Tuesday, October 07, 2008

1968: las palabras y las imágenes

MESA REDONDA: “OCTUBRE 68, 40 AÑOS DESPUÉS”
Organizado por la Corresponsalía Guadalajara del Seminario de Cultura Mexicana.
Museo de la Ciudad, 6 de octubre de 2008.

1968: Las imágenes y las palabras.

Adrián Acosta Silva

Hay una imagen –una fotografía- que ilustra las primeras ediciones del libro de Luis González de Alba, Los días y los años, en la cual un joven estudiante, parado en el toldo de un automóvil, se dirige hacia una multitud que camina por las calles del DF. En frente del joven –un líder estudiantil, se supone- algunas personas prestan atención a sus arengas, portando pancartas que llevan palabras como democracia, no a la represión, libertad, mientras que otros lo ven de reojo y algunos más no le prestan demasiada atención, entre risas y semblantes serios. Es una imagen hermosa, que simboliza muchas cosas, evoca otras, oculta algunas. La primera, la más evidente, es que se trata de un acto de libertad, una acción libertaria, en la que la voz de un joven parece representar la voz de muchos. La otra es la multitud misma: la imagen de una multitud en movimiento, atenta, a veces dispersa, que marcha en calidad de ciudadanos inconformes, rebeldes, protestando contra actos de la autoridad, es decir, del gobierno.
Esa imagen representa, insisto, muchas cosas del 68 y sus desprendimientos sociopolíticos y culturales. Simboliza el espíritu de libertad, de rebelión, de comunidad. Se trata también del ejercicio abierto de un derecho constitucional, el de expresión y manifestación de las ideas, un derecho que había sido eliminado en los años largos del autoritarismo posrevolucionario mexicano, sobre todo en la época del presidente en turno, Gustavo Díaz Ordaz, sin duda el más autoritario de todo los presidentes mexicanos después de la Revolución del 17. Pero la fotografía congela un momento, un contexto y una idea: es una rebelión anti-autoritaria, en contra de un estado de cosas asfixiante y represor, frente al cual había que oponer resistencia y enarbolar palabras como democracia, libertad y justicia. Y hacerlo además de manera festiva, sonriendo, ejercitando el humor y el carácter desafiante de la risa, esa muestra de irreverencia asociada al diablo y que tanto molesta a las mentalidades autoritarias y religiosas como señala Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido
Pero las palabras ocupan también una parte importante del discurso de la época. Veamos dos muestras breves:
“En unas semanas o en unos meses, los acontecimientos (el movimiento estudiantil) tomarán con la perspectiva del tiempo su verdadera dimensión y no pasarán como episodios heroicos, sino como absurda lucha de oscuros orígenes e incalificables propósitos” (Gustavo Díaz Ordaz, Presidente de México, 1 de septiembre de 1968)
“…cuando uno hace balances puede preguntarse: ¿fue un movimiento revolucionario porque transformó de manera radical la percepción de las cosas?” (Raúl Álvarez Garín, líder estudiantil de 1968, enero de 1988).
Estas palabras revelan de algún modo los extremos interpretativos que el movimiento del 68 tuvo y tiene en la opinión pública, entre los actores protagónicos del movimiento y entre las elites políticas e intelectuales que habitan la esfera pública mexicana de los últimos cuarenta años. Claramente, Díaz Ordaz estaba equivocado, y esa interpretación típicamente autoritaria se desvaneció rápidamente con los años y con los hechos, al mismo tiempo que se iniciaba la larga transición política mexicana hacia la democracia. La otra interpretación es parcialmente cierta: el 68 permitió ver con otros anteojos al régimen político mexicano, reveló los límites del milagro económico local y el carácter autoritario del sistema político posrevolucionario, con sus rasgos de intolerancia y demagogia, de represión y exclusión, que se concentraron de manera inequívoca en la noche de Tlatelolco, el 2 de octubre.
