Sailing to Philadelphia, del año 2000), mientras que su banda, compuesta por dos guitarristas, un violín, una flauta, batería y sintetizador, le acompañaba en los riffs suaves y legendarios del gran guitarrista escocés. El repertorio del exlíder de Dire Straits siguió con otras 10 canciones que fueron del blues químicamente puro –como Hill Farmers Blues, o Song for Sonny Liston- a un par de canciones de su disco más reciente –Privateering (2012)-, que mostraron que el músculo creativo del gran Knopfler sigue en plena forma, configurando un sonido pausado e inconfundible, gobernado por una de las guitarras más exquisitas del gran vecindario rockero de los últimos treinta años.
A las 9 de la noche, los ecos de Jack London, de Robert Louis Stevenson, de Jack Kerouac o los aullidos de Allen Ginsberg resonaban en el auditorio, mientras Dylan tocaba al piano The Things Must Change, acompañado por la potencia sonora de una banda de 4 guitarristas, un tecladista y un baterista. Alternando la guitarra, la harmónica y el piano, Dylan se paseaba por el escenario con el fantasma de su alter ego “Jack Frost”, a veces sonreía, miraba insistentemente hacia sus instrumentos y hacia sus músicos, cambiaba las letras y ritmos de sus canciones, mientras sus cómplices, acostumbrados y contentos, se adaptaban rápidamente a las improvisaciones del patrón. Waiting the River Flow, Tangled in Blue, Chimes of Freedom, Love Sick, desfilaron de entre una lista de 15 canciones, que cerró con ese blues atronador que es Thunder of the Mountain, al que siguió, por supuesto, Like a Rolling Stone.
El espectáculo de los asistentes era la otra parte de la experiencia global. Algunos bailaban alucinantes danzas hippies, practicaban exorcismos y conjuros, lanzaban besos al auditorio, bendecían a Dylan y a su banda, mientras que otros no paraban de corear las inaudibles frases del músico de Minnesota, pronunciadas con la voz cavernosa y sombría de siempre. Más arriba y más al fondo, desde la oscuridad de las graderías y los palcos, las postales del concierto se multiplicaban. Al cierre del espectáculo, mientras las gradas se vaciaban y los asistentes salían, el aire cálido de la bahía recibía a los miles que salían del viejo edificio, entre vasos de cerveza abandonados y el olor vegetal de la mota consumida.
El rock es un género que ha inventado ya sus propias tradiciones y rutinas, sus referentes simbólicos, su parafernalia, sus imágenes y sonidos básicos. Y los conciertos son los rituales paganos donde esas tradiciones reviven, se reinventan en cada nueva canción, en cada nueva interpretación. Knopfler y Dylan son un par de viejos corsarios que representan la capacidad simbólica de un género plástico, la inspiración y oficio para hacer que cada canción suene como si fuera la primera vez, ante los cientos o miles de fieles que seguimos viendo en el rock una pequeña y efímera manifestación de la felicidad.

Thursday, October 11, 2012

Aguas profundas

Estación de paso
Aguas profundas
Adrián Acosta Silva
Señales de humo, Radio U. de G., 11 de octubre de 2012.

La vida pública mexicana puede ser vista como una mezcla de aguas someras y profundas. Las primeras, como se sabe, son las aguas superficiales, las que se pueden ver a simple vista, aunque su tranquilidad o agitación puedan ser engañosas. Las segundas requieren de un ejercicio comprensivo y visual mayor, y su conocimiento implica de aparatos interpretativos más complicados, que suelen romper con el sentido común. Pero la metáfora no da para más. La sociedad no es un lago o un mar, ni los problemas públicos forman parte de líquido alguno, de corrientes marinas o cosas por el estilo. Sin embargo, la imagen puede ayudar a comprender el perfil de nuestros males públicos y malestares privados.
Veamos, por ejemplo, lo que ocurre con los gobiernos municipales. Desde hace tiempo, es nota de primera plana el escándalo por los manejos presupuestarios que hacen los municipios, grandes y pequeños, cuyo endeudamiento o corrupción es motivo de indignación moral para muchos analistas, ciudadanos o gobernantes. Hay también indignación editorial o periodística cotidiana por lo que hacen los titulares de los poderes ejecutivos, nuestros diputados, o los funcionarios del poder judicial, pero vale la pena concentrar la atención en lo que ocurre en la esfera municipal, que suele ser, según se cree, el nivel de gobierno más cercado a los ciudadanos. La imagen que se suele presentar de los gobiernos municipales es que son dispendiosos, desordenados, y corruptos. Muchos medios presentan a los espacios municipales como botín de políticos y funcionarios sin escrúpulos, que negocian derechos y obligaciones todos los días. El fracaso del imperio de la ley suele atribuirse al fracaso de la organización municipal, de los partidos políticos y del funcionariado público.
Esas son aguas someras de nuestra vida pública. Pero si se mira con algún detenimiento y más al fondo, se observará, primero, que la enorme desigualdad de recursos, tamaños, poblaciones y capacidades de los gobiernos municipales en México o en Jalisco, es una característica que inmediatamente hace necesaria la diferenciación entre los 2,445 municipios del país, de los cuales un 10 por ciento, aproximadamente, serían más o menos organizados y con ciertos recursos públicos. No es lo mismo el municipio de Zapopan o Guadalajara que, por ejemplo, el de Guachinango o el de Jilotlán de los Dolores. Las diferencias de salarios entre funcionarios, regidores, presidentes municipales o el salario y preparación de los policías, son abismales entre esos municipios. Además, la experiencia acumulada en la gestión de los recursos, el tamaño de su burocracia, o los límites normativos o prácticos a la acción de los funcionarios, son igualmente contrastantes.
Esas diferencias no son morales o éticas, sino estructurales. Sólo la fe hace posible observar a los municipios como un solo animal, con los mismos rasgos, padecimientos y problemas. Se suele olvidar que los problemas de miles de municipios mexicanos tienen más que ver con la escasez que con la abundancia, en donde los problemas de financiamiento público se asocian también a un perfil de funcionarios y rutinas gubernamentales donde no se lleva un registro ni del predial ni de las escuelas instaladas en el territorio de los municipios, y en donde en cada elección, así gane el mismo partido político, existe una elevadísima rotación del funcionariado municipal, lo que hace que cada tres años la piedra de Sísifo de la administración local vuelva a rodar hacia la base de la montaña.
La cuestión municipal es sólo un ejemplo más o menos cotidiano de cómo la superficie de la cosa pública esconde su verdadera magnitud y profundidad. Atribuir a la voluntad, a la moral política o a la ética cívica la solución de los muchos problemas municipales, significa echar en el cajón de sastre que suele ser la cultura política las explicaciones de los añejos problemas estructurales del municipio mexicano, donde el financiamiento errático y escaso, un funcionariado amateur y no profesional, y prácticas de ensayo y error en la gestión y administración de los recursos financieros, suelen habitar algunas zonas de las aguas profundas de la vida pública municipal.