Las imágenes y las palabras continúan alimentando de forma poderosa el significado, o los significados, del movimiento estudiantil de 1968. De ahí abrevan las interpretaciones liberales, revolucionaristas y hasta conservadoras del cambio político mexicano. Entre las elites políticas e intelectuales de hoy existe debate en torno a lo que el 68 representa en términos sociológicos, históricos, políticos o culturales. En el santoral laico edificado desde hace 4 décadas, el 2 de octubre es una fecha relevante, una marca, un punto en la historia moderna del país que se manifiesta cada año en una enorme cantidad de artículos, reseñas, memorias, fotografías, documentales, películas, entrevistas a los protagonistas que todavía viven, mesas redondas. Se organizan marchas y mítines por todo el país, se exige justica y castigos a los culpables de los hechos, se prenden veladoras por los muertos, se guardan minutos de silencio. Creencias y mitos, hechos e interpretaciones, representaciones simbólicas y compromisos políticos, nutren generosamente el imaginario y las prácticas políticas que se reconocen a sí mismas en el espejo del 68, con su enorme carga emotiva escondida bajo el oscuro manto de la tragedia.
Este es parte del marco que rodea al movimiento estudiantil de 1968. Son las palabras, imágenes y prácticas que se han construido alrededor de aquellos acontecimientos en aquel año cada vez más lejano, y que ello no obstante confirma su potencia ideológica y política. Sin embargo, en términos analíticos, una idea parece reconocerse y compartirse cada vez más: el 68 fue un acontecimiento sociocultural y político, con efectos tardíos pero sólidos en la transición política mexicana y la transformación cultural del país. La idea central de esta perspectiva es que el movimiento estudiantil fue una rebelión antiautoritaria pero también la expresión de que una nueva cultura política surgía entre la clase media mexicana representada por los estudiantes universitarios de la época. Ello permitió la emergencia de un pluralismo político y cultural que no se ha detenido desde hace cuarenta años, a pesar de las prácticas de intolerancia, de represión y autoritarismo que aún subsisten en muchas zonas del gobiernos y la sociedad mexicanas.
Esa idea se basa en varios supuestos interpretativos. Uno es que las movilizaciones estudiantiles del 68 representaron una reconquista o un redescubrimiento del espacio público mexicano, que había sido colonizado o penetrado por las prácticas de un gobierno corporativo y autoritario. Esas movilizaciones cuestionaron el carácter democrático del sistema político posrevolucionario, y mostraron el gesto represor de un régimen que se había aislado de una sociedad cada vez más compleja y diversificada, escolarizada y urbana, que reclamaba espacios de expresión y comunicación que ni el gobierno ni los medios de la época reconocían ni garantizaban. En ese sentido, el movimiento estudiantil fue la expresión de un genuino proceso civilizatorio (en el sentido que define el sociólogo Norbert Elias) que poco a poco de extendía en diversas zonas de la vida pública y privada de los mexicanos.
Otro de los supuestos del argumento es que el viejo corporativismo político mexicano, basado en la existencia de un partido virtualmente único (PRI) que controlaba a las masas trabajadoras por medio de sindicatos y federaciones ligadas al esquema de control que tenía su centro simbólico y práctico en la figura del presidente de la república, encontró en el 68 un movimiento que no comprendía y que veía como una amenaza a la estabilidad y el control alcanzado por el PRI y el hiperpresidencialismo mexicano. Ello explica con claridad las palabras de Diaz Ordaz o las de otros actores de la época (como Luis Echeverría Alvarez). También explica los silencios que guardaron otros actores que luego tendrían relevancia pública e importancia política. El reflejo autoritario del gobierno diazordacista y del priismo en general, fue congruente, trágicamente congruente, con una visión de la sociedad y del país en la cual el pluralismo y los reclamos democratizadores simplemente no tenían explicación ni lugar.
En tercer lugar, la movilización se explica porque surgió en uno de los enclaves que el autoritarismo mexicano no había podido ni se había propuesto tocar: las universidades públicas. Espacios relativamente autónomos, con libertades de expresión y discusión prácticamente inexistentes en otras zonas de la vida pública mexicana, las universidades se habían convertido en el principal vehículos de modernización y pluralismo de la sociedad mexicana de la época. Los sesenta fueron los años de arranque del proceso de masificación de la educación superior mexicana, en la que la incorporación masiva de estudiantes de primera generación universitaria de miles de familias mexicanas significaba el acceso a las escuelas preparatorias y a las carreras profesionales de las universidades públicas. Ello fortalecía un más amplio proceso de movilidad social asociado a la creciente importancia cuantitativa y cualitativa de la clase media mexicana, producto a su vez de los procesos e industrialización y urbanización que el desarrollismo había impulsado desde los años cuarenta. En esas circunstancias, la rebelión autoritaria significaba a la vez una ruptura y una confirmación. Era la irrupción de nuevos actores sociales en la vida pública mexicana, con su carga respectiva de intereses y expectativas, de demandas y reclamos, pero también era un producto lógico del desarrollismo mexicano.
Ello explica quizás el carácter potencialmente democratizador del movimiento estudiantil del 68, pero también los límites y efectos perversos que se derivaron de sus interpretaciones y prácticas. Entre sus logros democratizadores directos e indirectos habría que incorporar la reforma político-electoral de 1976-1977, la insurrección electoral de 1988, la creación del IFE y la alternancia política ocurrida en el 2000. También habría que anotar el impulso a la democratización de la vida sindical, a la multiplicación de los partidos políticos, la creación de movimientos sociales diversos, el fortalecimiento de la sociedad civil. En la dimensión cultural, el reconocimiento de la pluralidad de las expresiones artísticas y populares, la multiplicidad de identidades, la aceptación del rock (que luego encontró en Avándaro, en 1971, su legitimidad popular), la desacralización del nacionalismo, fueron entre otros, logros innegables del movimiento.
Pero hay también el lado oscuro del 68. Es el relacionado con las prácticas violentas y los nuevos autoritarismos que se alimentan con nostalgias generalmente inconfesables de un pasado que nunca existió, como canta Sabina. Es la historia de la guerrilla urbana, del radicalismo depredador y la hiperpolitización salvaje que aún se desarrolla dentro y fuera de las universidades públicas. Es la moralina de derecha que exhuman gobiernos panistas, priistas y aún perredistas en diversas regiones y ciudades, que aspiran a un orden dominado por la disciplina y las tradiciones, con su correspondiente carga de exclusión, intolerancia y autoritarismo. Es el asambelismo y democratismo que dominó y domina aún las prácticas políticas en muchas organizaciones estudiantiles, sindicales y políticas, que apelan al espíritu del 68 para legitimar un discurso envejecido y antidemocrático.
En fin. El 68, sus palabras, sus imágenes, sus interpretaciones y prácticas, sus actores, sus nostalgias, sus logros y sus deficit, nos han acompañado en los últimos cuarenta años. Hoy se puede apreciar con mejor perspectiva la magnitud de sus impactos, la densidad de su complejidad sociopolítica y cultural, sus aportes a lo que hoy tenemos en nuestra vida pública. Entre los claroscuros, sin embargo, yo me quedo con sus luces: las que apuntan hacia la democracia y hacia la libertad, las que representan el ejercicio de los derechos cívicos, y las que fortalecen las prácticas ciudadanas, colocando en el centro temas como la justicia, la igualdad y el antiautoritarismo. Prefiero seguir creyendo en la imagen del joven estudiante parado en el toldo de un automóvil, dirigiéndose a una multitud expectante y en movimiento, mientras en el fondo suena, como soundtrack de la época, la guitarra de Eric Clapton y la batería de Ginger Baker con Cream, la voz de Lennon en “Hapiness is a Warm Gun”, o las atmósferas alucinantes de Jim Morrison y los Doors en “The End”, mientras que al otro lado de la calle suena con fuerza “Mi gran noche” con Raphael, o “Hazme una señal”, de Roberto Jordán. Esa es la postal que puede caracterizar al 68, y que ilumina un movimiento sin el cual el país no sería lo que es hoy: una democracia de baja intensidad y escasa productividad pero democracia al fin; una vida pública plural pero capturada por zonas de intolerancia de izquierdas y derechas de diverso origen y motivaciones; una vida política que se debate entre el aislamiento de los partidos políticos y el activismo social de algunos particulares. A cuarenta años, 1968 es un recuerdo pero también, por lo menos en parte, un proyecto inconcluso: el de un país más democrático, más justo y más libre.